Ilustración generada con Grok 3.

Cuando nos dijeron no podíamos creerlo. ¿Cómo es que ese muchacho, José Julián, ha rechazado el plan de los generales Gómez y Maceo? Apenas sobrepasa los treinta. ¿Cómo se atreve a anunciar el fracaso de los que ganaron batallas por la fuerza del machete?

Pero sí, el joven tenía razón. Todavía faltaba mucho y él prefería hablar en plata, que es como hablan los que se dedican al oro de la acción efectiva.

Más tarde la guerra, sí, necesaria. Sin embargo, el muchacho, ya un hombre mayor de la Historia, nos advirtió que el triunfo no era todo, y que sería difícil, y que restaba mucho por hacer si queríamos una patria libre y próspera.

Con el triunfo la patria fue, al fin, República. Fuimos libres y prósperos, pero eso no fue todo, porque las repúblicas no son el fin, sino el comienzo de un nuevo tiempo de trabajo, en que el progreso debe marchar parejo a la justicia y la libertad no puede perder de vista al fanatismo.

Escogimos, en cambio, ser fanáticos. Nos embriagamos hasta el punto en que no vimos cómo la democracia pendía de un hilo, jalonada con violencia por todos. Tampoco vimos cómo surgía una nueva raza de tiranos, o cómo al Capitolio, de vez en cuando, le colgaban unas extrañas banderas rojas.

Claro que algunos lo vieron, y hasta lo escribieron y gritaron, pero como aquel documental muy posterior, nadie escuchaba.

Nadie, nunca, ha escuchado aquí. Vehementes y ciegos nos pusimos a hablar en una jerga revolucionaria. Luego, cuando el caos nos pareció suficiente hartazgo, intentamos arreglar las cosas con un papel muy bien redactado al que llamamos Constitución.

Una Constitución que algunos, de los que nunca escuchaban, echan de menos hoy. Un manual de optimismo que resultó una mala lectura de la realidad y que sirvió para un golpe de estado y una guerra civil.

Cuando el que ganó la guerra descendió de la montaña, nos pusimos en una larga fila para aplaudir. Cuando acabó con la propiedad privada, aplaudimos. Cuando fusiló a nuestros compatriotas desafectos, aplaudimos. Cuando se perdió la mantequilla y dejamos de producir azúcar, seguíamos ovacionándolo en la plaza, porque éramos, por encima de todo, un pueblo entero conquistando el futuro.

Un futuro luminoso, como el estallido de una katiusha sobre la noche de Luanda, en donde miles de cubanos debían morir para llevar el socialismo a África. El socialismo estaba a punto de morir en el mundo, pero nosotros nos empeñábamos en exportarlo más allá de los tropiezos.

Con los años no tuvimos una glasnot o una perestroika. Tuvimos un período de profunda crisis económica al que aceptamos llamar, como quien no quiere la cosa, especial.

Eso sí, el socialismo del siglo XXI nos prometía baños de petróleo venezolano.

Y nos bañamos y quedamos tan sucios que a muchos no nos quedó más remedio que emigrar, como fuera, tras la muerte del guerrillero.

Escapamos entonces a la tierra pródiga, donde otro vencedor, otro hombre de la montaña, otro guapo, nos resolvería la vida y de paso la de padres, abuelos, hijos, parientes y amigos que dejamos allá, en la isla del optimismo.

Una vez más nos pusimos a aplaudir. Y votamos en masa por la bestia rubia, que en poco tiempo nos traicionó y ninguneó. ¡Ecce homo!

Mientras tanto, en Cuba algunos siguen esperando el petróleo, da igual si chavista o eslavo, para encender el fogón y que inunde los cielos el aroma triunfal del picadillo.

Y así andamos, en entrambas orillas, en el contentamiento, en la bacanería irresponsable que nos tiraniza.

Pero nosotros seguimos sin creerlo.

José Julián, el pesimista, lo sabía:

“Yo no sirvo más que al deber, y con este seré siempre bastante poderoso”.

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