
Visitaba con mi amigo Eudel Cepero una feria internacional en La Habana, en el año noventa o algo después. Conversamos con un expositor de la Mitsubishi, que nos dijo que había nacido en España y que trabajaba en Alemania desde hacía veinte años. Le preguntamos si se sentía español o alemán. Me siento Mitsubishi, dijo.
En 2019, impartiendo aquel taller en casa de Tania Bruguera en la Habana Vieja, noté que había un joven al final del patio, de pie mientras los demás estaban sentados, que me miraba con lo que me pareció ironía.
Colaborador del adversario, pensé.
Un tiempo después apareció aquí en mi casa, enviado por mis amigos. Había nacido en la República Democrática Alemana, país cuyo nombre se decía que era el chiste político más breve del mundo. Este germano se había tomado el trabajo de visitarme en vez de disfrutar algún lugar notable de Camagüey, para expresarme su asombro de que un escritor fuera tan aldeano como para ignorar que los países habían desaparecido como la R. D. A., que el mundo era ya transnacional y que uno podía nacer en Bangladesh, estudiar en Londres, diplomarse en Harvard, casarse en México y hacer negocios en la Unión Europea.
Le respondí que no todos los ciudadanos del mundo tenían una obsesión con el nomadismo, a mi juicio una barbarie superada en los milenios.
A decir verdad, el joven era tan respetuoso como Beuys, que se sentía eurásico, y tan rígido como Kant, Hegel y Marx. Me daba gracia de que me hablara del fin de las nacionalidades, cuando me dirigía un discurso rubio, muy germánico —aunque tal vez no exento de dudas—. Se fue, y la muchacha que estaba presente en mi sala cuando él llegó, también abandonó la casa, después de agradecerme la defensa de su ser cubano frente aquella superioridad internacionalista absoluta.
Casi enseguida, el globo de la globalización estalló.
Vamos, que desde que leí “La Exposición de París” en La Edad de Oro, veo pasar los pueblos del mundo bajo los arcos de la torre Eiffel.
Los pueblos, tal como se ve en ese artículo, con su diversidad. No un sólo pueblo anglosajón o nipón anulando a Tagore en Calcuta.
Yo me reía de la globalización con la imagen de las vacas hindúes caminando por la calle Rosario en Camagüey. Tranquilamente, y hasta que yo mismo las liquidase con un cuchillo de cocina.
Porque la globalización no es lo mismo que la internacionalización del mundo, que empezó en Las Antillas en 1492, y que ha tenido más de un avatar dramático.
Ahora mismo estamos en uno de los peores.
La Segunda Guerra Mundial mundializó mínimamente al mundo. Demasiados horrores, no sólo de las internacionales fascista y comunista, sino sobre todo los del arma atómica, obligaron a las potencias victoriosas a retomar el propósito de la Sociedad de las Naciones de 1920 y pasar a una idea superior, la Organización de las Naciones Unidas. Obsérvese el cambio de nombre. Mientras que una sociedad puede o no mantenerse, y ciertamente a los nazis no les convino y a los soviéticos no les interesaba mucho, el terrible desorden de una guerra en todos los continentes con muchos más millones de muertos que la anterior —que en realidad no había tenido un carácter estrictamente mundial—, obligó a considerar la necesidad de algo más que un entendimiento por la paz, a una organización de todas las naciones del planeta que ya nunca podrían estar separadas, que estaban casi condenadas a estar unidas en el comercio y la responsabilidad para la solución de conflictos —o desaparecer en ellos—.
Este esquema estaba dinamitado por varios factores: la división del mundo en tres: las democracias liberales capitalistas, el socialismo soviético, enseguida ampliado a Europa Oriental y a Asia, y los países de capitalismo incipiente y dependiente y sin democracia funcional, con una tendencia a tratar de superar su miseria mediante una subordinación a los otros dos mundos superiores. En este Tercer Mundo aparecía además un fenómeno ya conocido pero que complicaba el consenso en una organización de este tipo: el fin del colonialismo daba paso a numerosas nuevas e impredecibles naciones en África y Asia. La misma ONU contribuyó a la creación de un estado nación en Palestina: Israel. Algunas naciones pasaron por divisiones no muy sorprendentes: la separación de Bangladesh y de Sri Lanka, por ejemplo. Otros intentos fracasaron: la secesión de Biafra. El Sudán se ha dividido en dos: los estados africanos surgieron de los intereses de las potencias coloniales y la redefinición de las fronteras es previsible. El fin de la Unión Soviética condujo al nacimiento de catorce nuevas naciones independientes, y aunque Chechenia no logró la independencia, y Tartastán al parecer sigue tranquilo, lo cierto es que la Federación Rusa, que se propone anular a Ucrania en una guerra inmoral, y reconquistar Moldavia, Georgia y Armenia, resulta ser un tinglado dudoso de regiones y naciones. China quiere recuperar por la fuerza a Taiwán, pero debe velar porque no se les escapen el Tibet y los uigures. Checos y eslovacos se separaron a su estilo, sin escándalo. Yugoslavia perdió el yugo violentamente, y se crearon naciones que han demostrado perfil y estabilidad. Los palestinos emergieron como nación, pero aún no logran conformar un estado viable y reconocido, tanto por la irresponsabilidad de sus líderes, dedicados últimamente al genocidio ajeno y propio, como por la dificultad de definir un territorio frente al adversario israelí. La nación kurda, repartida entre Turquía, Irak y Siria, parece imposibilitada de formar su propio estado sin una conmoción tremenda. Aún hoy Escocia y Cataluña, en la supuestamente madura Europa, poseen procesos independentistas.
Estos pocos datos bastarían para que la idea de una uniformización del mundo al margen de la realidad de las naciones fuera considerada un despropósito. Lo que hemos tenido desde 1946 es el estallido de las naciones. Y es un proceso en marcha, imposible de detener, y necesario.
Esta insurgencia de las naciones se comprende mal en América Latina, que es un área de estabilidad, pues aunque algunos conflictos siguen sin resolverse —como el de la reclamada salida al mar de Bolivia, las aspiraciones argentinas a las Malvinas o las venezolanas al Esequibo—, la dificultad mayor reside en los descendientes de los pueblos originales, que se consideran naciones con lengua y cultura apartes, pero que no poseen unos territorios separables y están incrustados en repúblicas de valores democráticos que ciertos líderes repudian, al tiempo que reciben sus beneficios de civilización. El rechazo masivo de los chilenos a renunciar a la república liberal para instaurar un supuesto estado multinacional políticamente amorfo y por lo tanto abierto a una dictadura, declara a mi juicio que las repúblicas latinoamericanas están firmes en la búsqueda de más bienestar y más democracia, incluyendo la participación de las culturas originales. No veo ninguna necesidad de que bolivianos, venezolanos y argentinos se distraigan de la construcción de países de democracia viable y progresista, con la proclamación de ambiciones territoriales. Confieso, desde luego, que soy cubano, nuestro país es un archipiélago bien definido, y homogéneo desde el punto de vista étnico, y la nación es plena en su área y en su pueblo, lo que tal vez me impide entender la pasión de esos conflictos. El hecho es que América Latina, que encabezó con los Estados Unidos el proceso de descolonización y la creación sucesiva de repúblicas liberales, ha formado naciones fuertes y brillantes, cuya diplomacia ha contribuido, desde la época de la Sociedad de las Naciones, a la búsqueda de un mundo pacífico y equilibrado. Costa Rica y Uruguay son hoy naciones modelo que tienen mucho que instruir a América y al mundo. Y aunque las diferencias culturales entre los pueblos latinoamericanos son patentes, no existe odio entre nosotros. Más bien nos sentimos comunes, y además, iberoamericanos. Es preciso recordar estas realidades incuestionables, porque nos permiten valorarnos con justicia y al mismo tiempo comprender y ayudar a resolver los conflictos de otras regiones y pueblos.
Pero al mismo tiempo que estallaban las naciones en la segunda mitad del siglo XX, se extendía el capitalismo por el mundializado mundo. Los países del socialismo estaban encerrados en su pretendida pureza, pero tanto los países del capitalismo avanzado como sus neocolonias y territorios ambiguos ansiosos de progreso, comenzaban un intercambio asombroso. La expansión de los medios de transporte y las comunicaciones impulsó un comercio cada vez más rico, y las tecnologías comenzaron no ya a ser transferidas de los ricos a los pobres, sino que empezaron a ser creadas en donde quiera gracias al fin del analfabetismo y la educación del pueblo en la cultura contemporánea. El capitalismo exitoso dejó de ser un privilegio de los que lo habían inaugurado. Tanto por razones de conveniencia —mano de obra barata, cercanía de los recursos y los mercados, libertad para la inversión y la repatriación de ganancias— como por perspicacia política, el capitalismo se extendió por todos los continentes, generando un asombro en la ciudad estado Singapur y los otros conocidos tigres asiáticos, que saltaban de la miseria al esplendor en pocas décadas, así como las potencias islámicas del petróleo, luego convertidas en emporio del turismo millonario. El fin de la Unión Soviética y el triunfo de la economía estatal de mercado en China proclamaron la victoria del modo de producción capitalista en el mundo. Sólo subsisten el socialismo ruinoso de Cuba y el fascismo de Corea del Norte. El capitalismo con democracia mediocre o inestable, o de deriva autoritaria o tiránica o teocrática, cubre la casi totalidad del globo. La tecnología es la misma y la forma de generar riqueza está basada en el capital y el mercado, a pesar de las diferencias culturales y políticas. Incluso en Cuba, unos acosados pequeños propietarios y comerciantes demuestran su superioridad frente al estatismo de gobernantes incapaces y violentos. En este momento de la historia no hay alternativa viable al capitalismo para la producción y distribución de la riqueza. El capitalismo no será eterno y ni siquiera se puede afirmar que es un modo óptimo de organización social, como tampoco lo es la democracia representativa. Pero ahora mismo, y como vía para el futuro, el capitalismo y la democracia son imprescriptibles. Las otras dos variantes, el socialismo y el fascismo, ya han fracasado, pero están y estarán ahí, como una tendencia natural al desastre, cada vez que el capitalismo y la democracia fallen para desgracia de los pueblos.
Por otro lado, el mundo mundializado es un mundo inevitablemente global. Ya esa palabra ha sido satanizada, desde luego. Se pueden demonizar los datos de la realidad, pero no hay Merlín que los desaparezca. No vivimos en la época en que a un europeo le resultaba indiferente lo que pasara en Malasia, si es que sabía que existiera algo por ahí. El uso desenfrenado de tecnologías contaminantes pone en peligro a todo el planeta. Incluso si no fuese el petróleo el causante del calentamiento global, por las dudas, y por el asco, la fealdad y el daño a la salud que genera la contaminación, habría que eliminarlo. Y si no se elimina globalmente, el problema se mantiene o se agrava. Por otro lado, la aspiración a la opulencia material, de la mayoría manipulada o más propiamente de una minoría enloquecida y abusadora, choca contra la limitación evidente del planeta. Hay un número de personas que pueden vivir en el planeta sin arruinarlo y con un nivel de riqueza y de calidad de vida de alguna manera limitado por él. La energía de fusión, el mundo cuántico, la Inteligencia Artificial y los nuevos imperialismos pueden robustecer peligrosamente la fantasía de la opulencia creciente y sin fin, inútil para el logro de la felicidad individual y colectiva, y que define además un ateísmo casi invencible, al afirmar la exclusividad de la vida terrenal, sin perspectiva de eternidad y de infinito, al límite de la no mortalidad obtenida artificialmente. Los datos de la realidad del planeta, mostrados hasta el aburrimiento, nos obligan al Límite, que no es una limitación sino una exigencia de la sobrevivencia y de la plenitud posible de la vida humana. Pero los poderosos dicen que no, que a ellos no se les puede poner ningún límite, que gobernarán sin fin sobre las máquinas eliminando población sobrante, como ya propuso Malthus. Son antiglobales, no quieren Naciones Unidas, sino Imperios. Ni siquiera quieren naciones sino Individuos, Emperadores, que son los que saben lo que hacen. Aquí y en Marte. Son superiores, como Adolfito con su bigotito antes de que los pueblos inferiores, por ejemplo el alemán, le obligaran a darse un tiro.
La reacción antiglobal, con sus persecuciones globales, sus histerias en múltiples idiomas, sus teorías de la conspiración internacionales, su Internet y su X sin incógnita de superioridad total y natural, sus exclusiones y descalificaciones organizadas en todo el conectado y maltratado planeta, verifican y reafirman la agenda planetaria. Que nace de la Realidad, del Creador, del Señor de la Historia.
El mismo mal espíritu de la globalización anglosajona nos impone ahora la agenda antiglobal, rusa, china y yanqui.
Un mundo multipolar… muy democrático: con tres o cuatro polos.
Y con pequeños y ridículos pueblos orientados hacia ellos.
El bigotito alemán, el puño italiano, el kamikaze samurai.
Ucrania no existe, Taiwán es mía, me hace falta Groenlandia.
¿Ellos nada más?
Recordemos la propuesta de la URSB.
¿Les recuerda otras siglas?
Unión de Repúblicas Socialistas Bolivarianas.
Con sede en Caracas por supuesto.
En La Habana gustó y no gustó.
Los que gustaron de la sigla fueron eliminados.
Porque incluso en las cabezas menos dotadas estas ideas imperialistas resultan fantásticas, incómodas.
Yo respeto mucho a Bolívar, pero no me simpatiza un tipo que chivateó a su propio maestro y de hecho lo llevó a la muerte.
Me quedo con José Martí.
Frente al globo de la globalización y la agenda antiglobal global —se me enreda la lengua—, está el planeta único e interconectado, dotado de una multitud de naciones.
La mayoría de ellas posee, al mismo tiempo, una idea nacional.
No necesariamente una doctrina nacional, aunque algunas la tienen y es atendible y mejor.
La idea nacional es la comunión entre los ciudadanos de esa nación.
No es posible, ni necesario, uniformizar esas comuniones.
Los cristianos sabemos que habrá un sólo Pueblo, pero sólo con Cristo como Rey. Lo de Rey es la metáfora tradicional, nada de coronas que no sean de espinas.
Y esa idea es ya una idea presente o latente en las naciones del Occidente global. Pero Occidente no es global.
En donde hay nación, hay comunión.
Hay entendimiento posible para la paz, hay pasado, presente y futuro compartidos, hay historias y canciones en donde nos reconocemos, hay solidaridad, hay fraternidad, hay amor de Dios.
A los individuos individuales socializados como antiglobales globales no les pueden gustar las ideas nacionales, y cuando proclaman la superioridad de la propia, en realidad están dañándola y haciéndola fracasar. Porque una comunión que ataca a otra comunión no es una comunión. Es espíritu de división interna, es demonio.
Y si miramos bien, las distintas comuniones llamadas naciones no están ni han estado nunca encerradas en su excelencia o su singularidad.
De Babilonia para acá, los imperios inevitables tendían a respetar la diversidad de comuniones, en aras de la estabilidad del dominio. Nunca lo lograban del todo. Porque hasta el pueblo más pequeño y más débil puede estar convencido de su identidad y de sus valores y defenderlos a cualquier precio.
Veamos el caso de Israel, cuya idea nacional se ha mantenido durante no menos de tres milenios.
Ahora la realidad nos dicta algo bastante mejor: el planeta unido en su diversidad, obligado a la convivencia, invitado a una fraternidad difícil pero posible.
Así que, haciendo uso de mi idea cubana, descaradamente propongo:
Mundo apolar, sin imperios ni superioridades individuales, donde cada ciudadano sea la Patria, y cada Patria, distinta y poderosa, sea Humanidad.