
Nuevo homenaje a Martí: la flor blanca sobre el pecho de cada ciudadano el 28 de enero.
Se quiere que la nación entera muestre su memoria de Martí, recogiendo y haciendo suyo, haciendo de cada uno, aquello que constituye símbolo de la vida de Martí. La flor blanca es la flor de este; es la que mejor cumplirá, pues, el propósito de subrayar el amor (teórico al menos) que todos los cubanos sentimos por nuestro Apóstol.
Es la flor, toda flor, a pesar de lo que la cursilería y la falsedad han arrojado sobre ellas, símbolo perfecto de la vida, del hombre. Pero es la flor blanca, esa que tiene la condición de estar intensamente sobre la tierra, sin pesar apenas, lo que se ha identificado casi universalmente con la pureza. Tiene como esta la condición de ser infinitamente terrestre al par que no se despoja jamás de un aire célico. La flor blanca, como la pureza, vive en dos mundos a un tiempo: la tierra y el cielo.
Se la ha escogido para recordar a Martí, a la vida de Martí, en la etapa del nacimiento. Martí niño, Martí en la pureza máxima de toda vida, cuando habitaba ese jardín que es el mundo para los niños, nos da una imagen que llama con verdadera insistencia a la piedad. A esa misma piedad que se siente, más allá de toda sensiblería, cuando nos tropezamos súbitamente con una flor delicada. ¿Qué hace aquí, sobre este mundo, contradictorio y hostil para sí mismo, esta perfección de la forma, esta frágil arquitectura?
Alguien ha publicado recientemente un ensayo “sobre el sentido heroico de las flores”. Viene a decirse en este que una flor, una sencilla flor, lleva en sí tanto heroísmo como puede llevar un ejército entero. A despecho de todo, parece inconmovible, pura, sobre la faz de la tierra. Hay que verla al anochecer, en espera de la sombra, cobrando mayor y mayor contorno hacia lo oscuro. Cuando ya es la noche cerrada, la flor se llena de un como sentimiento musical, elegíaco y sereno. Así los niños cuando cae la noche. Niñez del fruto es la flor. Flor del hombre es el niño. Ambos, viven en ese doble mundo, cielo y tierra, que los viste de soledad, de aislamiento, de extravío. Ambos llaman a la piedad. A la que quiere inclinarse hacia las cosas y salvarlas del abismo que viene a su encuentro.
Martí tuvo siempre algo de niño. No se aprendió nunca esa inútil perfidia, que vestimos de elegancia y maneras, y que tan fecunda embajada sirve en la vida. Hacía su obra; hacía su vida; hacía su muerte, ciegamente, con la inconmovible pasión que pone la flor, que pone el niño en vivir. Y un hombre sin perfidia, por muchos años que lleve encima, es un niño, tiene los ojos llenos de ese mundo dual que es un jardín.
Es por todo esto, y por mucho más, un acierto el evocar a Martí con el intermedio de la pureza. Este día de su nacimiento, con todos llevando su flor, daremos una pausa, sincera por fuerza, a la vida tan poco martiana, tan ajena a Martí que venimos viviendo. Por sordos que estemos al constante mensaje que echan sobre el mundo las almas y las cosas del reino más puro, en esta ocasión sentiremos cercana la presencia, la convivencia de ese reino. Quiera servirnos el acercamiento impuesto por el calendario como un buen punto de partida para un viaje nuevo. Quiera este nacimiento darnos nacimiento a nosotros. Martí sobre el pecho de cada uno será, horas solamente, una tregua dictada por el cielo.
(Publicado en Información, el 25 de enero de 1944)