
Hay en La Edad de Oro, en esos, los más hermosos editoriales escritos en lengua castellana y que Martí tituló simplemente “La Última Página”, una idea que se repite, quizás como reflejo innato de la obsesión que fue para el autor en pensamiento y acción. La muerte vista sin tapujos, mostrada a los niños y a los padres como algo no feo, como la cosa “más difícil de entender” y a la que hay que mirar siempre de cerca, recorre los cuatro números de esta obra esencial. Incluso es un personaje en un cuento memorable. Para el adolescente que enfrentó una condena de muerte, que profetizó su propia muerte en un poema épico y se convirtió en un adulto dispuesto en todo momento a morir por el crecimiento de una nación que había nacido de la muerte de tantos cubanos, perder la vida era ganarla como lo que es: un compromiso irrenunciable con el bien y la justicia.
Pero no hay que confundirse, Martí no era ni un suicida ni un temerario. Su repentina caída en combate no fue consecuencia del desaliento, la inexperiencia o la demostración patética de arrojo que algunos han señalado. Estúdiese el siglo XIX para entender por qué la heroicidad era un valor como en otros siglos había sido la santidad para la fe cristiana y por qué en el XX, agotado por las grandes guerras, el heroísmo pasó a un segundo plano para dejarnos en un mundo en el que sólo podemos —cuando podemos— aspirar a ser justos. Martí, me atrevo a decirlo, reunía para sí y dentro de la causa a la que había dedicado su existencia, cualquiera de estas virtudes; sabía que la muerte, si era necesaria, sería “como la almohada y la levadura, y el triunfo de la vida”. Caer fulminado por las balas en Dos Ríos era, por tanto, un daño exiguo para la revolución que había echado a andar por sus propios pasos y sabría continuar a partir de allí como una obra, más que de rebeldía, de resurrección.
Creer, como quería aquel trovador republicano, que “Martí no debió de morir”, es contribuir al mito embalsamador que nos aleja del misterio de su muerte. Ya los genios de José Manuel Poveda y Gastón Baquero se encargaron de imaginar al Martí abatido por la infausta tarea de enderezar el alma en ciernes del cubano. Aun hoy parece absurdo suponer que un centenar de naturalezas apostólicas es lo que hace falta para salir, por la fuerza de ese empuje, del cieno en que nos hemos sepultado. Lo importante es comprender esa necesidad de la que habló Martí para asumir el sacrificio de la vida, para aceptar como un deber la libertad y emprender su conquista hasta la muerte. Háblese a los niños de los héroes que murieron en una guerra cruenta o de las culturas que festejan a sus difuntos, que de una página a otra se hallan en La Edad de Oro. Hábleseles del hombre que no tuvo reparos en morir cuando intuyó que era necesario. Y, sobre todo, comencemos a pensar en esa hora inexcusable en la que seremos, por fin, verdaderamente iguales, pero a la que sólo algunos, los más osados, llegarán siendo libres.
(Publicado originalmente en La Hora de Cuba, el 19 de mayo de 2023)