Ilustración de José Alberto Hernández.

Un fantasma recorre, no el continente donde el comunismo fue perseguido y perseguidor, sino el mundo entero, corporizándose en las formas más absurdas. En el caso de Cuba, a la zaga siempre de sus hombres y mujeres de genio, del avance mundial y el pensamiento, el desfasaje nos pasó factura. Fuimos independentistas cuando ya toda la América hispana había sido estremecida por los truenos de Bolívar, republicanos cuando la aspiración del naciente siglo era alcanzar a las potencias que en poco tiempo se repartirían el planeta, comunistas cuando Jruschov desenterraba las raíces pútridas de Stalin.

Hemos hecho demasiado caso a criaturas mediocres, caudillos y politiqueros, mientras nos esforzamos en empañar las ideas madres con exotismos que no se aplican a nuestra realidad. ¿Cómo es posible que Félix Varela, un sacerdote católico cubano, se haya burlado del error de Hegel y nosotros, un siglo después, adoptemos la teoría de Marx, perpetuador del desatino? ¿En qué cabeza cabe desestimar las ideas de Ignacio Agramonte, que combatió el estatismo proponiendo una fórmula hoy en la palestra de los liberales moderados? ¿Cómo dejamos morir al ser universal que fue José Martí? ¿Cuán sordos estuvimos para no oír los clamores de Manuel Márquez Sterling, Fernando Ortiz, Jorge Mañach, Gastón Baquero…?

Alemanes y rusos llenaron las testas calentadas por el trópico y un visigodo, de apellido Castro, se erigió en Robespierre. Cuba, que nació de arrancarse la cadena española, fue francesa en el refinamiento decimonónico, yanqui en el pragmatismo republicano y más tarde soviética, sin llegar a asimilar, salvo en la superficie, ninguno de estos sistemas. En el légamo formador del cubano han convivido, al unísono, la ensarta de juicios que negó Martí en su vindicación patriótica y la raíz profunda que encalló esa amorosa defensa. Estábamos entonces y seguimos estando, divididos: independencia o autonomía, liberalismo o conservadurismo, revolución o reacción, hasta que la guillotina del partido único y totalitario nos acabó dividiendo también físicamente: exilio o insilio.

Sin embargo, no hay razones para dejarse aplastar por el pesimismo en un país que apenas saboreó la libertad y cuya independencia sólo fue posible ciento veinte años antes, exactamente un día como hoy. De las latencias sombrías del ser cubano pueden extraerse luminosos valores, como esa suerte de apertura cósmica insular, que contrasta con la cerrazón del latinoamericano habitante del istmo y que nos ha curado durante toda nuestra historia del patriotismo maniqueo. Ese talante ecuménico, naturaleza y costumbre de un archipiélago que fue el puerto más importante del Nuevo Mundo, es en gran parte responsable del carácter solar del cubano, una ganancia adelantada en el cumplimiento de nuestro destino.

Lo que nos ha malogrado invariablemente es el olvido de ese sol autóctono que brilla con luz propia dentro de la isla. A los Soles y Rayos de Bolívar, del santiaguero Heredia, prefiero el vitral del cubano americano Walter Betancourt en el teatro de Velasco, Holguín: un sol que se alza majestuoso sobre el Pico Turquino. Que lo diga yo, un cubano enraizado en el interior del país, importa poco. Díganlo mejor el que Cuba fuera añorada como colonia por las mayores potencias —incluida la Alemania de Bismarck— y respetada como república —en su momento, la decimonovena en constituirse en el mundo. Dígalo el exilio que rechazó la dictadura castrista y construyó una ciudad moderna, ucronía de la Cuba perdida, sobre la ciénaga de los Everglades.

En cuanto a la dilación cubana en sacudirse el comunismo, he allí la proeza del 11 de julio pasado, que vino a confirmar nuestras sospechas: en Cuba se intenta lo que en ningún otro sitio, la salida desde abajo, desde el fondo, de la raíz democrática del 20 de mayo de 1902. El pueblo construye la república, no un gobierno foráneo ni un claustro de militarotes. Fue siempre esa la propuesta de los hombres de pueblo que nos negamos a escuchar, por cuya negación volvemos una y otra vez al punto de partida que demarca esta fecha.

Por eso, cuando leo los documentos públicos y las declaraciones de la política digna que se hace desde la oposición cubana, me sigue sorprendiendo el exotismo ideológico que las sustenta y la ausencia en ellas de las ideas de estos hombres. Cuba no es Polonia, ni Checoslovaquia, ni la RDA, mucho menos la Rusia que cambió el maquillaje despótico. En Cuba hay otros factores, otra historia, otro carisma, otras ideas. En Cuba, por algún tiempo, supimos qué es la libertad. No se trata de entender cómo otros salieron del comunismo, sino cómo llegamos nosotros a él, y para ello es buena la república que conmemoramos hoy los que aún confiamos en la restauración. Ya sé, de sobra, que no atenderéis mis demandas, pero si alguna autoridad, algún designio de este día, inspira el rumbo de sus empresas, les pido recordar al que ofreció su vida para alcanzar este anhelo: “Los políticos nacionales han de reemplazar a los políticos exóticos. Injértese en nuestras repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas”.

(Publicado originalmente en La Hora de Cuba, el 20 de mayo de 2022. Este texto forma parte del libro del autor, La condición cívica, Ediciones Memoria, 2023)

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