✍ Mario Ramírez
Queridísimo lector:
Mi nombre no es Jules Cortázar y a diferencia del belga-argentino, aborrezco los manuales de instrucciones.
Nunca intentaría, por ejemplo, instruirlos en la forma de pronunciar la ere gutural franchute, que para mí suena a pared descascarada, a muro construido con cemento de dudosa procedencia.
Sin embargo, comience por mirar el muro.
¿Qué ve?
Si la respuesta es una mancha informe como en un test de Rorschach, sepa que usted, querido, está enfermo.
¿Se asombra de mi sinceridad?
Adelante, pero el siguiente paso debería ser, para usted que me lee, asombrarse de que el muro esté allí, de que haya muro incluso cuando le estorba la luz, cuando ya usted ha visto en una pantalla conectada al muro que la luz es necesaria para vivir con dignidad.
¿Que qué es eso?
Haría falta otro manual para explicarlo, por ahora volvamos a la tarea que nos ocupa, que aborrezco por simple, por tan de manual.
Hay muchos tipos de muros. De concreto, de ladrillos, de cartones de huevos, cafeteras viejas, máquinas de coser, libretas de abastecimiento, cajas de pollo, zapatos gastados, ilusiones de viajes, sueños rotos y un largo etcétera donde se amontonan las materias de un extenuante muro… de muros.
Está la palabra murofobia, pero se refiere al miedo irracional y enfermizo a los ratones.
Están los ratones y el miedo irracional y la mancha que usted ve en la pared como una sombra enfermiza o —otros prefieren definirla así— como el apagón de la existencia.
Un muro es eso. El obstáculo al final de la caverna. El monolito que lo deja convertido en mono de Dios.
Si pega brinquitos frente al muro intente no saltarlo por completo. Un muro se hizo para ser, tarde o temprano, derribado.
¿Entiende?