Ilustración de José Luis de Cárdenas.

No, no estoy contra el diálogo. Por si la dislexia te jugó una mala pasada, escribí en el título de esta reflexión “diágolo”, y no diálogo. Me refiero a un antecedente funesto: el de la plaza de Tlatelolco, en México, 1968, cuando unos estudiantes que pedían dialogar con el gobierno recibieron como respuesta, según contó la escritora Elena Poniatowska, “culatazos y macanazos” y la extraordinaria frase de los represores: “¡Tengan su diágolo!”. Policías acémilas que no sabían decir bien la palabra diálogo, y que probablemente ni conocieran su significado, llevaron a cabo una de las mayores masacres de manifestantes civiles en el siglo XX. Obvio, los policías sólo eran el brazo ejecutor de un gobierno que, aunque pronunciara la palabra con sus tres sílabas rompientes, no conocía ni quería conocer lo que significa dialogar.

Y ustedes tampoco lo saben.

Ustedes, los que malgobiernan y erosionan mi patria, no lo saben, como quedó claro tras la “orden de combate” y los “culatazos y macanazos” y centenares de presos que generaron los sucesos del 11 de julio de 2021.

Pero ustedes, los que se dicen defensores de la libertad de Cuba y condenan desde el exilio la lucidez de un patriota excarcelado que llama a la reconciliación nacional y al diálogo, ustedes, mis queridos, no lo saben.

Los que aún están aquí y hablan de negociar, pero no dialogar, como si negociar no fuera una forma de diálogo, y aborrecen el perdón como si, más que el futuro bienestar de Cuba, les interesara una venganza edmundodantesca, ustedes no es que no lo sepan, es que no quieren saberlo.

Para dialogar hacen falta al menos dos, y como ven ya aquí he citado a tres, o cuatro si contamos a los que, como José Daniel Ferrer, creemos en el posible diálogo y acuerdo de los cubanos. El asunto no es nuevo. Desde la garganta desgarrada de Félix Varela en sus diálogos de Cortes, pasando por los años de prédica y concilio de Martí y su con todos y para el bien de todos como propuesta cubana en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, los más sublimes hijos de esta isla han creído en esa fórmula pacífica hasta el agotamiento. En cambio, la mayoría de nosotros ha llegado al agotamiento y al hastío antes de intentar el diálogo. Preferible escapar a ponerse a construir un país que se cae a pedazos. Preferible convocar a la violencia desde la comodidad de un sofá en Coral Gables. Preferible ser cínicos en lugar de escuchar lo que propone el otro, que, por muy distinto, es la primera condición para el diálogo.

Entiéndase bien, no me refiero a que vayamos armados con dudosos walkie-talkies para comunicarnos sin interrupción en una misma frecuencia. Por muy encendidas que tengamos las mentes, el diálogo es humo si no pensamos en llegar a un pacto entre nuestras innumerables diferencias. De momento, sabemos que hay una porción de cubanos viles que quieren obligarnos al “diágolo” y al silencio de la cárcel, pero, entre los que sí estamos dispuestos a dialogar y convenir para Cuba, ¿existe ya un ágora?

La palabra tiene un poder, es un poder. Durante demasiado tiempo la palabra en Cuba ha sido secuestrada y viciada hasta la deformación violenta. Es hora de que nuestra palabra se escuche por encima de la consigna vocinglera y mentirosa de las ideologías, y no se me ocurre una mejor manera de alzar la voz, sin perder la razón, que el diálogo plural, átono y si tiene que serlo, por qué no, escandaloso, de todos y cada uno de nosotros, para el bien de la patria.

He dicho.

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