Estudio El Arte, publicada en Bohemia el 10 de septiembre de 1933.

✍ Mario Ramírez

Sergio Carbó Morera (La Habana, 1892- Miami, 1971) es un personaje de nuestra historia del que, como la mayoría de los cubanos de hoy, conocía muy poco. Supe de él por una antología de premios Justo de Lara —el más prestigioso de la treintena de lauros otorgados al periodismo en la República— donde figuraba su texto “A la salud de Cristo”, que en las navidades de 1944 sacudió la conciencia nacional de un extremo a otro de la isla. Tal era el alcance, como verifiqué después, de su periódico Prensa Libre, uno de los tantos rotativos que dirigió, pero sin dudas junto al semanario satírico La Semana, de los de mayor significación para la hercúlea tarea de construir una opinión pública responsable y útil.

La comunicación social es siempre un dilema en cualquier sociedad, aún más cuando se trata de una nación que se estrena en el uso de las libertades y el ejercicio de la democracia. Si hay un nombre de la República que encarna a cabalidad esa lucha constante por hacer de Cuba un país plenamente libre y consciente, ese es el de Carbó, quien desde joven —apenas tenía veintitrés años cuando asumió la dirección de su primer periódico— comenzó a pulsar todas las posibilidades de su condición cívica en beneficio de sus conciudadanos. Su lucha contra el periodo dictatorial de Gerardo Machado lo llevó a la insurrección armada en 1931 y posteriormente a un primer exilio en España, donde publicó La tragedia cubana, crítica social de pasmosa vigencia. Su influencia en el ámbito político le aseguró un puesto en el gobierno de tránsito conocido como “la Pentarquía”, en 1933. Fue, además, periodista radial, editor, reportero, candidato al Senado, viajero, agricultor y benefactor de obras públicas.

El hombre de acción se combinó, rara avis, con el hombre de pensamiento. Esta fórmula, aparte de escasa, nunca es simple. Ya estaba a punto de decir que Sergio Carbó pudo ser uno de nuestros grandes escritores, cuando descubrí Un viaje a la Rusia roja, el libro que reúne las veintidós crónicas escritas por el periodista mientras visitaba a la entonces enigmática y recientemente conformada Unión Soviética. Se sabe, por él mismo, que antes estuvo en Japón, pero lamentablemente no tenemos noticias de un testimonio tan sensacional como estas “impresiones de un viaje al país de los soviets”. Con toda certeza, a Carbó no le interesaba pagar esa deuda que, según Francisco Ichaso, había contraído con el público: “la de escribir la obra de ficción que hay derecho a esperar de él”. Seducido por la realidad y la verdad, su personalidad literaria era más bien una consecuencia, casi un remanente, del fascinante mundo de un aventurero intelectual, cuya vida merecería una biografía a lo Stefan Zweig.

En la Rusia roja, precisamente, Carbó se aparta del estilo panfletario del periodismo político y adopta los aires de la crónica o periodismo narrativo que nos es familiar en la actualidad. Lo que distingue la visión de Carbó de otros viajeros de la época (Zweig, Wells, Gide, …) es su fidelidad a los hechos, a lo que puede ver y documentar con la sinceridad de un hombre curioso, pero no maniqueo. Haría falta la susodicha biografía para comprender cuán flexible era el sistema de ideas de este investigador incansable. Conservador, revolucionario, liberal, esa capacidad suya para cambiar de perspectiva en un estado de cosas en constante cambio, le permitió ver más allá de la pasión ideológica y la ficción literaria. Ser hijo de una joven república era un plus ventajoso para ahondar en la naciente sociedad soviética, por contrapuesta que fuera a la Cuba de los veinte —uno pudiera, desde luego, pensar lo mismo de otros viajantes a la Rusia roja oriundos de la isla, como Julio Antonio Mella y Rubén Martínez Villena, pero la diferencia con estos entusiastas comunistas es obvia.

El itinerario de costumbre, preparado por la VOKS soviética para cautivar a sus visitantes, no pudo moldear la avidez de Carbó. El viaje de este cubano culto, amante de la libertad y promotor de las ideas más avanzadas en materia de arte y ciencia, se produce cuando ha cumplido ya sus treintaicinco años, como imitando la catábasis dantesca —Nel mezzo del cammin di nostra vita. No obstante, el sentido del viaje es doble: se descifra el enigma del estado anómalo, mientras el hombre de Occidente se mira en el espejo del otro. El otro es, muchas veces, nuestro futuro deformado, nuestro presente desatendido, el pasado en tinieblas que nos quema la mirada. Algunas décadas más tarde, y hasta hoy, Cuba se transformará en una Rusia roja, mientras Rusia continúa siendo inalterablemente soberbia, autoritaria y geófaga. Un libro como este adquiere su justo valor en la medida en que el tiempo ha venido cumpliendo sus predicciones: no hay justicia ni igualdad sin libertad, no hay fraternidad con opresión, la revolución no es fuente indiscutible de derecho, el adoctrinamiento cría autómatas, la utopía conduce a la locura política y el maximalismo.

Imitemos, pues, a Carbó, en la búsqueda desprejuiciada de la verdad. No seamos como el aldeano vanidoso del que hablaba Martí: hay que salir al mundo, conocerlo, entenderlo, para volver cargado de esas savias al jardín de la casa. Nos queda pendiente aquí la anábasis martiana de esta deslumbrante figura, cuyo regreso a la patria estaría marcado por el Viaje. Esa correspondencia biunívoca con la realidad cifró en todo instante su entendimiento y le ganó para siempre un lugar en nuestra historia.

(Prólogo del libro Un viaje a la Rusia roja, Ediciones Memoria, 2023)

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