✍ Mario Ramírez
¿Y qué es una República? Me dijo la turista francesa, mientras clavaba su pupila azul en mi pupila…
Se hacía tarde, la ruta había sido extenuante y acabó por sublevar mis ánimos su idea de que la Revolución cubana fue el proceso legitimador de una República fallida.
Ella, venida del país del bluff revolucionario. Su pupila azul radiando y…
Antes de que soltara el próximo cliché termidoriano, le dije que no, compañerita, de ninguna manera la República soy yo, ni es usted, aunque le diera por tomar La Bastilla en una noche de absenta.
Tampoco existe la República de Cuba, pero permítame explicarle.
El archipiélago que los taínos llamaron Cubanacán y los españoles Juana, se convirtió el 10 de octubre de 1869 en la República de Cuba en Armas. Todavía éramos, políticamente, una provincia hispana, pero el empuje de los ideales patrióticos se impuso como realidad suprema.
El republicanismo es, lo sabe bien, hijo del patriotismo. Sin embargo, un hijo que debe abandonar pronto la teta de la Marianne libertaria y asumir el imperio de la ley, la justicia, la igualdad y el interés público como valores primordiales.
Difíciles de alcanzar en medio de una guerra.
No obstante, la Constitución de Guáimaro establecía en su artículo 24 que todos los habitantes de la República son enteramente libres.
Más que en Francia, el abogado Ignacio Agramonte debió pensar en Estados Unidos, la nación que había creado al ciudadano libre para envestirlo rápidamente con los poderes de la democracia.
En Guáimaro necesitábamos soldados, pero a Agramonte y otros se les ocurrió que esos soldados fueran los primeros ciudadanos de la nación. Y la idea se sostuvo y se llevó a cabo, constituciones por medio, durante todo el proceso independentista del XIX.
Cuando el 20 de mayo de 1902 se proclamó la República de Cuba, no había ni una veintena de gobiernos republicanos en el mundo.
España, la otrora metrópoli, había tenido su año republicano poco después de nuestro Guáimaro y lo intentaría en el XX unas décadas más tarde de nuestra independencia, con el saldo de un costoso fracaso y la vuelta a la monarquía.
En 1901, ya habíamos acordado la Constitución que encauzaría las libertades del ciudadano republicano en la isla. Una ley de leyes que cambiamos luego, en el ’40, bajo el influjo, por un lado, del republicanismo español de los años ’30 y su preocupación por la ciudadanía y, por otro, de la Revolución del ’33, año en el que parecía haber quedado claro que en Cuba no aceptaríamos la dictadura.
Fallamos en no entender a tiempo que no basta con cimentar las bases para la construcción de una sociedad democrática, sin fraguar en el período inmediato la madurez cívica, conductora y cuestionadora de la política en todo estado nación.
Con el proceso de 1959, la instauración del socialismo prosoviético y la Constitución antidemocrática del ’76, el país siguió siendo, nominalmente, República de Cuba.
¿¡Ah, ve!?, vuelve a encenderse la pupila, bajo el cielo que ya no es azul.
Sí, pero sólo nominalmente, madame.
¿Cómo es posible que un país afirme ser una república si no concibe la separación de los poderes políticos, si no fomenta la discusión social y el acuerdo ciudadano, si hace distinciones respecto de la profesión o no de una ideología, si en sus leyes contiene la censura y la privación de libertades y somete a la población mediante la obediencia incuestionable a un régimen autócrata?
En Cuba, el gobierno de la cosa pública no es accesible a todos.
Ya sé que el término puede ser ambiguo y que varía de una teoría sociopolítica a otra, pero en lo que respecta a mi país, durante las últimas seis décadas ha sido explícito que rige la tiranía.
Si en Cuba hay justicia y los cubanos somos iguales ante la ley, que la torre Eiffel me atreviese, como su mirada, la pupila ennegrecida.
Final épico… saludos.