
Siempre me pregunté cómo, habiendo dirigido un golpe armado contra el gobierno que presidía con mano dura un militarote, a Fidel Castro se le concedió la amnistía que lo sacó de prisión tras pasar veintidós meses de los quince años de cárcel a los que fue condenado. En cualquier otra parte, y en Cuba después de 1959, el castigo se habría aplicado con toda severidad. En el adoctrinamiento escolar al que estamos sometidos desde niños, se nos habla de un par de razones ensalzadoras de la figura del asaltante y alejadas de la realidad que reflejaban los principales rotativos de la época. Lo cierto es que no hubo ninguna presión popular conmovedora para el régimen ni el suceso fue una noticia tan relevante, más allá de ensalzar al militarote que aparecía ahora vestido de dril blanco, ateniéndose a las leyes de la constitución de 1940 —que él mismo había restituido— para dejar en libertad a un mercenario. La de Fulgencio Batista fue la amnistía número 118 que conferían los gobiernos republicanos, y en ese año además se otorgó el domingo 15 de mayo, como regalo a las madres en su celebración y previo a la mayor festividad nacional: la fundación de la República, un día como hoy.
Batista, como todo guapo, subestimó a su enemigo, otro guapo. Si pensamos en el éxito que alcanzó Castro tras la llegada al poder y el fanatismo que generó en no pocas personas inteligentes del planeta, el que alguna vez fuera subestimable se nos borró de la conciencia. El culto a este líder carismático pero no popular, astuto pero nunca certero, orador verborreico y político ladino, nos ocultó por un tiempo demasiado largo su verdadera poca monta. En la vida pública de la república, en la que brillaban las buenas estrellas de Jorge Mañach, Carlos Márquez Sterling, Roberto Agramonte, Francisco Ichaso, Gastón Baquero, Sergio Carbó y otros, el personaje en cuestión era realmente prescindible. Esta subestimación, unida al terror engendrado por el nuevo régimen, provocó el exilio sin retorno de muchos cubanos valiosísimos que vieron en el nuevo dictador una transitoria anomalía, extirpable a corto plazo. Nunca entendimos lo que nos pasó. Los vicios de la república terminaron por sofocar a las virtudes y Castro fue la metástasis de un cáncer que había comenzado con Batista, pero del que todos teníamos la culpa.
La República no fracasó. Fuimos nosotros quienes la desatendimos en el aciago ejercicio de querer tener a la razón de nuestro lado, cuando la razón social es una llama tenue que no obedece al individuo y que apenas alumbra en la oscura sinrazón de la historia. Castro, encarnación y cuerpo de nuestros vicios, fue en contra de la historia de una nación que ya era libre para instaurar una ideocracia totalitaria y arcaica, a años luz de la moderna democracia que algún día intentamos y que dejamos escapar. A grandes saltos el castrismo se convirtió a la estratocracia soviética y al militarismo, hasta llegar al estado policiaco que es en la actualidad. Pero la República, escindida, dispersa, resurrecta, sigue latiendo con fuerza entre los intersticios que la nomenclatura no ha podido, aunque quisiera, controlar. Cuando el ciudadano de a pie se acuerda y acuerda con los otros dar cabida a la res publica, esto es, al asunto común a todos, la minoría autoritaria tiembla. Si, además, somos pacientes y aprendemos a mirar críticamente el entorno, podremos transformar nuestros mohosos vicios en renacientes virtudes: la pasividad en pacifismo, el desgano en protesta, la vagancia en cabestro para el trabajo desmedido, el conformismo en mesura, el populismo en democracia, el socialismo asocial en fraternidad, el caudillismo en liderazgo real y efectivo. Ocupémonos ya de estas tareas, reconstrucción y enmienda de un proyecto que no ha dejado de ser y por el que muchos cubanos seguimos festejando, aun cuando advertimos el difícil camino que nos queda.
(Publicado originalmente en La Hora de Cuba, el 20 de mayo de 2023)