
El tema constitucional es recurrente entre nosotros. En Camagüey y en La Habana, en Miami y en Harvard, en Santa Clara o en Madrid unos cubanos se preguntan una y otra vez cómo es que pudiéramos convivir como personas, con todos y para el bien de todos. Es más que evidente que no tenemos nada de eso ahora, que no lo hemos tenido cabalmente nunca en más de un siglo de intentos, y que no podemos seguir soportando un modo de inconvivencia anormal, que no se corresponde con el nivel de cultura y de experiencia de nuestro pueblo, y que traiciona la voluntad expresa de nuestros padres fundadores. Un día nos enteramos a medias de que un albañil se ha muerto en una huelga de hambre demandando que le mejoraran los grilletes. José Martí fue un prisionero político.
Todavía lo tenemos preso.
No hay pues manera de eludir el asunto. Hay que pensar, hay que considerarlo, aun cuando uno no sea un especialista en Derecho Constitucional. La cívica es patrimonio de todos, del con todos, no de los especialistas en ciencias ni mucho menos de los políticos. Los políticos actúan siempre en el margen de lucidez que tiene la sociedad. No suelen ser demasiado lúcidos, ni tienen por qué serlo. El político es un empleado a sueldo de la sociedad, no un maestro ni un guía iluminado, salvo excepciones. La que sí tiene que ser todo lo lúcida que se pueda es la propia sociedad, o el político le aumentará las sombras. Incluso si aparece el guía iluminado, como ocurrió entre nosotros con Martí, poco o nada logrará si las conciencias están a oscuras. No en balde Martí soñaba con ser maestro de campesinos, no presidente. Y la lucidez de la sociedad se hace en el contraste de luz y sombra de la inteligencia y los intereses de todos. El más infeliz tiene que tener derecho a opinar, a sugerir. El más inteligente tiene que ceder ante la voluntad mayoritaria y esperar con modestia y sacrificio a que sus criterios sean reconocidos como ciertos y encarnados en esa voluntad, aun cuando se haya perdido la esperanza de que el milagro ocurra. Situado entre ambos extremos, me atrevo al acto de fe de opinar. Ojalá pudiera abstenerme. Y ojalá no nos dejen solos, y me refuten, y pensemos mejor.
En lo que me atañe, como camagüeyano he tenido siempre el orgullo de saberme parte de la tradición civilista local, generada por la existencia de la Real Audiencia en Puerto Príncipe durante la colonia, y por el civilismo de Ignacio Agramonte y Salvador Cisneros, que determinó nuestra primera Constitución en Guáimaro. En el Plan de Fernandina, Martí desembarcaba con Gómez por la costa sur de Camagüey: Gómez encontraría su vieja tropa, y Martí a los líderes civiles que necesitaba para darle forma a la República. Cuando murió, Martí se dirigía con Gómez hacia Camagüey para reunir el parlamento en armas y darle forma, probablemente constitucional, a la nación en ciernes. No apunto estos datos para reclamar una autoridad a mis opiniones, sino para explicar por qué un escritor está ocupándose de estos asuntos. Si hay un escritor que se está ocupando de estos asuntos es porque la tal tradición sigue viva, y vale la pena cultivarla.
Pero contrariamente a lo que pudiera esperarse por este preámbulo, mi intención está lejos de sumarme a lo que llamaría el mito constitucional cubano (y latinoamericano). Antes de estudiar algunas asignaturas de derecho en la Universidad de Camagüey a fines de los ochenta, como parte de un intento de convertirme en jurista por la libre, yo también era un ciego admirador de la Constitución de 1940. Dos veces se habían firmado, en mi terruño, las más admirables actas nacionales: la que nos convertía en un país liberal, cuando la metrópoli seguía encadenada a la Edad Media, y la que nos fundaba definitivamente como una nación moderna. Pero cuando en 1995 escuché una conferencia de Monseñor de Céspedes y García-Menocal que defendía la conveniencia de restaurar la Constitución del cuarenta, me di cuenta que estaba claramente en contra.
Constitución no es estado de derecho, y lo que importa es el estado de derecho real, práctico y comprobable en la vida diaria por los ciudadanos, no una constitución. La primera constitución histórica es la Carta Magna inglesa de 1215. Ningún país más atento a las formas, y sobre todo a las legales, que Gran Bretaña, pero en ese país no existe ninguna constitución escrita. Por el contrario, América Latina ha vivido redactando y promulgando constituciones de puro papel: Perú y Ecuador han tenido más de veinte, sin que por eso haya existido nunca un verdadero estado de derecho: libertades restringidas o nulas, corrupción generalizada, injusticia social, desorden público, golpes de estado de derecha, revoluciones de izquierda, dictaduras de cualquier color, retraso social permanente. No sólo Cuba ha tenido hermosas constituciones, la de Alfaro en Ecuador dicen que fue una joya. Pero la plena vigencia del estado de derecho, tal como soñaron Bolívar o Martí, sigue pendiente.
Los partidarios del mito constitucional latinoamericano olvidan que una constitución es un pacto, no un proyecto. La Carta Magna inglesa fue el acuerdo entre un rey débil y unos barones que no querían coronar al otro. Establecía derechos perfectamente posibles y parcialmente existentes: que la Iglesia eligiera sus funcionarios sin la intervención real y que se acabaran los abusos del rey en la vida económica, entre otros. La única libertad digamos contemporánea establecida en esa Carta era la de comerciar, y la de entrar y salir libremente del país (en Cuba vivimos, pues, en 1214). La legislación inglesa fue incorporando poco a poco, durante ochocientos años, las libertades posibles, prácticamente sin retroceso alguno. Todavía podemos esperar que eliminen la monarquía decorativa, aunque costosa, y que Escocia e Irlanda del Norte sean repúblicas independientes. Parece que no les apura, pueden tardar otros ocho siglos. Están interesados en vivir como quieren, de acuerdo a sus tradiciones, no en cumplir modelos ajenos y puramente ideológicos.
Restablecer la Constitución de 1940 en Cuba sería precisamente un acto ideológico que pudiera ser muy contraproducente. Está claro que los órganos de poder no pueden ser restablecidos de inmediato, ni siquiera el judicial. Pero lo decisivo es que su promulgación, lejos de permitirnos implantar un pleno estado de derecho, nos dejaría sin la más leve sombra de él. Porque toda la legislación cubana actual responde más o menos a la Constitución de 1976. Se dice que uno de los problemas de la Constitución del 40 fue la ausencia de una legislación complementaria. Bueno, la del 76 tiene una elaborada legislación adjetiva que puede no gustarnos en todo o en parte, pero que rige. Y que es incompatible en casi todos los puntos con la del 40. Se daría pues el caso de que la inmensa mayoría de las leyes del país serían inconstitucionales. O lo que es lo mismo, con la Constitución del 40 el país se quedaría sin leyes por décadas. O nuevamente sería una Constitución que no rige por falta de legislación complementaria.
Sería imposible garantizar el orden en una situación tal. Fijémonos, por ejemplo, en un asunto del que no se habla pero que está peligrosamente en la bandeja: la propiedad inmobiliaria. Rigiendo la Constitución del cuarenta, todas las confiscaciones de las casas de los emigrados quedarían anuladas. Un ciudadano que tiene ahora una de esas casas, sea cual sea su opinión política o condición social, pierde su propiedad. Un pueblo que subsiste en cuarterías y casas ruinosas, se encontraría pagando un alquiler a unos extranjeros, o durmiendo bajo el puente, si alcanzan. Semejante injusticia no debe ser intentada nunca, bajo pena de que millones de ciudadanos salgan a la calle a derrocar al gobierno (y yo, que soy propietario de mi casa, entre ellos). Y este es sólo uno de los escenarios de riesgo previsibles. Dudo que algún actor político, individual o colectivo, cualquiera sea su orientación doctrinal, pueda atreverse, desde el sillón del poder, a dejar sin leyes al país que tiene que gobernar.
¿Qué hacer pues? ¿Vivir sin Constitución, proclamar una ley fundamental redactada en un gabinete, como la odiosa Ley Constitucional batistiana de 1952, o continuar con la actual? Sin Constitución no debemos vivir, porque no somos ingleses. Se necesita algún marco legal general, o resignarnos a la anarquía o la dictadura. Redactar una ley de leyes privada, es decir, de grupo, ya se ha hecho por Payá[1], pero tendría que ser sometida a un debate nacional, lo que significa tiempo y recursos. ¿Lo tendremos? ¿Vale la pena? Téngase en cuenta que cualquier Constitución cubana, después de la de 1976, exigirá un referendo, no sólo porque esa Constitución fue aprobada así, y la próxima, si alardea de democrática, tendrá que remontarse sobre ese nivel, sino justamente porque si queremos que la Constitución contribuya a crear el estado de derecho, se necesita la participación popular, pero no la de asambleas que aprueban todo lo que se les pone por delante, sino por el contrario la que supone contradicción y lucha para generar un pacto social efectivo. ¿Cuánto tiempo se necesita para que la sociedad adquiera el nivel de participación cívica imprescindible que garantice una discusión profunda y práctica del marco constitucional, de manera que se cree un estado de derecho cubano estable? ¿O habrá que aprobar una ley fundamental muy breve, sólo la llamada parte dogmática, la que establece los derechos fundamentales, en espera de que podamos llegar al nivel de la Constitución, aunque con el riesgo de que pueda facilitar cualquier libretazo?
La otra posibilidad es recomendada por algunos especialistas: continuar con la Constitución actual, reformándola lenta y eficazmente. Esta vía me resulta simpática, lo confieso. No soy revolucionario, sino partidario de cambios para mejor, pacíficos y ordenados. Pero más allá de mi criterio personal, creo que esta posibilidad es más real que las otras, y también más eficaz. Más real porque, sean cuales sean las personas que hereden al actual régimen, le resultará imposible gobernar con el marco legal vigente. Un jurista oficioso definió el artículo constitucional que define los poderes del jefe de Estado y de Gobierno como un homenaje al Comandante en Jefe. Echarse encima semejantes facultades, teniendo en cuenta la crítica situación del país, parece por lo menos impráctico, y si hay un ambicioso que le guste, tengo la impresión de que lo pagará caro, aunque por poco tiempo. La gerontocracia ha caído también en el mito constitucional y aprobado una enmienda que hace eterno el orden social de hoy, de manera que las generaciones futuras tendrán que atenerse al pánico de enfrentarse con fantasmas en una sesión parlamentaria de espiritismo. Pero el país necesita cambios que suponen modificaciones constitucionales, aun sin abandonar el marco ideológico socialista. Una vez que un grupo de poder comience esos cambios para mejor, comprobables en la vida diaria por la ciudadanía ―si se devuelve la tierra a los campesinos y las tiendas a los comerciantes, habrá enseguida mercados repletos―, se superará el síndrome de inmovilidad constitucional y legal y se creará el hábito de mejorar la vida mediante la Constitución y la ley. Y esta experiencia práctica de mejorar la vida con la ley, es lo único que puede garantizarnos la creación de un estado de derecho que asegure una vida mejorada.
Pero de una u otra manera lo que importará siempre es la construcción del estado de derecho, y en este proceso la existencia de un texto constitucional suficiente tendrá que ser el final de una etapa, no el inicio. Martí nos propuso la clave: el culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre. De tanto trajinar la frase, incluso en la actual Constitución, hemos llegado a considerarla una mentira piadosa más. Fijémonos que Martí habla de un culto. No de una ley, ni de unas instituciones: de un culto, es decir, de un respeto entendido al nivel máximo, y a un nivel práctico y personal. Martí, que era jurista, sabía perfectamente que el derecho efectivo parte del derecho consuetudinario, el derecho establecido en las costumbres. Eso es lo que hace innecesaria una Constitución en Gran Bretaña. Y es lo que en Cuba nunca hubo del todo, y menos hoy. Mis vecinos de enfrente ignoraban, hasta que leyeron una reclamación mía a las autoridades, que el domicilio del cubano es inviolable y que ese derecho está garantido por la actual Constitución. Unos inspectores del Ministerio de Salud Pública intentan entrar a la fuerza en los domicilios, incluso buscan a un policía. Una panadería asfixia a los vecinos con su chimenea, pero estos no se quejan, aunque de ninguna manera les está prohibido hacerlo y aunque puedan revertir la situación mediante la queja ciudadana o el tribunal. Ir a un juicio en defensa del propio derecho garantizado por las leyes vigentes, resulta para los cubanos actuales una perspectiva terrorífica. Ni siquiera se atreven a ser testigos a su propio favor. La televisión pone unos spots que dicen: reclame sus derechos. Se refiere a los del consumidor o usuario, desde luego. ¡A tal ausencia del culto hemos llegado! Ninguna ley, ninguna institución, ningún grupo o líder por razonable que sea, logrará prosperar entre nosotros mientras la mayor parte del pueblo siga sin la convicción de que es sujeto de derecho y que puede ejercer y exigir el culto a su dignidad personal.
¿Cómo lograr, entonces, una recuperación del derecho consuetudinario cubano que nos permita erigir un estado de derecho, cómo comenzar el culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre? Algunas características del socialismo real local pudieran ayudarnos. A diferencia digamos de la Unión Soviética, donde la Nomenclatura disponía de la inmensa riqueza del país como una refinada aristocracia burguesa, la Nomenclatura cubana, fuera de la cúpula, es tan pobre que cualquier cubanoamericano de Miami tiene mejor casa con piscina, mejor jardín, y mejor carro, por no hablar de las libertades. En determinado momento los miembros de la Nomenclatura pueden verse tan cerca del ciudadano común, y tan necesitados de seguridad personal y de libertades, que el pacto social y la recuperación del derecho en las costumbres pueda hacerse si no fácil, por lo menos posible. Desaparecida la cúpula, todo nomenclado estará a merced del otro y del pueblo, sin la legitimidad de los antiguos éxitos militares y con la carga de los fracasos presentes, con muy pocas opciones para imponerse por la violencia, y enfrentando a una oposición curtida, exitosa en su obstinación y en todo caso por fracasar, lo que exigirá un pacto entre ellos, y entre ellos y el pueblo. Es verdad que la recuperación de la libertad económica puede conducir a una diferenciación social rápida y marcada, pero los actores políticos pueden y deben prever este peligro para que la realidad de la igualdad ante la ley permita la recuperación de la noción de derecho en la parte activa del pueblo: les conviene. Pero aun si esta previsión fracasa, juzgo poco probable que se forme una oligarquía tan estrecha como la actual Nomenclatura criolla, y desde luego sin ninguna de sus prerrogativas. Cuando las personas empiecen a establecer relaciones contractuales libres entre sí y con el Estado, aunque sólo sea para manejar una finca o establecer una tienda, verán que en efecto, son sujeto de derecho. El proceso será contradictorio y difícil, pero la realidad de la igualdad y la posibilidad de mejorar con la ley pueden ayudar a recuperar la noción del derecho en la inmensa mayoría del pueblo.
Por otro lado, la formación del estado de derecho se efectúa más allá de la esfera de los actos, en las mentes. Cuba tiene ahora un pueblo instruido, aunque compuesto por analfabetos funcionales, puesto que la mayoría no leen ni escriben, o leen solo los periódicos oficiales, o escriben solo textos mal redactados y sin ortografía en el ejercicio de sus profesiones; pero esta situación sí es reversible en poco tiempo. La libertad de expresión, y por lo tanto de pensar, permitirá que estas personas alfabetizadas se enteren muy rápido de todo lo que necesitan saber para enderezar sus vidas, si es que quieren; y tendrán que querer, porque los sucesos en la esfera de los actos les impactarán. Dijo Gómez que el cubano o no llega, o se pasa: no quieren llegar todavía, pero luego se pasarán. Habrá un estallido de información y de opciones que al menos los jóvenes aprovecharán de inmediato, y que arrastrará a todos. De hecho, este proceso ha comenzado ya, y esta revista dirigida y escrita por jóvenes es el mejor de los ejemplos. Y también este debate en el que estoy participando. Poco a poco iremos ejerciendo, con los errores y debilidades que son inherentes a la persona humana, todos los derechos. El demagogo, el maestro del pueblo, será sustituido rápidamente por los maestros surgidos del pueblo. Las escuelas y los medios de difusión habrán de promover el conocimiento de la cívica, pero lo que decidirá será el ejercicio cívico personal real. Todo el que haga valer un derecho estará educando al pueblo en materia de derecho, y contribuyendo al estado de derecho naciente. Cuando el cubano le coja el gusto a litigar, a negociar y a triunfar con la ley, la dictadura habrá muerto para siempre en nuestras mentes y desaparecerá de nuestra historia.
Cuba posee, además, el más oportuno de los magisterios en materia de derecho público. Hemos aspirado desde el comienzo nada menos que a la dignidad plena del hombre, lo que sitúa nuestra aspiración a un nivel insuperable, y que algunos intelectuales de la política consideran excesiva para un pueblo tan menor y tan fracasado. No es que vayamos a alcanzar un día la definitiva dignidad plena, sino que esa es una tarea estratégica y permanente. Cada generación planteará sus exigencias y se esforzará en cumplirlas. Una Constitución que proclama ese objetivo y después niega las libertades más elementales, tiene que ser denunciada como un risible, inadmisible fraude: pero cuidado, no nos confundamos: el objetivo en sí no es un fraude. Si aún creemos que esas palabras son muy grandes para un país tan pequeño, enterémonos por fin de que ese mismo hombre nos dijo lo mismo con una sencillez popular, absoluta, evangélica: con todos y para el bien de todos. Esa es la fórmula de la democracia y el derecho cubanos. No hay que aplastarse en Washington ni en Moscú, ni en París ni en Teherán, ni en Beijín ni en Caracas. Hay que arrodillarse en Santa Ifigenia, y pedir perdón.
Porque Martí, además de darnos las orientaciones correctas en el nivel de la filosofía y del discurso políticos, hizo todavía algo mejor: nos dio el ejemplo de la praxis efectiva. Aquel 19 de mayo se encontró con Bartolomé Masó en Dos Ríos, a quien había llamado a conferencia. Martí estaba organizando el proceso que debía culminar con la Asamblea de Camagüey. El hecho de que esa Asamblea finalmente se reuniera en Jimaguayú, significa que su propósito no era la locura de un líder, de un abrigo neoyorquino vacío y repleto de aire tormentoso, sino una necesidad colectiva lealmente interpretada. Martí se reunió con Masó, y no dijo nada, y Masó fue electo vicepresidente y después presidente de la República en Armas; luego fue candidato a la presidencia en las primeras elecciones de la República. O lo que es lo mismo, Martí estaba contando con lo que siempre había señalado: los factores concretos del país. Había escogido el sitio correcto: Camagüey, y uno de los líderes reconocidos. Ninguna ambición personal en este hombre que había aceptado salir del país para servir mejor y con dolorosa humildad, y para no molestar a los dos jefes militares de la insurrección. Pero lo más importante es esto: este líder civil, que fundó un Partido para que la insurrección tuviera desde su origen un carácter político y no militar, y que fundó ese partido un 10 de abril, fecha de la Constitución de Guáimaro, estableciendo así la continuidad de un proceso, nunca escribió un proyecto de Constitución, ni recomendó más que un principio: el ejército, libre; y el país, representado. Formas, dijo, caben muchas; pero lo que importa es el espíritu. Este genio nunca nos impuso nada, nunca quiso establecer recetas ni fórmulas, jamás usó su superioridad evidente para limitarnos, para sustituir o bloquear la voluntad y la capacidad colectivas: por el contrario, se remitió e incluso se sometió a ellas. En Dios confío en que no hemos de ser tan torpes como para que el espíritu que nos congregue por fin con todos para el bien de todos, deje de darnos las formas por las que, reunidos otra vez en Guáimaro, los nuevos padres de la patria firmarán el Acta del consenso que ha de gobernar a los cubanos en los próximos siglos.
(Escrito el 12 de agosto de 2010 y publicado originalmente en la revista independiente La Hora de Cuba, versión impresa)
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Oswaldo Payá Sardiñas, fundador del Movimiento Cristiano de Liberación en Cuba y principal promotor del Proyecto Varela, fallecido en circunstancias sospechosas en 2012. ↑