Fotografía de Juan Pablo Estrada.

La historia de las relaciones entre Estados Unidos y Cuba durante el período republicano constituye el relato de una nación de arraigada vocación imperial que interviene y mediatiza el naciente proyecto de una república en el Caribe. La Enmienda Platt y las funestas consecuencias que dejara en el imaginario de los cubanos, es de todos conocido, signaría el devenir de la República. Sin embargo, la larga lucha por la soberanía nacional y la independencia económica durante todos esos años demostró el legítimo deseo de todos los sectores nacionales de zafarse del plattismo. Aunque muy poco recordado, en ocasiones los gobiernos cubanos tuvieron una saludable autonomía en sus decisiones, tanto de política exterior como nacional, enfrentándose directamente a la Casa Blanca. Uno de esos capítulos lo constituye la Conferencia Internacional Americana de Montevideo y la intensa labor diplomática que desplegó la delegación cubana en pro de enterrar de manera definitiva a la oprobiosa Enmienda Platt.

Celebrada del 3 al 26 de diciembre de 1933 en la capital uruguaya, el evento coincidía con la convulsa situación política de la isla, donde gobernaba el frágil mandato de los Cien Días de Grau San Martín. No obstante, en una valiente decisión el presidente designa a tres representantes a la Conferencia, consciente de la trascendencia de la reunión. El único testimonio de lo ocurrido allí proviene del gran historiador Herminio Portell Vilá, que debido a su especialización en el campo de las relaciones internacionales, asistió a Montevideo junto a Ángel A. Giraudy, secretario del trabajo y designado como jefe de delegación, además del abogado y legislativo Alfredo Nogueira. Portell Vilá fue el encargado de conseguir el acuerdo más importante para Cuba, el de No Intervención de un Estado soberano sobre otro que figuraba como uno de los puntos de la agenda interamericana en el acápite de “Deberes y Derechos de los Estados”. El concláve serviría para que los cubanos escenificaran una de las páginas más brillantes en la historia diplomática de nuestra nación.

La serie de artículos que Portell Vilá sacaría en Bohemia durante los primeros meses de 1934, titulados Cuba y la Conferencia de Montevideo, constituyen la batalla de las naciones latinoamericanas por hacer valer sus derechos soberanos frente a la indiscutible hegemonía de Washington. En ello coadyuvó mucho la política del “New Deal” o “Buen Vecino” implementada por el presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt, como nueva estrategia en sus relaciones con América Latina desde su llegada al poder. Portell Vilá narra las dificultades y contratiempos que afrontó la delegación cubana para llegar a la capital uruguaya y cómo desde el mismo inicio de las sesiones los cubanos tuvieron que rebatir declaraciones del secretario de estado norteamericano Cordell Hull, quien insistía en que EE. UU. no estaba interviniendo en los asuntos internos de Cuba. Uno de los momentos más interesantes de la Conferencia ocurrió cuando Corder Hull invita al historiador a dialogar sobre las divergencias entre ambos países. Estos se conocían de vista debido a la estancia en Washington de Portell Vilá en labores académicas, durante la dictadura machadista. La actitud asumida allí por el delegado de la isla fue muy firme, aunque es justo consignar que Hull nunca tuvo hacia su interlocutor una posición arrogante ni prepotente, más bien el norteamericano busca puntos de acercamiento: “Yo conozco a Cuba, la conozco y la quiero. Yo no sé si usted sabe que tomé parte en la Guerra Hispanoamericana como capitán de un regimiento de infantería de Tennessee”[1]. La conversación continúa y ante los comentarios sobre la miseria y el desamparo de la isla narradas por el cubano, el norteamericano responde: “Es muy lamentable. Yo creo, sin embargo, que antes de diez años Cuba estará de nuevo en pie y gozando de prosperidad”[2]. La respuesta de su interlocutor es diáfana: “El plazo es demasiado largo, señor secretario (…) Si los Estados Unidos tratasen a Cuba con justicia, dos años serían suficientes para que el país se recobrase. Como hube de vaticinarle a Mr. Welles (…) el problema de las relaciones entre los Estados Unidos y mi país es simplemente una cuestión de justicia. Si los Estados Unidos fuesen justos nuestros problemas serían mínimos y tolerables. No debemos engañarnos (…) al tratar de convertir lo que es una cuestión moral en un arreglo azucarero”[3].

El Secretario de Estado le manifiesta las buenas intenciones de su gobierno y le informa del survey que hará el nuevo embajador Jefferson Caffery para sondear la situación cubana. Promete la abolición de la Enmienda Platt y un nuevo Tratado de Relaciones entre ambos países. Contundente y profética es la réplica del historiador: “El bosquejo que usted traza, señor secretario, es en extremo placentero; pero si Mr. Caffery va a hacer un survey ello supone intervención y condicionamientos para el reconocimiento. Ahí es donde está la debilidad de la actitud americana, investigar para reconocer después y no reconocer para después tratar. Yo tengo que decirle, en mi opinión, que el Gobierno del Dr. Grau San Martín no será reconocido, que un día será derribado y ese día los Estados Unidos impondrán a Cuba un gobierno de reacción que será como de los años precedentes, y a la próxima Conferencia Panamericana vendrán cubanos de más competencia (…) quienes estarán atados por instrucciones que le impedirán resolver cuestiones de fondo, como siempre ha sido. La oportunidad que yo tengo (…) para precisar a nombre de Cuba una actitud contraria a la legitimidad de la Enmienda Platt y del Tratado Permanente, yo no la hipoteco por promesa alguna”[4].

Al día siguiente, el martes 19 de diciembre, se discutiría el articulado referente a los “Deberes y Derechos de los Estados”, donde Portell Vilá haría un alegato en defensa del derecho de no intervención, de la proscripción de las coacciones diplomáticas y las adquisiciones territoriales de cualquier estado americano sobre otro, lo que le propinaba el tiro de gracia a la Enmienda Platt, sobre todo a su artículo tercero, verdadero puñal clavado a la República desde su nacimiento. Ante un hemiciclo abarrotado que contaba con la presencia de jóvenes del Directorio Revolucionario Estudiantil (DEU) como Antonio Rubio Padilla y Carlos Prío, el delegado cubano pronunció su vehemente discurso antiintervencionista. “Era la primera vez que la clara voz de Cuba, de una nueva Cuba que no quería someterse, era oída planteando el caso de la pequeña república antillana frente a las fuerzas imperialistas de los Estados Unidos que le impusieron un régimen de relaciones injusto, utilizando al efecto, la coacción militar y las peores artes diplomáticas en ese quinquenio terrible de 1898-1903”[5], reflexionaba el historiador cubano sobre su intervención. Era un sonado triunfo de la diplomacia cubana por hacer valer su posición de nación independiente. “Los cubanos habíamos sido líderes por primera vez en la historia de Cuba”[6], recordaba el autor de Narciso López y su época.

No obstante, la sagacidad de Portell Vilá se puso a prueba al darse cuenta que se gestaba una triquiñuela jurídica que podía dar al traste con esa importante conquista continental. Para codificar el convenio de “Deberes y Derechos de los Estados” se crea una comisión de jurisconsultos compuesta por varios países y con amplios poderes para cambiar o modificar los acuerdos de la Conferencia, y por si esto no bastara, se establece además una comisión de expertos internacionales compuesta por representantes de EE. UU., Haití y Brasil que revisarían los principios del Derecho Internacional y establecerían varios requisitos para codificar los más recientes acuerdos. Esta comisión se subordinaba directamente a los gobiernos de sus respectivos países, por lo cual era de esperar que cualquier cambio de gobierno en el futuro ponía en peligro lo refrendado en Montevideo. Decidido a que no pudiera cambiarse el espíritu de lo acordado allí, el diplomático de la mayor de las Antillas recaba el apoyo de varios países latinoamericanos para impugnar dichas comisiones.

En la reunión donde se debaten dichos proyectos, el delegado de la isla al pedir la palabra, propone la suspensión del cónclave por 48 horas para revisar serena y concienzudamente lo que se está acordando. Esta petición genera una tensión inesperada y hubo que suspender la reunión. Conscientes del riesgo que se corría al boicotearse la Conferencia y extender indefinidamente las sesiones, los países latinoamericanos más cercanos a Washington cambian de estrategia y prometen a la delegación cubana cambiar los propósitos de esas comisiones, lo cual fue definitivamente aceptado.

Este fue el más sonado éxito de Cuba en el magno evento interamericano, sin embargo, los delegados cubanos se pronunciaron además por la defensa de los derechos de las mujeres en la vida pública, propusieron que se estipulara amparo jurídico a los emigrados políticos cuando decidieran regresar a sus países de origen y tuvieron la feliz iniciativa de proponer un Instituto Panamericano de Medicina Tropical con sede en La Habana y que llevaría por nombre el del destacado científico cubano Carlos J. Finlay.

Toda esta labor, según refiere el insigne historiador cubano, fue silenciada por la prensa del momento opuesta al gobierno que presidía Grau San Martín. Esta Conferencia Panamericana apresuraría un nuevo marco de relaciones entre Cuba y los Estados Unidos donde la Enmienda Platt sobraba. El gobierno de Roosevelt, debido a la grave crisis política cubana del momento, la hubiera suprimido tarde o temprano y la Conferencia sirvió de plataforma continental a los cubanos para demostrar su fuerte sentimiento nacionalista y antiplattista.

Dos estudios clásicos para estudiar todo la génesis e historia de aquel ominoso apéndice, Proceso Histórico de la Enmienda Platt (1941) del periodista y diplomático Manuel Márquez Sterling e Historia de la Enmienda Platt: una interpretación de la realidad cubana (última edición 1973) del historiador Emilio Roig de Leuchsenring, guardan visiones muy diferentes sobre la impronta de esta Conferencia. Márquez Sterling fue el encargado de firmar en Washington, junto a Corder Hull y Sumner Welles, la eliminación de la Enmienda y el nuevo Tratado entre ambos países. Este gran periodista no consideró necesario o conveniente enviar una delegación a la cita de Montevideo por lo cual en su libro —que deja inconcluso debido a su muerte y termina su sobrino Carlos Márquez Sterling— omite la presencia de Cuba en la Conferencia, se limita a abordar la intención manifiesta de Estados Unidos de fundar una nueva era de relaciones con América Latina donde cesarían las intromisiones de la Casa Blanca. El estudio de Roig, mucho mejor documentado, no pasaría por alto la labor cubana desplegada en la capital uruguaya y lo ratifica como uno de los eventos antesala a la inminente caída de la Enmienda Platt.

La Conferencia de Montevideo constituyó uno de los eventos de la Cuba republicana que marcaron la perenne aspiración de establecer una relación de justa igualdad con tan poderoso vecino. La satisfacción de lo acordado en Uruguay fue en extremo efímera, porque la intromisión yanqui en nuestros asuntos internos persistió con el embajador Caffery. Por otra parte, al anunciarse la derogación de la Enmienda Platt, el 29 de mayo de 1934, la opinión pública la asumió con suma cautela y muchas reservas. Se entendía como legítima y necesaria, pero era todavía largo el camino a desbrozar para lograr un sólido Estado de Derecho sin caudillismos, dictaduras, corrupción, clientelismo y grandes prebendas, lacras todas que habían impedido al país y a nuestra región en particular alcanzar el mayor estado de bienestar posible para todos sus ciudadanos. Sólo así se conjura cualquier intromisión extranjera de una potencia vecina. En un editorial la revista Carteles analizaba la verdadera raíz de la perduración del plattismo por más de tres décadas:

En una palabra, si en lo moral la abolición de la Enmienda Platt nos sustrae a toda suspicacia que nos inferiorice, en lo material no podemos contar con otra eficacia que la de nuestros propios actos, ajustándonos en todo al lema perfecto que sugirió Márquez Sterling: A la injerencia extraña, la virtud doméstica. Y la injerencia extraña, entre nosotros, no ha sido nunca un resultado de la Enmienda Platt, sino de nuestras concupiscencias, de nuestros errores y de nuestras prácticas políticas cada vez más funestas. (…) Solo se puede esperar el disfrute del gobierno propio cuando los que ejercen son hombres capaces; porque la ineptitud erigida en sistema de gobierno —como ha estado siempre en Cuba— es el más indirecto, fácil e irresponsable de los vehículos de penetración con que cuenta el imperialismo en nuestros pueblos y con que cuenta, también en ellos, la injerencia extranjera. (…) El enemigo mayor ha sido, es y seguirá siéndolo —si no se rectifica los rumbos— la politiquería criolla, la estulticia local, la ambición y la ignorancia de nuestros hombres públicos, que a través de todas las etapas, y a través de todos los gobiernos, solo han hecho del poder oficial un medio de gobierno[7].

Los males republicanos fueron un boquete por donde se introducía la permanente intromisión de Washington. En la actualidad tal vez más por exceso que por defecto hemos seguido padeciendo el mal de achacarle muchos de nuestros problemas a las erradas políticas de Estados Unidos. En ambos casos, el plattismo como mentalidad que busca las causas de nuestros problemas en el Norte debe ser superado y para ello es imprescindible dosis de madurez y autocrítica, en función de lograr una auténtica soberanía y real prosperidad económica. El respeto y la necesidad de zanjar civilizadamente en una mesa las diferencias que separan a nuestras dos naciones redondearán en beneficio mutuo para ambos países, el presente así lo reclama y el futuro lo agradecería. El pensamiento de Portell Vilá, ese intelectual que se agigantó en Montevideo a favor de su patria y un profundo conocedor de la historia de América tiene especial vigencia: “Cuba y los Estados Unidos no pueden ignorarse; tampoco pueden prescindir de su pasado; pero sí pueden mirar el porvenir con la esperanza de mejores relaciones, una vez liquidado todo el bagaje de ambiciones frustradas y agravios recibidos e inferidos. Dos naciones tan inmediatas y tan lejanas como la naturaleza y su respectiva evolución histórica las han simultáneamente colocado, pueden y deben ser amigas y hasta aliadas, sin olvidar que amistad y alianza ponen deberes y derechos recíprocos, que llegan hasta el sacrificio”[8].

(Publicado originalmente en Palabra Nueva)

  1. Portell Vilá, Herminio, Cuba y la Conferencia de Montevideo, Imprenta Heraldo Cristiano, 1934.

  2. Ibídem.

  3. Ibídem.

  4. Ibídem.

  5. Ibídem.

  6. Íbidem.

  7. “La derogación de la Enmienda Platt”, Carteles, 17 de junio de 1934, p. 21.

  8. Portell Vilá, Herminio, “Anexionismo”, en “Los grandes movimientos políticos cubanos en la Colonia”, Cuadernos de la Historia Habanera. No. 23, 1943, p. 57.

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