Ilustración de José Luis de Cárdenas.

Después de haber hablado sobre la Sección Cuarta del Capítulo III de la Ley 154/2022, corresponde hablar sobre la Sección Quinta. Aquella trataba sobre los programas y aplicaciones informáticas. Esta, sobre los programas y aplicaciones informáticas de código abierto. Lo primero que habría preguntarse es la pertinencia de que exista una sección dedicada a regular esta materia. Para que el lector entienda por qué digo esto, consideremos lo siguiente. Un programa de código abierto se define como aquel cuyo código fuente se encuentra accesible para cualquier persona. Se permite, en consecuencia, su estudio, modificación y redistribución de forma libre. Se entiende como una facultad del productor del programa en cuestión ofrecerlo bajo licencia de código abierto.

Parece un acto de generosidad altruista, pero este tipo de licencias reporta ciertos beneficios a los creadores. Facilitan la colaboración y la cocreación. Mejoran la calidad y seguridad del producto gracias a la revisión por pares. Se incrementan la visibilidad y reputación del producto y las oportunidades comerciales y de modelos de negocios diversificados. Pueden fomentar la creación de un ecosistema de aplicaciones, herramientas y servicios complementarios, etc.

Todo muy bien hasta aquí, pero hay algo muy llamativo en el asunto. ¿No sería el código abierto un tema propio para ser regulado de acuerdo a la autonomía de la voluntad de las partes? Es decir, ¿de acuerdo a la capacidad de las partes para negociar y establecer un acuerdo en relación con el uso del programa? ¿Acuerdo o contrato que estipulara los límites de la inspección, modificación y redistribución libre? En efecto, lo habitual es que el código abierto esté regulado en base a licencias contractuales. Queda en la esfera de la autonomía contractual y puede modularse sin necesidad de que exista una norma general que lo reglamente. Al menos no más allá de aquellas que rigen el derecho contractual. El caso cubano es ligeramente distinto y veremos de inmediato por qué.

El artículo 50 de la Ley 154/2022 comienza por establecer una obligación.

Artículo 50.1. El productor que otorga licencia para el uso de un programa o aplicación informática de código abierto garantiza al usuario el acceso al código fuente y lo faculta para usar dicho programa informático, de conformidad con lo establecido en la licencia.

Ya en este mismo comienzo se aparta de lo que decíamos antes. Establece por ley unas condiciones mínimas para entender que una licencia es de código abierto. Lógico e inevitable en tanto es preciso aportar una definición y esta se basa en criterios mínimos de identidad. Lo cuestionable, sin embargo, es que esta necesidad sólo surge de la decisión de normativizarlo. Los requisitos obligatorios son garantizar al usuario el acceso y facultarlo para usar el programa de acuerdo a lo establecido en la licencia. ¿Qué puede ser lo establecido en la licencia? Aquí caemos en el apartado 2 del artículo, donde entra a jugar finalmente la autonomía de la voluntad.

2. El productor puede otorgar a los usuarios, entre otras, las facultades siguientes:

a) El uso del programa para cualquier propósito;

b) la inspección exhaustiva del funcionamiento del programa;

c) la modificación del programa para adaptarlo a cualquier necesidad;

d) la confección y distribución de copias;

e) la distribución de copias de sus versiones modificadas;

f) el manejo y almacenamiento de los datos en los que se conoce su estructura y se permite su modificación y acceso, no imponiéndosele ninguna restricción para su uso; y

g) el acceso a toda la información asociada al programa informático, lo que incluye la documentación y demás elementos técnicos diseñados para su entrega, necesarios para realizar la configuración, instalación y operación del programa y aplicación informática, y que se presentan en estándares de acceso abierto.

Se enumeran las facultades que “pueden” ser otorgadas a los usuarios. Aquí sí entramos en la negociación y la discrecionalidad de las partes para determinar qué opciones sí y cuáles no. Además, ni siquiera se trata de un número cerrado de facultades en tanto el enunciado incluye un “entre otras” que deja una puerta abierta.

Sopesando lo anterior, puede decirse que el enfoque es intervencionista, aunque finalmente deje gran libertad a las partes para establecer condiciones contractuales. Salta a la vista porque, sin caer en especulaciones estériles al respecto, parece una tutela excesiva sobre la autonomía contractual.

En otro momento hemos hablado del Estatuto de la Reina Ana o Ley de Copyright de 1710. Fue la primera normativa del derecho de autor moderno y surgió, como debía ser, a partir de una iniciativa estatal. Regulaba en términos generales un conjunto de relaciones hipotéticas entre los autores y los usuarios de las obras. El origen de las licencias de código abierto no podía ser más distinto.

No surgieron por una ley o reglamento aprobado por un ente público. Son un desarrollo del derecho de contratos, donde impera la autonomía de la voluntad de las partes. Es decir, son el resultado de una intersección entre el derecho de contratos y el derecho de autor. Las licencias internacionales ni siquiera suelen estar administradas por instituciones públicas. Son simples modelos contractuales elaborados por entidades no gubernamentales. Muchas veces, organizaciones sin ánimo de lucro como Free Software Society y Open Source Iniciative.

¿Por qué dedicarles una sección en la ley de derechos de autor? No podemos aventurar una respuesta definitiva, aunque las hipótesis no falten. Habría que ver en la práctica cuáles son las derivaciones y consecuencias de esta experiencia. Cómo influye en el desarrollo de programas de código abierto en Cuba y en la integración de estos en el marco de las licencias internacionales. Cuáles son las implicaciones interpretativas resultantes de la aplicación de la norma por los operadores jurídicos. Por el momento no podemos responder a las interrogantes que surgen del caso. Pasemos entonces a otros artículos de la Sección Quinta y otras interrogantes.

¿Puede el usuario de un programa de código abierto elaborar en base a este un programa de código propietario? La respuesta es sí. Las obras derivadas de programas y aplicaciones de código abierto pueden ser elaboradas como programas y aplicaciones de código propietario. Este es uno de los aspectos característicos del código abierto y así lo estipula el artículo 51 de la ley. Puede evitarse, sin embargo, mediante la inclusión de una prohibición expresa en la licencia de la obra original.

Por su parte el artículo 52, último de la sección, refiere a las creaciones malignas o dañinas. Las excluye de la protección que otorga la Ley. También lo están las formas estándares de desarrollo de programas y aplicaciones en tanto por defecto reciben protección plena de código propietario.

Artículo 52. Se excluyen de la protección concedida en esta Sección, las formas estándares de desarrollo de programa y aplicación informática, y las creaciones malignas o dañinas que ocasionan o pueden ocasionar efectos nocivos en los sistemas informáticos.

El código abierto es un caso peculiar dentro del mundo de la propiedad intelectual. El derecho de autor surgió para estimular la innovación y la creación garantizando a los autores un incentivo económico suficiente, derivado de facultades exclusivas. El código abierto funciona sobre la base de principios aparentemente opuestos. Pretende estimular la innovación y la creación facilitando la colaboración a partir de prescindir de esas facultades exclusivas que incentivan a otros creadores. La creación e innovación en materia de software parecen beneficiarse especialmente del trabajo colaborativo de sus creadores facilitado por el código abierto. Esto no quiere decir, sin embargo, que el modelo esté exento de riesgos y deficiencias, pero esas valoraciones escapan de nuestro ámbito.

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