
“Incluso si mañana, por las razones que sean, ustedes o sus jefes legalizaran y apoyaran a los medios libres, yo seguiré haciendo periodismo independiente”, le dije a aquel estupefacto agente de la Seguridad del Estado, que hacía solo segundos me había propuesto colaborar en los periódicos oficiales. El mismo agente, da igual el nombre, el cuerpo o la persona, que acosa a mis colegas y los obliga a renunciar. El mismo estado que convierte en leyes la censura y la represión. Los mismos medios que reproducen las mentiras del régimen y donde publican sus diatribas esa piara de lacayos que rubrican los mensajes del poder.
“¿Y qué entiendes por periodismo independiente?”, me preguntó tras la pausa forzada que es la señal inequívoca de que los has sacado del guion. “Es hacer periodismo sin depender de ningún gobierno”, le expliqué, “más allá de la conformidad o la contradicción…”. En ese instante, y con una suerte de improvisada omnipresencia, un segundo agente apareció para salvar del apuro a su curioso compañero. Como un relámpago se lanzó al discurso ideológico, plagado de lugares comunes, y tras casi una hora de cháchara se erguía orgulloso de sus argumentos: que si la tal independencia no existe, que si el dinero viene de dónde, que si el que paga ordena y el pagado obedece, que si… Desde luego, lo dejé terminar, y contesté sencillamente que sus razones podrían aplicarse al caso del régimen cubano y sus mecenas históricos, pero no al periodismo auténtico.
En realidad, mi respuesta se quedó, como la capacidad de los agentes para entenderme, corta. El periodismo independiente no admite ninguna influencia de tipo político, estatal o gubernamental. No responde a ningún activismo predeterminado, como no sea a la causa de la verdad objetiva y sin maquillajes. El periodismo fue independiente, ¡vaya perogrullada!, antes de que los periodistas se agruparan en medios y los partidos y gobiernos se percataran de la enorme potencialidad de estos para difundir sus ideas. Ahora, con el apogeo de las redes sociales y el alcance de internet, las noticias suelen llegar primero a la audiencia, sin pasar por los filtros convencionales y las tendencias de los periódicos.
Estamos, supuestamente, en la era de las democracias, y que exista un fenómeno como el periodismo independiente es un buen síntoma, pero si tenemos la necesidad de definir en independiente o no el periodismo, es quizás porque ese síntoma delata la enfermedad de nuestras prácticas democráticas. De este hecho parten muchas organizaciones encargadas de monitorear las libertades en las naciones contemporáneas: respetar y conservar en número los medios independientes son señales positivas para la emancipación de la prensa, el pensamiento crítico y la expresión de una sociedad. Saliendo por un momento de Cuba, hay que admitir el lamentable hecho de que el periodismo independiente parece estar en vías de extinción en cualquier parte.
El principal enemigo de la prensa libre es el autoritarismo. Cuando en otra época los dictadores simple y llanamente anulaban toda libertad de prensa, cayendo luego por el propio peso de esta medida, los actuales “dictadores de barrena” (spin dictators), como los llama el politólogo ruso-francés Serguei Guriev, han aprendido una estrategia que les garantiza un mayor tiempo en el poder y la posibilidad de influir, y por tanto enfermar, a las sociedades. Comprando, coaccionando y controlando mediante mecanismos estatales y jurídicos a los medios de prensa, consiguen manipular la verdad, torciéndola como en la acción de una barrena que horada las paredes. Y esas paredes son, lastimosamente, los pilares mismos de una sociedad democrática. Sólo así pueden explicarse los retrocesos abruptos en el camino hacia la democracia de ciertos países. Lo comprendieron a la perfección Chávez, en Venezuela; Erdogan, en Turquía; Putin, en Rusia; Orban, en Hungría o el caso de Polska Press, en Polonia, por citar los ejemplos más notables.
Pero no sólo en Europa oriental o los autoritarismos de Latinoamérica adolecen en este sentido. En Estados Unidos, los grandes emporios adquieren las cadenas de noticias, que a su vez devoran a los medios independientes, a pesar de que la rentabilidad de estos no se compara con sus principales negocios. ¿Para qué? Basta mencionar, para no extendernos en el comentario, la influencia de las empresas en las campañas electorales y en general en el rumbo de las administraciones políticas en ese país. A ello hay que sumar la acción dilatada de recopiladores de noticias como Facebook y Google, para entender cuán amenazado está el periodismo independiente. El Premio Nobel de la Paz, en 2021, fue un guiño, insuficiente, a este serio problema.
El caso de Cuba es aún más patético. Empeñados en el viejo modelo de dictadura, los monigotes de la continuidad apuestan por un inmovilismo y una cerrazón que acabará por liquidarlos en todos los planos. ¿Cuándo?, preguntan algunos. Ya lo estamos viendo, responden otros. Fidel Castro, siempre detrás del palo a pesar de sus aires de genio, abrió la década de los sesenta en Cuba con un renovado estalinismo, justo cuando el mundo señalaba con el dedo los crímenes de Stalin. Entre sus tantas traiciones al corazón de la patria, eliminar la independencia de los periódicos bastó para que a muchos se les agotara el entusiasmo revolucionario y se convencieran de que lo próximo sería lo trillado de las revoluciones frustradas: la guillotina y el terror.
La resurrección del periodismo independiente tendría que esperar casi cuarenta años, tras la primera de sucesivas crisis que seguimos padeciendo e inspirados por el efecto de la glasnost en la caída del régimen soviético. Durante algunos años, un envejecido Castro permitió que creciera esa raíz de libertad, mientras meditaba sus estratagemas venideras. Casi podría asegurarse que la táctica de apertura y barrena pasó por su cabeza; sin embargo, para esas aventuras hace falta juventud y un daimon menos arrogante. Luego de la Primavera Negra de 2003, los brotes fueron cortados pero la raíz continuó pululando bajo tierra. Su hermano, sin verdadera vocación para dictador, no pudo contenerla, y el sucesor de este ha tenido que lidiar con el auge del periodismo independiente, acudiendo a viejos y hoy ineficaces métodos.
¿Qué sigue? No lo sabemos, pero es muy probable que, superada la generación castrista, la continuidad adopte y adapte la realidad de sus dictaduras hermanas. En todo caso, para quienes nos obstinamos en hacer periodismo de manera independiente, para quienes nos leen y para aquellos políticos que aspiren a la democracia en Cuba, deben quedar claros el valor y la misión del periodismo independiente. Democracia es, en su definición más simple, diálogo, y en ese diálogo el periodismo independiente es un órgano vital. Cuando nos negamos a escuchar, o cuando suprimimos de la conversación aquello que no queremos escuchar, ya estamos condenados y condenamos a la sociedad. El soliloquio conduce a la insania, y el soliloquio del poder al caos. Tengo fe en que, por muy alta y ruidosa que sea la voz de los gobiernos, siempre alcanzarán los oídos para escuchar al solitario que habla por todos.
(Publicado originalmente en La Hora de Cuba, el 10 de octubre de 2022)