
Humanismo es vocablo que convoca a la persona decente y responsable. A medida que nuestra realidad se nos va tornando cada vez más, y cada vez más descaradamente, inhumana, hasta el punto de que las noticias del odio y el horror continuos van pareciendo síntomas normales de la desaparición de la especie en aras de un mundo de máquinas, una reacción inevitable se impone: esto es falso, somos humanos, queremos ser humanos, veamos estas desgracias desde un punto de vista humano, vamos a pelear como humanos alegres y felices contra este salvajismo intolerable. ¿No teníamos un humanismo? ¿Acaso hemos olvidado que después de las cámaras de gas incluso los enemigos enconados decidieron apostar por unos valores que podían ser comunes, a fin de que evitáramos en el futuro un gratuito apocalipsis de imbéciles? La invasión de Ucrania por Rusia ha roto ese mediocre consenso de los poderosos al poner los intereses de una gran potencia por encima de los del vecino débil, y los que dicen defender a los niños rusos masacran niños ucranianos que, para colmo, según la ideología de esos militares, serían rusos también. Por todas partes encontramos la misma turbiedad de pensamiento, cuyo centro es la pretensión de superioridad que condujo hace un siglo a las cámaras de gas. El peligro de un retorno del fascismo es cada vez mayor y asoma por doquier. Los locos años veinte del XX están de vuelta, con la misma dosis de irresponsabilidad, sexo ridículo y una vulgaridad que entonces ni se soñó. Ahora hay, además, los recursos del fin del mundo a disposición de cualquier político sin control. Y comienza a aparecer la indiferencia por lo que ocurra, la convicción de que somos así, que el humano es demasiado defectuoso, que todo intento de mejorarlo es utopía cancelada, que nuestro mejor resultado sería crear una Inteligencia Artificial que, inteligentemente, nos suprima.
Pero, ¿no teníamos un Humanismo?
Lo teníamos y forma parte del problema.
Como mi interés está lejos de abordar con profundidad el asunto de la doctrina humanista, voy a recomendar un texto de hace un siglo, cuando comenzaba aquel digamos ingenuo fascismo inicial. Contra lo que se cree popularmente ahora, Mussolini y Hitler eran demagogos que contaban con el apoyo de teóricos y cientistas que iban más acá de las elucubraciones de la superioridad racial. El fracaso, según ellos, del modelo liberal del mundo exigía la renuncia al Individuo y el regreso al Estado, presidido por un Hombre que interpretara cabalmente a Dios y organizara a la sociedad sobre un Principio Divino. Ya mucho antes de las camisas pardas, estaba en marcha la transformación ideológica que permitió el avance y la instauración del fascismo, como puede comprobarse en la novela de Thomas Mann La montaña mágica: las discusiones entre Septembrini, liberal ingenuo, y Nafta, protofascista implacable. Mann, siendo liberal, hace que Nafta se suicide. Pero la novela termina con el protagonista descendiendo de esas alturas esotéricas a las alegres brutalidades de la Primera Guerra. Y es en esa atmósfera de lucha de ideas anterior a la Segunda, cuando Jacques Maritain publica en 1936 su libro Humanismo integral. Problemas temporales y espirituales de una nueva cristiandad[1].
Se trata de la reunión de seis conferencias que el joven católico francés —con el tiempo tildado de ser el filósofo del Papa—, proponía un enfoque de la doctrina humanista como un tema de la filosofía práctica, término que hace descender de Aristóteles y Santo Tomás de Aquino. Era la época de la llamada filosofía de la praxis: el marxismo. Pero desde luego Maritain está en sus antípodas, precisamente porque establece una distinción, y un vínculo, entre pensamiento y acción:
La filosofía de la práctica sigue siendo filosofía, conocimiento de modo especulativo: pero, a diferencia de la metafísica y de la filosofía de la naturaleza, se ordena desde el principio a un objeto que es la acción; y por grande que en ella sea la parte de comprobación, aunque haya de tener en cuenta las condiciones y las fatalidades históricas, es ante todo una ciencia de la libertad.
Maritain es un filósofo empeñado en el esclarecimiento de la verdad, tanto en el plano del conocimiento puro —sigue siendo el mayor intérprete de Santo Tomás—, como también en el de esas fatalidades de la historia:
El mundo procedente del Renacimiento y de la Reforma está desde aquella época minado por energías potentes y ciertamente monstruosas, en que el error y la verdad se mezclan íntimamente y se nutren recíprocamente: hay verdades que mienten y “mentiras que dicen la verdad”. A quien ame el saber corresponde el intento de purificar esas producciones anormales y mortíferas y salvar las verdades que ellas hacen delirar.
Que es justamente lo que él intenta descifrar en la historia del Humanismo, auxiliado por una estupenda erudición. Es imposible seguir aquí esas reflexiones, aunque debo aseverar que todo cristiano interesado en los temas sociales, y en especial en las doctrinas humanistas, debe consultar este libro enjundioso. Para los fines de este trabajo conviene que nos ocupemos de la preciosa distinción que hace Maritain entre humanismo teocéntrico y humanismo antropocéntrico. Pues desde luego que no hay un contenido único que podamos adjudicar a la idea humanista, y mucho menos pensar en ella como la obligación o al menos la recomendación de dejar de ser bestia con el prójimo. Desde la antigua Grecia hasta hoy encontramos una variedad de humanismos que es necesario aislar y evaluar, y comprender su posible sucesión y su relación con la práctica social y política concretas. Esa distinción del filósofo nos coloca en el centro del problema. Como actualmente vivimos, al menos en Occidente, dentro de algún avatar del humanismo antropocéntrico, no nos damos cuenta fácilmente de lo asombroso que es que una especie tenga que tener una doctrina sobre sí misma, pues no hay un felinismo para gatos o tigres, por ejemplo. El hombre necesita pensarse a sí mismo como especie y como individuo, y siempre en el contexto universal o transuniversal. Maritain refiere la posición de Aristóteles, que establece que el hombre está llamado a algo mejor que una vida puramente humana. Salir de sí, negarse como objeto, ir más allá, fue durante siglos lo esencialmente humano —y sigue siéndolo. El culmen de esta posición estuvo en Occidente durante la Edad Media, cuando la vida humana, personal y social, refería directamente, esto es, estatalmente, a Dios en Cristo. Como Maritain estudia las doctrinas y no la dialéctica de su surgimiento, me atrevo a sugerir que la Cristiandad surgió y creció con dos déficits de humanismo: un nivel bajo de ciencia y tecnología —inferior a la etapa griega y romana—, y un sistema social de jerarquías y exclusiones que determinaban una enajenación del individuo. Ni la miseria ni los señores feudales eran cristianos. El Cristo escuálido de los iconos medievales qué tiene que ver con el personaje heroico de la Sábana Santa. El Renacimiento regresa pues, en medio de un despertar mínimo de posibilidades humanas en la investigación, las artes y el comercio, a un jubiloso humanismo que preserva a Dios en su centro: he ahí el David de Miguel Ángel. El hombre lo tiene todo en sí mismo —por eso el David está desnudo— para alcanzar el Bien, porque ha sido creado, como vemos, con excelencia por Dios. A partir de ese momento, la Reforma y la Ilustración desarrollarán una visión compleja de la naturaleza humana y su relación con la divinidad: la Reforma se centra en la culpa, la Ilustración empieza a deshacerse del Creador. A partir del XIX va triunfando el humanismo antropocéntrico: no hay Dios, el hombre es un fin en sí mismo y la medida de todas las cosas según habían declarado ya los griegos que estaban al margen de la línea de Platón y Aristóteles, y está llamado a crear un paraíso puramente terrenal, según los liberales, los fascistas y los comunistas, escandalosamente de acuerdo en este despropósito. Maritain rechaza esas ilusiones demoníacas. Quiere una nueva cristiandad, un ordenamiento humano establecido en el humanismo teocéntrico cristiano. Sabe que es una tarea heroica, pero es que opina que heroísmo y humanismo riman: “Nada hay que el hombre desee tanto como una vida heroica; y nada es en el hombre menos corriente que el heroísmo”. Esta contradicción no le arredra. De hecho, toda su obra como filósofo se mueve precisamente en esa dirección. Sus resonancias llegarán hasta el Concilio Vaticano II, que tanta gente quiere hoy mandar al basurero; y a mi juicio debieran ser seriamente consideradas en el contexto de las Iglesias de Cristo, y también en la lucha por la democracia universal. Porque el humanismo teocéntrico cristiano no se agota desde luego en el ordenamiento social, sea el que sea, pero pasa necesariamente por él.
Qué pena que Jacques Maritain ignorara la historia del pensamiento humanista cubano. La mayoría de los cubanos la desconocen aún. Si el francés hubiera conocido las vidas y las obras de Félix Varela y José Martí hubiera exultado de asombro. Los dos fundadores de la nación cubana están poderosamente ubicados en la corriente del humanismo occidental y de hecho constituyen puntos nodales de su evolución, como intentaremos demostrar de inmediato.
Nacido en La Habana en 1788 en una familia de militares del Imperio Español, Félix Varela fue ordenado sacerdote muy joven con la orientación y la protección del obispo Espada, que integraba la línea de la Ilustración dentro de la Iglesia y de la política españolas en la época de Carlos III. Había comenzado el proceso de eliminación de la basura medieval en España, que solo culminará después de la muerte de Franco en la segunda mitad del siglo XX: larga, espantosa agonía. Pero en el momento en que el joven Varela se convierte en profesor del Seminario San Carlos hay un ambiente de optimismo entre los habaneros. Se confía en las Luces, el rey las defiende. Varela es incluido en la Sociedad Económica de Amigos del País; trabaja por su progreso. Cuando se impone en España un primer régimen constitucional en 1812, el joven sacerdote pronuncia una homilía llamando a participar en las elecciones. En cuanto comienza el segundo período en 1820, Espada nombra a Varela para explicar los fundamentos de la Constitución liberal, y de esa manera el destino del joven resulta alterado radicalmente: del magisterio de filosofía y teología, de la divulgación de la ciencia, la técnica y el progreso, el sacerdote pasa a la política. Varela siempre se consideró a sí mismo un alma americana, un amante de la libertad. Pero es la obediencia a la orden de Espada lo que decide su vida. La juventud distinguida habanera se entusiasma con la Constitución; y su brillante defensor de las ideas políticas liberales básicas —que incluían la monarquía constitucional— se hace popular. Espada lo promueve como diputado y es electo a Cortes, donde apoyará a los liberales moderados, impulsará el reconocimiento de la independencia de las colonias insurrectas de América, e intentará promover la autonomía de Cuba y la extinción de la esclavitud. Cuando el período constitucional fracasa en 1823, es condenado a muerte y tiene que huir a los Estados Unidos, donde se convertirá en un pilar de la incipiente iglesia católica norteamericana y en un modelo de santidad católica, al servicio siempre del que sufre. El fracaso español lo ha radicalizado: Varela se proclama partidario de la independencia absoluta de Cuba. Muere en extrema pobreza, confesando a petición propia la Presencia de Cristo en la Eucaristía, en San Agustín de la Florida en febrero de 1853.
Unos días antes, como en una carrera de revelos trascendental, ha nacido en La Habana José Martí. Él va a lograr, incluso después de su muerte heroica en combate, la tarea que había dejado Varela: la independencia de Cuba del dominio español. Pero no es una sucesión directa, sino algo mucho mejor: los discípulos reformistas de Varela crearon, mediante el magisterio, la moral y la cívica de los independentistas de la generación de 1868, de los que Martí es el continuador y realizador. Si Varela creó el periodismo cubano con El Habanero, la primera publicación independentista, Martí convertirá su periodismo en un instrumento esencial de la lucha por la independencia. Ambos fueron periodistas creativos e incansables, aunque el mayor periodismo de Varela está en inglés y espera todavía ser leído y evaluado como se debe. Varela tenía un enorme interés por la literatura, y es de hecho el primer divulgador de nuestros primeros poetas Manuel de Zequeira y José María Heredia; Martí es un escritor de rango universal, que no se cansó de promover a autores nacionales y extranjeros. Como Varela, Martí vivió siempre en la pobreza, amenazado de muerte y entregado al prójimo; y como él fue maestro, divulgó la ciencia y la tecnología, y lo mejor del pensamiento contemporáneo con sentido personal y crítico. Ambos eran personas de una capacidad de trabajo descomunal y un vigor personal como inacabable, a pesar de ser físicamente ligeros y marcados por la enfermedad: Varela por el asma y Martí por la sarcoidosis, padecimientos empeorados por el clima norteamericano. Ambos fueron pensadores geopolíticos, capaces de situar la problemática cubana en la del mundo, y la del mundo en la de los valores trascendentes. Martí se enfrentó a las proyecciones agresivas del gobierno y sectores de la sociedad estadounidense, pero ningún cubano ha entendido y celebrado mejor a los yanquis que Martí, de cuyos valores fue un ejemplar portador. Varela no dejó de apartarse de lo peor de la sociedad norteamericana, combatió los disparates y abusos de los protestantes en una época de violencia religiosa en Nueva York, y hoy es considerado uno de los fundadores de la Iglesia católica norteamericana. Era, como dijo, en el afecto un natural de ese país.
Lo que aparentemente separa a Martí de Varela es la confesión religiosa. Bautizado de niño, como todos entonces, Martí no fue un católico practicante nunca, en su juventud pasó por una logia masónica española, y se distanció de una Iglesia que era un bastión del colonialismo. Si el segundo período constitucional español hubiera podido mantenerse, Cuba hubiera obtenido la autonomía y Varela hubiese podido encabezar el magisterio de la Iglesia de Cristo en Cuba. Si la Revolución de Septiembre de 1868 en Madrid hubiera seguido al general Prim, incluso la independencia mediante referéndum hubiera sido posible, o con mayor probabilidad una autonomía que guiara al país a un proceso de independencia pacífico ulterior. Pero los españoles asesinaron a Prim y volvieron a los Borbones. Martí, hijo de peninsulares, un enamorado de España y él mismo un escritor que, como se ha dicho y probado, más que un discípulo parece un miembro distinguido de su Siglo de Oro, pudo ser el hombre de paz y de creación que siempre fue, y no el organizador de una guerra en la que moriría sin haber disparado contra nadie; pero esa estupidez que le costó a los españoles unos doscientos años de agonía nos privó de una iglesia vareliana y tal vez de un Martí menos enfrentado a ella. Aunque ese distanciamiento era el de un joven que le escribía un solemne poema a la Virgen, un admirador de Santa Teresa de Ávila, alguien que podía cantar: “Amo las naves calladas / y los conventos vacíos”. Para una revista venezolana escribió alguna crónica vaticana: “¡Oh! ¡qué misterio, un alma de Pontífice!”[2]. Viviendo en medio del protestantismo norteamericano, y admirando a sus predicadores, nunca se acercó a sus congregaciones. Después de su juventud no tenemos evidencia de que haya participado de una logia masónica, como otros independentistas. Martí creía que “es hermoso y casi divino el hombre”[3], muy en la línea de Emerson, y con más razón que él. Para él el templo era la naturaleza, en la que el hombre libre podía obtener, sin intermediarios, la suma beldad de lo divino en él. Fue, en fin, un librepensador de matriz cristiana, lo que le dará una lucidez especial en el tema del humanismo. Y en cuanto a la Iglesia devota del abuso, es solo a la muerte de Martí que el Papa lanza De rerum novarum, la encíclica en la que al fin la Iglesia de Roma, que ha perdido ya su poder temporal, comienza a ocuparse de los problemas sociales. Después del Concilio Vaticano II las doctrinas políticas y sociales de la Iglesia católica son perfectamente afines al pensamiento de Martí.
Ahora bien: ¿por qué vincular a estas dos personalidades extraordinarias con la doctrina humanista, especialmente con la variante teocéntrica descrita por Maritain? Si el francés deseaba, siguiendo a los antiguos, una filosofía práctica, es porque la práctica de la historia se hace con ideas, incluyendo la filosofía. Insisto en que en este libro que usamos como referencia, Maritain elude la cuestión de cómo, dónde y por qué surgen y se imponen esas ideas. Pero es un hecho que, desde el Renacimiento, y pasando por esos puntos nodales de la Reforma y la Ilustración que señala, la práctica histórica occidental ha abordado la idea del hombre como uno de sus caballos de batalla, para mal o para bien. Y esto ha ocurrido no solo en los países rectores de Occidente, sino también necesariamente en sus territorios subordinados. Ni Varela ni Martí centraron su desempeño en una doctrina del hombre, pero eso no quiere decir que la práctica histórica a la que obedecieron y en la que fueron líderes careciera de una idea del hombre y su relación con la divinidad. Veremos qué distingue el pensamiento de ambos en relación con el Humanismo y cuáles serían sus méritos en el día de hoy.
Félix Varela va a estar vinculado a esos dos puntos nodales que señala Maritain: la Ilustración y la Reforma —en ese orden, opuesto al histórico, se manifestarán en su vida. Estudiar en el Seminario San Carlos con el obispo Espada como tutor significaba ser educado en la variante española del Iluminismo, presente en los ministros de Carlos III. Tanto en España como en Cuba, esta variante conocida como Despotismo Ilustrado debía luchar, desde un centro de poder que se proclamaba absoluto, contra la parálisis social y los saboteadores. Cuando el marqués de Esquilache mandó a recortar las capas de los nobles, hubo una sublevación que derrocó al gobierno, pues cómo un hombre podía pasar por hombre sin arrastrar capa, aunque fuese por el fango de las calles desprovistas de pavimento de Madrid. Era la España de espíritu burlón y de alma quieta, que luego denunciaría Antonio Machado. En Cuba el Seminario debía luchar contra el sopor de la Universidad de San Gerónimo, pero aquí estábamos menos preocupados por una capa intolerable en el trópico, que por pavimentar las calles de La Habana. Espada construyó el primer cementerio, poniendo fin a la peligrosa y ya imposible tarea de sepultar en las catacumbas de los templos. Y mientras España se hundía en el atraso y la miseria, la colonia cubana, a fuerza de negros esclavos y de comercio ilegal, florecía. Es así como el espíritu de las Luces crea, en el San Carlos, un iluminismo criollo, hijo del español pero consciente de su diferencia, donde la fe católica y los valores liberales resultan compatibles, sobre la base de un conocimiento erudito del pensamiento occidental. Es así como surge desde el San Carlos el padre José Agustín Caballero (1762-1835), que se atreve a pensar lo impensable entonces: más que una prolongación del iluminismo español, una filosofía desde acá, desde la colonia, que tenga en cuenta el tesoro europeo pero con criterio autóctono: la Filosofía Electiva, también llamada ecléctica, que regirá a Varela y a todo el gran pensamiento cubano hasta hoy. Un movimiento intelectual similar se manifiesta en otras universidades del Imperio Español en América: urgía eliminar el escolasticismo y abrir paso a las ciencias. Lo que distingue a Cuba en ese movimiento latinoamericano es, hasta donde conozco, la adopción del criterio de autoctonía filosófica y la aparición de una figura intelectual de la talla de Varela.
Varela, un latinista tan completo que escribió siendo joven, por motivos pedagógicos y siguiendo el mecanismo de los silogismos escolásticos, el que es hasta ahora el único tratado de teología cubano[4], introdujo la enseñanza en castellano y se dedicó a crear laboratorios de física y a promover la epistemología que preconizaba la experiencia como fuente del conocimiento. Pero su interés iba más allá de la formación de sacerdotes y ciudadanos instruidos. Ya distante, en los Estados Unidos, publica El Habanero. Papel político, científico y literario. La intención literaria quedó solo en el poema italiano que encabezó siempre la publicación, pero en cuanto a la ciencia, hay cuatro artículos en los que Varela se refiere a la creación científica y tecnológica de entonces[5]. Quiere una Habana, una Cuba al día; se dedica a crear ciudadanos cultos capaces de construir una sociedad conectada con el progreso occidental. La curiosidad de Varela por las ciencias fue muy conocida por sus cercanos en la isla —publicó un artículo en la primera revista médica cubana[6]— y en los Estados Unidos, aunque todavía ahora apenas se sabe que fue el creador de dos inventos que fueron patentados a su nombre en Nueva York: una rueda de goma para los carruajes y un sistema para refrescar el aire en los hospitales[7]. Varela es el primer divulgador de la ciencia y la tecnología en Cuba. Pero además su propio pensamiento filosófico, que iba desde la teología hasta la sicología, sostenía esa apertura de la mente humana a todas las nuevas posibilidades del conocimiento del ser. El hombre crecía en saber y en poder, y Varela se sumaba al esfuerzo. Su amado Santo Tomás de Aquino sonreía desde el cielo.
Ese misma nueva y rotunda aventura del conocimiento abarcaba también a la sociedad, que despertaba del fracaso del absolutismo: el reconocimiento de la libertad del individuo, de los derechos de los pueblos, de la naturaleza del poder político. Este sacerdote dijo más de una vez que desde siempre se sintió un alma americana, esto es, un amante de la libertad. Iba así más lejos que su maestro Caballero, pues remitía al propio origen geográfico e histórico una fuente de carácter y de verdad. Por supuesto, nunca tuvo simpatías por los horrores de la Revolución Francesa ni por el ateísmo o el deísmo de sus líderes. Pero como Maritain, sabía que el bien y el mal se confunden con gran facilidad en la historia, y que hay que saber distinguir. Varela entendió con claridad que el despotismo, tanto el de un gobernante sobre su pueblo como el de una nación sobre otra, carecía de justificación y ofendía a Dios. Santo Tomás le apoyaba también en esta evidencia. Y si Tomás partía del principio de que no puede haber contradicción entre la fe y la razón, Varela considera que no hay contradicción entre la libertad y la fe: la fe es libertad, y la libertad fue dada por Dios. De ahí que su defensa de los valores políticos creados y defendidos por la Ilustración desconoce el individualismo roussoniano: la fantasía de los padres de familias que se unen para lograr el contrato social, renunciando a la curiosa libertad de sobrevivir aislados por las selvas y las cuevas. No hay un Hombre, un Ego que, congregado con otros Hombres Egos, crean una Sociedad. Varela sigue a Aristóteles y a la enseñanza secular de la Iglesia: el hombre es social por origen y por naturaleza. El contrato social es social, no personal ni familiar. Y una vez repudiado, como debe hacer el cristiano, cualquier despotismo, nos queda la obligación de ordenar la sociedad, para lo que los tiempos han concebido unos valores y unos institutos: la soberanía popular, la división de poderes, los derechos individuales. Es lo que defiende Varela como catedrático de la Constitución liberal española, y lo que practica como diputado a sus Cortes. Es lo que le obliga a votar, junto a la mayoría de los diputados, la incapacidad temporal de Fernando VII, que desoía y traicionaba la Constitución y se aliaba con los invasores franceses. Y esa coherencia, ya no ideológica sino práctica y personal, le gana la condena a muerte por el victorioso Fernando, déspota repugnante.
Maritain hubiese gozado la vida de este sacerdote y filósofo católico que convierte la fe en acción. Y ni hablar de su formidable batalla contra la Reforma, esto es, con el mundo protestante norteamericano. En las Cartas a Elpidio encontramos un resumen de esos debates en los que el cubano se enfrentaba a una discusión pública en inglés con unos avezados teólogos del bando reformista. Una capacidad dialéctica demoledora, una erudición brillantemente usada, y sobre todo, un humor que brotaba de la caridad, le garantizaba una defensa exitosa de la fe católica frente a sus adversarios. Hoy sabemos que esa contienda valeriana de los debates era solo un fragmento de una batalla colosal: más de trescientos artículos en inglés, en las más de diez publicaciones que él y sus colegas creaban en los Estados Unidos, y en los que sometía a un análisis puntual las tesis protestantes, comparándolas con las Escrituras. El fraude textual o hermenéutico era imposible con este sacerdote que, además de las lenguas bíblicas y el inglés que hablaba casi sin acento, manejaba el francés, el italiano, el portugués y el alemán; que leía y estudiaba la prensa de cualquier parte del mundo, y poseía una biblioteca teológica imponente. Varela fue un campeón de la fe católica frente a los errores de la Reforma. Muchas de sus observaciones siguen siendo útiles hoy. Esa lucha por la verdad se desplegaba además en un medio para nada académico, el Nueva York de las peleas callejeras de protestantes alemanes contra irlandeses católicos, en los Estados Unidos de los monasterios incendiados con monjas y niñas dentro. Aún estamos por conocer los reveladores detalles de esta cruzada suya por la integridad de la fe. Cualquier protestante agredía al sacerdote católico que iba al hospital a consolar a un enfermo; pero este agonista cristiano gozaba de los privilegios que le daba la insistencia en la caridad: era el único sacerdote católico neoyorkino admitido en los hospitales protestantes. Le habían visto, en la epidemia del cólera, con los enfermos. Y antes y después, no había día que no visitara un hospital.
Era el santo cubano, como lo calificó, siguiendo la voz popular, José Martí. En una transmisión de maestro a discípulo que hubiera envidiado un hinduísta o un budista —de Varela al filósofo José de la Luz, sobrino de Caballero, de Luz al poeta Rafael María de Mendive, mentor del adolescente Martí—, la búsqueda cubana de la libertad y los derechos del hombre se transforma en acción política elaborada, encarnada en el pueblo, y finalmente vencedora. Martí crea un partido político que declara un nuevo período de guerra independentista. Lo que Varela previó y deseó, la independencia de Cuba del dominio español, lo realiza Martí. Varela quería evitar la violencia, como se había logrado en la independencia de la América Central, pero los vicios peninsulares se impusieron para desgracia de ambos países: treinta años de conflicto y cientos de miles de muertos, la ruina del Imperio español a manos de los norteamericanos, y la creación de una república formalmente liberal bajo protectorado yanqui. Y el significativo daño mayor: la pérdida de Martí. Aunque ahí está también el Enlace. ¿Qué hubiera opinado Varela de un hombre de acción que ha logrado organizar y dirigir la indeseable, necesaria, inevitable guerra de independencia, y que escribe entonces en una carta: “En la cruz murió el hombre en un día; pero se ha de aprender a morir en la cruz todos los días”?[8] ¿Frase? ¿Retórica escandalosa de un político? Se trata de un escritor genial cuyo sitio normal en la época sería París. Un hombre de paz que detesta la violencia. ¿Qué hace muriendo violentamente entre guerreros, campesinos, negros, en una isla esclavizada y miserable? O es un caso de demencia, o más bien el individuo ha aprendido muy pronto, y ha practicado siempre, eso de morir diariamente en la cruz. Martí es una kenosis, un vaciamiento de sí mismo como solo se encuentra entre los místicos. Basta recorrer sus Cuadernos de apuntes para sospechar que la obra literaria de mérito universal que nos legó hubiera podido ser muy más, sin considerar el hecho de que murió en ese momento de plenitud intelectual y creativa que se manifiesta en sus Diarios de Campaña: José Lezama Lima los comparó con las Soledades de Góngora, pero en el otro extremo de las posibilidades de la lengua. El prodigioso escritor, el pensador atrevido se anula a sí mismo, ¿por vanidad? “Cristiano, pura y simplemente cristiano.— / Observancia rígida de la moral, —mejoramiento mío, ansia por el mejoramiento de todos, vida por el bien, mi sangre por la sangre de los demás” [9]. Martí fue el Habanero que quería Varela, y más. Nunca reconoció explícitamente a Cristo como Hijo de Dios y Dios mismo, rechazó cualquier adoración suya de Dios, aunque respetó la ajena, pero hizo lo que muy pocos intentan: se cristificó día a día. Su vida fue una Imitación de Cristo, incluso sin el auxilio de una comunidad, unos sacerdotes, unos rituales. A mi juicio, él podía prescindir de esos apoyos, porque gozaba del apoyo de un destino crucial. Insisto: la muerte en combate de Martí es solo el culmen de una actitud sacrificial que atraviesa toda su historia desde que, a los nueve años, decide luchar contra la injusticia. Otro elemento notable, que intensifica la calidad de su kenosis, es que no se trataba de un ánima ascética, de un apartado o negador del mundo: era un hombre sensual, un artista, un enamorado de las mujeres, una figura pública aclamada, un político exitoso, un ejecutivo que hubiera podido dirigir un banco en Nueva York. Amaba el mundo, pero jamás estuvo esclavizado ni siquiera a la vida: “Gocé una vez de tal suerte / que gocé cual nunca, cuando / la sentencia de mi muerte / leyó el alcaide llorando”[10]. El adolescente ya conoce lo que vale el mundo y se alegra de ser condenado a esa muerte que cree merecer por haber sido íntegro. Obsérvese que el alcaide llora, porque hay un extremo de injusticia que ni los abusadores pueden tolerar: el mundo y la vida tienen un valor, una bendición implícita. Sin embargo este hombre ama la Muerte Amiga, para morir al final y para morir todos los días, y eso lo coloca en una situación de invencibilidad frente al mundo y frente a la vida, como cualquier persona escogida para la santidad. Parecen pocos, pero son muchísimos más de los que podemos recordar, o reconocer.
Maritain reclama un humanismo heroico para una nueva cristiandad. Martí escribe, y lo que escribe lo vive: “¡No se vierta / Más sangre que la propia! ¡No se bata / Sino al que odie al amor! ¡Únjanse presto / soldados del amor los hombres todos! / ¡La tierra entera marcha a la conquista / de este rey y señor, que guarda el cielo!”[11]. El francés atiende a las ideas que deben guiar a los hombres: el cubano guía, con unas evidencias interiores asombrosas y únicas, a su pueblo en una dirección de amor. ¿Qué amor es este, que es rey y señor y es guardián del cielo? Obsérvese que Martí elude las mayúsculas para Amor, Rey, Señor, Cielo. Rechaza unas declaraciones de misticismo al uso, porque esa dimensión de amor de la que habla es amor real, práctico e incluso político. En él es el pan de cada día lo que otros necesitan como confesión de fe. ¿Gritar la fe o vivirla? Los versos que cito se publicaron sólo después de su muerte. Este genio de la palabra detesta ser hombre de palabras. Prefiere los actos. Él es el Homagno, el hombre grande en amor. Y aquí sí usa la mayúscula, pues se trata de un nombre propio, y porque el título, lejos de ser un caso de narcisismo, se erige como desafío. Maritain se salta el humanismo de la Era Romántica, tal vez porque fue el punto de despegue de la variante antropocéntrica: el liberalismo y el marxismo. Y del fascismo, con la doctrina del Superhombre. El Homagno —nótese que Martí acude al latín, la lengua católica, para crear este neologismo— es ante todo el Homagno generoso[12]. Martí, como Varela, fue un divulgador de la ciencia y la técnica[13], y celebró los avances del poder del hombre en su época, especialmente en el orden social. La miseria de la Edad Media ha quedado atrás, el hombre ha adquirido poder sobre la naturaleza y sobre sí mismo: se siente libre y capaz. Este proceso es legal e irresistible. El Homagno es suma y reflejo de la Creación, y asciende en la sombra mediante una conducta dolorosa, heroica y libertaria. Pero ante todo es generoso. Por eso es un libertador. El Homagno generoso es el opuesto del Superhombre nietzcheano, el prototipo de los fascistas de cualquier siglo. La generosidad de Martí no se limita a su kenosis, que ya es muchísimo. Ni tampoco a la lucha por el orden democrático, como veremos enseguida. Basta leer esas páginas en las que estudia y casi siempre celebra a tantas personalidades de su época, desde los yanquis o europeos famosos hasta los cubanos más humildes; o su epistolario, donde cada persona, cada combatiente político es asumido con penetrante amor. Incluso cuando tiene reservas sobre la persona, su comentario es siempre lúcido, justo. Cuando se encuentra con las extravagancias de un Oscar Wilde, atiende a sus méritos. Cuando confronta al general Gómez, lo hace con dolor y con respeto. Como a Varela, a Martí le interesan las personas concretas, las descifra, las defiende, intenta orientarlas; nunca son instrumentos de un proceso, el proceso es un instrumento para el crecimiento de la persona. El caso de haber perdonado y convertido en partidario suyo a un individuo que intentó envenenarlo, es la prueba de que el Homagno generoso estaba orientado por amor. “Soy pecador; pero no en mi manera de amar a los hombres”[14]. ¿Pecado contra sí mismo? ¿Contra Dios, por olvido o negligencia? El Superhombre anula la noción del pecado, y también los comunistas, para los que el bien y el mal dependen del interés de clase; para los liberales es un dato respetable y lejano. En el penúltimo poema de Versos Sencillos el poeta se denuncia abofeteado por los héroes de la primera guerra de independencia. Y otro dato importante: para Martí el sufrimiento es una calidad. “Oculto en mi pecho bravo / La pena que me lo hiere / El hijo de un pueblo esclavo / Vive por él, calla y muere”. Por pudor lo esconde, pero nunca lo esquiva. El Homagno es un dechado de valores cristianos. Original, poderoso. Maritain lo hubiese celebrado como un ejemplo del humanismo heroico que preconizara.
Ya haber creado el personaje literario Homagno constituye un punto importante del pensamiento humanista mundial, opuesto al Superhombre, al Superestado y a cualquier superioridad fuera del amor. Personaje literario que aparece en algunos poemas que nunca fueron publicados en vida del autor, ni siquiera revisados o terminados, algunos sólo bocetados, y que aun hoy pocos conocen. Este personaje es el autor mismo como lo confirma el conocimiento de su conducta personal y pública: “O nos condenan juntos / O nos salvamos los dos!”. Pero hay más. Como líder político Martí tenía como tarea primera la organización de una guerra para la independencia. Y la mayoría de sus compañeros, comenzando por los inevitables jefes militares de la guerra anterior, entendían esa tarea como puramente práctica, una gestión de recursos que se obtenía mediante organización, agitación y propaganda, algo para lo que el extraordinario orador estaría muy bien empleado. Así, los generales Gómez y Maceo lo emplearon, o eso creyeron, en su proyecto libertador de 1883, hasta que el supuesto empleado descubrió que se planeaba una aventura militar para implantar una dictadura: “Un pueblo no se funda, General, como se manda un campamento”[15]. Los generales denunciaron a Martí (“No me pongan en lo oscuro / a morir como un traidor”), pero pronto se encontraron con dos dificultades: que la mayoría de los independentistas pensaban como él, y que ellos dos carecían de apoyo, además de dotes de convocatoria y organización (y cómicamente, cada uno acabó denunciando al otro como dictador). En 1892 Martí organiza a esa mayoría en un Partido y los generales aparentemente se suman. Incluso en ese momento, Martí hubiera podido limitarse a la dirección política, obtenida por el voto secreto de los independentistas, con las ideas corrientes del mundo liberal de la época: independencia y libertades civiles. Pero el Homagno se manifiesta. La dictadura queda eliminada como meta pero también como procedimiento. El Partido es un modelo de democracia: clubes libres que votan en forma secreta, y anual, por sus dirigentes. Los militares escogen su jefatura entre ellos, por votación de los jefes, y estarán libres para su trabajo. Téngase en cuenta, para evaluar la pasión democrática del Homagno, que se está organizando una conspiración en territorio ajeno y que el espionaje de españoles y norteamericanos acecha a los independentistas. Excepto para el asunto de las armas y el desembarco, el Partido es un modelo de libertad y transparencia democrática. Ya en la guerra Martí se negará a la deriva militarista de los dos generales e impondrá la convocatoria a la Asamblea de Representantes, el órgano político ante la cual debe deponer la autoridad del Partido. Muere antes, pero la asamblea se reúne y crea un orden constitucional cuyo defecto es que el Homagno ni lo ha diseñado ni lo preside. El glorioso pensador y escritor se ha privado de escribir siquiera un proyecto de Constitución. ¿Alguien hubiera podido objetar una sola línea? Pero él desea que salga del pensamiento colectivo, para que sea real y eficaz. Era pecador, pero no en la manera de respetar a sus conciudadanos.
El Homagno sí debió de morir en el primer combate, sin haber disparado contra nadie. Porque su mayor sacrificio no fue la muerte violenta sino haber asumido, por la responsabilidad que da el amor, la violencia de los otros, absolutamente. Quiso que la guerra inevitable fuera rápida, para ahorrar sufrimientos a los otros, a los cubanos y también a los españoles —a costa de su propia vida. Pero para nosotros es inevitable querer que su muerte heroica se hubiese retrasado unas semanas, hasta el momento en que hubiera entrado en la Asamblea de Jimaguayú en las sabanas del Camagüey, aclamado por los líderes de la patria, de la ley y de la paz. Como el héroe y mártir de Jimaguayú, el Mayor General Ignacio Agramonte —discípulo de Luz, a su vez discípulo de Varela—, Martí está distante de la teoría de Rousseau sobre el Contrato Social. El hombre romántico cubano, Varela, Agramonte, Martí, reflexiona electivamente, como quería Caballero, y escoge del mundo liberal lo que le interesa, y lo reelabora con la propia frente en alto. No debe extrañarnos entonces que el Homagno proclame una fórmula del amor triunfante[16]. Qué extraño, ¿verdad? ¿Cuándo un líder político se atrevió, y para colmo al final de un importante discurso, a una declaración tan desmesurada, o tan ridícula? Si el contenido de esta fórmula se nos repite a los cubanos desde la escuela, y se puede leer en el papel constitucional de los comunistas, lo cierto es que estos términos de la declaración sospechosamente se ocultan. El contenido, dicho en lenguaje de suprema síntesis filosófica y popular, es este: con todos y para el bien de todos. El con todos resume y sobrepasa la consigna de las libertades civiles y la democracia liberal; la apelación al bien apunta, y sobrepasa igualmente, las consignas de la justicia social que empezaban a dominar en la época. La fusión de ambas proyecciones dista de ser un intento centrista, aunque no deja de serlo: el bien del amor destruye los antagonismos, propone una construcción social donde libertad y justicia coinciden para el momento y para el futuro sin ninguna restricción ideológica, ningún esquema político. Y véase que a la fórmula del amor se le añade un adjetivo: triunfante. ¿De qué batalla? De la de ellos, de los independentistas que escuchaban, y aclamaron, su discurso. Pues lo asombroso de estas declaraciones es que no se trata del sueño de un iluminado en su jardín: Martí recoge y eleva los sueños de unos cubanos dispuestos a dar la vida por lo que sueñan. Le oyen los que fueron soldados de Agramonte, que le han invitado. Le escucha, pues, la tradición cubana iniciada por Varela. Que asume las conquistas del pensamiento liberal pero está por encima de él, porque está por detrás y por delante de él. Para el pensamiento liberal una fórmula de amor qué puede ser sino cháchara. La cháchara es útil a veces para la demagogia y para nada más. El liberal corriente ama a su familia; cualquier otro amor afuera es para él por lo menos imposible, si no sospechosamente falso. Para desgracia de los demagogos, Martí era el Homagno que movía con su amor el amor de todos, porque él mismo salía del amor de ellos. Una lección de liderazgo que debiéramos estudiar y defender.
Por supuesto, liberales y comunistas coincidirán en la objeción de que esta fórmula, por sincera y política que fuese, carece de realidad. ¿Qué amor es ese y cómo puede ser algo más que oportuna consigna de época, para bautizados católicos? Martí propone una ley suprema de la república: nada menos que el culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre. Otra vez: los cubanos estamos aburridos de oír esas frases, y de leerlas en el documento dizque constitucional comunista. Interesante que esté ahí, porque demuestra que los comunistas no tienen idea de la frase que manipulan, y a la que se arriesgan. Como jurista, Martí, y los abogados que abundaban en su equipo político, sabían que la Ley Suprema es la Constitución de la República. El Partido se había fundado un 10 de abril, fecha de la Constitución de Guáimaro, creando una sucesión legal democrática. Pero de la misma manera que, a la hora de la realidad, se abstiene de escribir un proyecto de Constitución, Martí entiende que hay algo que debe estar por encima de toda ley y de toda especulación sobre la ley. Nunca la letra, sino el espíritu. El espíritu público del que hablara Varela. No el derecho escrito, sino el consuetudinario. Todo jurista sabe que es imposible y absurdo pretender legislarlo todo, y que la ley es impotente si los ciudadanos se excusan de cumplirla. Más: la ley siempre supone castigo por la violación de la ley; y el castigo difiere del amor. El Homagno habla entonces de una ley suprema no escrita, y que dicta cualquier ley sustantiva o adjetiva: el culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre. ¿Podemos, por favor, leer la frase y dejar de repetirla como un mantra inútil? El orador habla de un culto. De los cubanos. A una dignidad plena. Del hombre. Por partes: es un culto. Algo que debe ser vivido con una devoción: distinto, y por encima, de una militancia religiosa, filosófica o política. Ese culto no pretende erigirse como una religión universal. Es solo el culto de los cubanos, de esos cubanos, en primer término, que llenan la sala del orador. Los cubanos tendrían que creer y practicar ese culto y probarlo en la práctica de la historia. ¿Un culto a qué? A la dignidad plena del hombre. Obsérvese que no es sólo a la dignidad. Es a la dignidad plena, una dimensión que comienza por el ejercicio de los derechos civiles, pero que se deja abierta. Hoy, para evitar confusiones con el asunto del género, diríamos, sin error, que se trata de la dignidad plena del ser humano. ¿Es imposible ese culto, esa fe? ¿Habrá alguien que la defienda, como Martí, encarnándola, y a cualquier precio? ¿Es la elucubración de un poeta que quiso ser político y debiera haber sido sacerdote? Yo recomendaría a los cubanos que permanecen indiferentes a los cultos demoníacos actuales, creyendo la fantasía de que no hay ya culto alguno ni posible ni deseable; a los que admiten el precioso escenario y el inevitable poder de los devotos de la inteligencia artificial y de los suicidas en aras de las máquinas; a los que rechazan una república con todos porque desean un Reich para ultramillonarios vacacionando en Plutón, que se aparten de esas elucubraciones peligrosas y ridículas, y atiendan a esa cantidad de realidad que contiene la fórmula martiana: porque sin apego a la dignidad de la humana persona, no sobreviviremos.
La república es con todos porque todos somos igualmente dignos como humanos. Es para el bien de todos porque se trata de la dignidad plena, en marcha, discutible, siempre abierta. Cualquier intento de encerrarla en una solución definitiva atentaría contra su plenitud y también contra el todos. Por eso mismo el culto laico a la dignidad plena del hombre no es una religión. Es un estado de consenso popular que debe ser defendido por el todos a través de la educación, de la cívica y de la política, y erigido pues en costumbre, en derecho inculturado, consuetudinario. Y al mismo tiempo, consuena con lo mejor de todas las religiones. La Fórmula del Amor Triunfante es en efecto un triunfo del pensamiento político, armónica en sí misma, y de tal presencia en la realidad histórica, que aun sin haber sido cabalmente intentada y ni siquiera entendida, permanece en el pensamiento de los mejores cubanos de cualquier orientación política, religiosa o filosófica, y en el decisivo aprecio instintivo de los humildes, sin que ni siquiera su negación hipócrita durante la monarquía comunista haya logrado borrarla o negarla. No hemos podido con la Fórmula. Todos los días dudo de que podamos algún día. Pero permítanme subrayarles el dato: sus enemigos han fracasado aquí en línea durante ya más de cien años.
Maritain hubiera exultado con esta Fórmula. Él quería defendernos del humanismo antropocéntrico de comunistas, fascistas y liberales burgueses. Que no es humanismo, porque el hombre jamás será una autotelia. El humanismo contemporáneo es un producto cultural occidental nacido en el cristianismo y marcado por él. Con todos los méritos, pues el cristianismo es una religión donde un Hombre es Dios, desde la humildad de sufrir y morir como no más que un hombre, por todos los hombres. El cristianismo es en sí mismo un humanismo. ¿Existe un humanismo hinduista, hebreo, budista o islámico? Maritain diseñó unas vías, previó unos recursos, dictó conferencias para dejar atrás las miserias y errores de la cristiandad medieval y luchar por una nueva. Era su deber como filósofo. Pero la Realidad había engendrado ya un Homagno, donde el humanismo cristiano ni siquiera tiene que ser definido como teocéntrico. Si Varela defiende un humanismo teocéntrico iluminista, su descendencia va más allá. En Martí la referencia no es a Dios directamente, porque la relación con Dios tiene que estar libre, como ya vio Varela, y además trasciende el orden político y social, sino a la dignidad plena del ser humano, individual y colectivo, en la que el amor de Cristo puede y debe encarnar, puesto que Cristo es nuestra dignidad, ya no plena, sino absoluta y trascendente. Yo hablaría de un humanismo cristocéntrico, donde el valor del amor oriente y gobierne sin ninguna pretensión ni alarde, creando desde abajo y desde adentro, por la educación, la cívica y la cultura, la dinámica de la paz social y sus instituciones.
Veremos, en los próximos siglos, si los cubanos nos apeamos de esta gloria, o si la defendemos como hijos.
Camagüey, 11 de mayo de 2023.
150 aniversario de la caída del Mayor General Ignacio Agramonte.
(Texto escrito para la compilación Valores humanistas para Cuba democrática. Pensamiento de políticos, artistas e intelectuales cubanos del siglo XIX y XX, Cultura Democrática, 2023. Aparece además en el libro del autor Félix Varela hoy, Ediciones Memoria, 2024)
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Jacques Maritain, Humanismo integral. Problemas temporales y espirituales de una nueva cristiandad. Buenos Aires, 1966. Las citas siguientes proceden de la Advertencia, prólogo del autor. ↑
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José Martí, Obras Completas, Ciencias Sociales, La Habana 1975, tomo 14, p. 288. ↑
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Ibíd., tomo 12, P. 300. Nótese el casi. Frente al Cristo de Munkacsy, interpreta que: “estudió en su propia alma el misterio de la divinidad de nuestra naturaleza, y con el pincel y el espíritu libre, escribió que ¡lo divino está en lo humano!”. Pero enseguida añade: “tan segura está el alma de un tipo más bello fuera de esta vida, que el Cristo nuevo no parece enteramente hermoso”. Tomo 15, pp. 349 y 350. ↑
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Metafísica. Instituciones de Filosofía Ecléctica editadas para el uso de la juventud estudiosa. Publicado en 1812, cuando Varela aún no cumple 24 años, permaneció extraviado hasta 2006, cuando fue editado en latín y español por Ediciones Vitral, en Pinar del Río, Cuba. ↑
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“Ciencias Naturales. Temperatura del agua de mar a considerables profundidades”; “Acción del magnetismo sobre el titanio”; “Fenómeno observado por el profesor Silliman en el Chryoforo de Wollanston” y “Noticia de una máquina inventada para medir con la corredera lo que anda un buque”. Ver: El Habanero. Papel político, científico y literario. Ediciones Universal, Miami, Florida, 1997. ↑
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“Indicaciones sobre la mejora de los hospitales en climas cálidos”. En Revista Repertorio Médico Habanero. 1841 Mar; 1 (5): 68-71. ↑
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Ya el biógrafo Antonio Hernández Travieso en 1949 menciona el primero de esos inventos (El padre Varela, Ediciones Universal, Miami, 1984, p. 373). Están por publicarse las patentes de ambos. ↑
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José Martí, Obras Completas, Ciencias Sociales, La Habana 1975, tomo 20, p. 478. ↑
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Ibíd., tomo 21, p. 18. Y continúa: “he aquí la única religión, igual en todos los climas, igual en todas las sociedades, igual e innata en todos los corazones. // Cuando yo era niño, muy niño, la idea no adquirida de Dios se unía en mí a la idea adquirida de adoración. —Hoy, que se ha obrado en mí, por mí mismo, esta revolución que acato porque es natural, y me regocija porque deslinda y precisa, la idea de Dios ha sobrevivido a mis antiguas ideas, —la idea de adoración ha pasado para no volver jamás”. No se conoce la fecha del apunte. Acerca de la compleja religiosidad de Martí y especialmente sus vínculos con el cristianismo, puede verse mi conferencia Los hechos del Apóstol, Ediciones Homagno, 2020, passim. ↑
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Esta y las siguientes citas de Versos Sencillos, tomo 16, p. 63 y ss. ↑
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“Canto de otoño”, de Versos Libres. Ibíd., tomo 16, p. 146. ↑
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“Yugo y estrella”, tomo 16, p. 161. ↑
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Véase mi libro Hombre y tecnología en José Martí, Editorial Oriente, Santiago de Cuba, 2001, passim. ↑
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“Carta a Rafael Serra”, ibíd., tomo 20, p. 373. ↑
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Ibíd., tomo 1, p. 177. ↑
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Es el más importante discurso de Martí, conocido como “Con todos y para el bien de todos”, pronunciado en Tampa el 26 de noviembre de 1891, preámbulo de la creación del Partido Revolucionario Cubano. Había sido invitado por el club Ignacio Agramonte de esa ciudad. Ibíd., tomo 4, pp. 267-279. Sobre este discurso puede verse mi trabajo “Para un acuerdo de los cubanos”, en Palabra Pública, Ediciones Homagno, 2022. ↑