Fotografía de Juan Pablo Estrada.

La humanidad no puede soportar demasiada realidad, dijo el poeta estadounidense T. S. Eliot, uno de los grandes del siglo XX. Su primera esposa había perdido la razón, así que tenía motivos personales para atreverse con tanto pensamiento. Desde luego, ese pasaje de uno de sus famosos Cuartetos va más allá de su circunstancia e incluso trasciende el poder cognoscitivo de la poesía. El humano es un ser que está en la realidad, como el mineral, las plantas y los animales, pero a diferencia de ellos sabe que está, y que además debe manejarla, y para manejarla eficazmente tiene que conocerla. Todo el progreso humano sale de esa inexplicable, al parecer innecesaria diferencia radical, y también toda su desgracia. No podemos averiguar cómo reaccionó el homínido ante semejante desafío. Tuvo que aprender a ejercer una individualidad, a ponerle nombre al otro y a responder al que le dedicaran, a hablar y a crear lenguas plenas, lo que sigue siendo un misterio insoluble. Sabemos sin embargo que el Sapiens pintó, y seguramente también narró, hizo música y cantó, y acabó creando la ciudad, la escritura y los cálculos. Los antepasados de Eliot ya reaccionaban como él, pero les faltaba el espanto que da la lucidez acumulada y traicionera. A fuerza de ser positivos y alegres, de dejarse llevar por el impulso vital, y por la solidaridad, la piedad y sobre todo la imaginación, los primeros humanos lograron un éxito asombroso en la tarea de conocer la realidad, determinar qué se podía comer y qué no, de qué manera convertir a la piedra en instrumento o en arma, cómo se podía controlar el fuego y para qué, adónde ir para mejorar la vida colectiva, cómo y por qué enterrar a sus muertos. Y la tarea ha continuado hasta hoy, cuando las posibilidades de conocer la realidad para soportarla o incluso vencerla parecen mayores que nunca.

Podría esperarse pues que el progreso científico nos ayudara a soportar la realidad más fácilmente. Pero en los últimos cien años ese presupuesto ha empezado a arruinarse, y aprisa. Cuando nací todavía no se hablaba sino de la Vía Láctea, y ahora el número de galaxias conocidas no nos cabe en la cabeza. Para el hombre del medioevo, nuestra especie era el centro del cosmos. Hoy sabemos que no hay ningún centro. La visión de la realidad física que nos aporta la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica está fuera del alcance de la mayoría, si es que alguien puede de veras verla; y de un universo tranquilo y homogéneo, donde cualquier fenómeno puede ser investigado y domeñado, hemos ido a parar a las evidencias de una explosión originaria sin fin que parará en muerte absoluta. La verdad es siempre imprescindible y útil, pero suele no ser agradable. Ahora bien, si el espanto se limitara a lo que está fuera de nosotros, tal vez pudiéramos pedirle a Eliot algún cuarteto que nos ayudara a soportarlo. Pero qué va, el desconcierto mayor viene de adentro. Los aztecas hablaban de una Serpiente Emplumada, que ahora ha perdido el glorioso pelaje. ¿Podemos constituirnos en objeto de estudio, como digamos lo son un árbol o una estrella? ¿Podemos estudiarnos sin mentiras? Ese es el presupuesto de las ciencias sociales. Pero aquí el objeto es el mismo sujeto cognoscente, y comienzan las dificultades para el criterio de objetividad de la verdad. No obstante, es imposible que no se necesiten e intenten las ciencias sociales, y esto que estoy escribiendo lo prueba, aun cuando yo no tenga la menor pretensión de ciencia, porque a todos nos concierne el conocimiento y la participación en la realidad humana. Imposible huir, desentenderse totalmente. De manera que los que habitamos el mundo convulso de 2025 heredamos una visión de la sociedad, del ser humano y de sus perspectivas, que ha sido elaborada durante siglos pero cuyos hitos fundamentales tienen apenas unos trescientos años. Estamos conformados por esas previsiones, intentamos confrontarlas o prolongarlas críticamente, pero no podemos escapar de ellas porque con ellas hemos construido el mundo social y personal en el que vivimos. Y al menos por ahora, no hay otro.

Por más de una razón debemos enfrentar la vida social racionalmente. Durante tres milenios alguna racionalidad utilitaria bastó para crear civilizaciones que han dejado huellas de esplendor. Pero la razón que urge ahora es la de la supervivencia. Los antropólogos afirman que en determinado momento el Sapiens fue tan escaso que pudo desaparecer, como ocurrió con nuestros primos los Neandertales. Ese peligro vino de afuera, del medio hostil o poco amigable, y parece que fue conjurado desde dentro. Pero ahora el peligro somos nosotros mismos. Cualquier político trastornado, y apenas habrá alguno que carezca de síntomas de demencia, puede hacer desaparecer a la humanidad cuando ya no pueda soportarse más a sí mismo. Los tecnólogos insisten en que estamos sobrando y que debemos dejarles el planeta a las máquinas, mucho más inteligentes que nosotros. ¿Usted ama a su mamá porque es inteligente o porque es su mamá? ¿Cómo sería una relación sexual muy inteligente? ¿Usted nunca ha sentido simpatía, incluso piedad, por una persona que no entiende lo que entiende usted? ¿Qué tipo de inteligencia es esa que cree que somos ahora más listos que aquellos que dijeron por primera vez: yo soy, tú eres, voy a morir, te amo? Pues bien, el misterio aquí es transparente: se trata de la inteligencia productiva, la que ha movido al humano para intentar imponerse sobre la realidad hostil, y que ahora se invierte y pretende dominar la realidad humana para desvirtuarla y llevarla al suicidio.

En los últimos trescientos años el humano logró sobrepasar a la naturaleza y empezó a diseñar la vida social sin más recursos que esa inteligencia sobrepasadora. Los resultados han sido brillantes; ya no estamos demasiado sometidos a la naturaleza, aunque seguiremos sin deshacernos de los sismos, los volcanes y las perturbaciones del clima. Y en el plano de la sociedad, hemos conocido las ventajas de la libertad de los individuos y de los grupos sociales, frente al despotismo y sus crímenes. Es muchísimo, y se lo debemos a una legión de genios, héroes y santos; y a pueblos enteros que han asumido la tarea. Pero ese mismo progreso civilizatorio, que jamás podrá elevarse a la condición de paraíso, está ahora en entredicho. Haber superado a la naturaleza nos pone en peligro de desbaratar su delicada armonía y morir con ella. Los derechos del individuo se han convertido en narcisismo, la libertad está en peligro muy señaladamente en los países que la crearon, la pobreza sigue siendo mayoritaria incluso en ellos, ningún pueblo está seguro de escapar de la guerra, ni siquiera de la guerra mundial, y cada pueblo parece tener ahora una guerra civil latente, una contradicción inconciliable de la mitad de los adultos contra la otra.

Un niño de la calle Paula en La Habana los miraría y dijera: pero si en realidad quieren lo mismo.

Vamos a intentar en esta columna, tratando de acercarnos a esa mirada, una idea del mundo y de la patria que respete la realidad íntegra del hombre, como nos enseñaron aquí mismo nuestros genios, nuestros héroes, nuestros santos.

1 comentario en «Idea y realidad»

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