Ilustración de José Luis de Cárdenas.

Ahora que el régimen ha vuelto a ensalzar, con el difícil premio de la cárcel, la inmensa dignidad de dos líderes cubanos, sería justo hablar de esa dimensión humana que los nacidos en esta isla nos negamos a practicar, incluso cuando nos alejamos del monstruo que en apariencia nos la ha mutilado. Me refiero a la política, esa que casi todo el mundo rehúye por problemática, por impura, por emitir siempre un tufo de presidio, insoportable aun para los que vivimos en la colonia penitenciaria que es Cuba.

Mientras el cubano promedio se va desbocado a oír lo que un youtuber famoso tiene que contar superficialmente de su país, José Daniel Ferrer y Félix Navarro, dos líderes de los que apenas ha escuchado o pretende no oír, son devueltos a prisión. Porque el cubano, mondo y lirondo, naufraga en el estrecho de su realidad entre miles de Escilas y Caribdis, desde el “yo no me meto en política”, hasta el “estás preso y no lo sabes”. De no meterse en política están hechos los caminos al infierno. En cuanto a estar preso y no saberlo, es de las peores aberraciones que un ser humano, la criatura más libre de la Creación, ha podido imaginar.

Habría que comenzar por decir que lo que la mayoría de las personas llama política es en realidad civismo, participación ciudadana, simple y llano derecho a pensar, opinar o actuar por el bienestar de la sociedad donde se vive. La conducta cívica es más propiamente un vector que nos impele a todos, y que, desde luego, puede conducir a la política, como en los casos del activista Ferrer, convertido con los años en el líder del partido opositor Unión Patriótica de Cuba, o de Navarro, el profesor de Física al frente del Partido por la Democracia “Pedro Luis Boitel”.

¿Significa esto que de cualquiera que organice un partido puede decirse que hace política? Pues no. Aunque el diccionario de la RAE no diferencia mucho los términos, la política se distancia de la cívica al pasar de la preocupación por los asuntos públicos, al manejo de estos. Si la cívica es el sentido, la política es la conducción de esos asuntos que debieran desvelarnos como ciudadanos. Pero la cosa no para ahí. Para que la política sea tal, los hombres y mujeres políticos deben tener representatividad. Esto es, contar —en número y cuento— con un grupo de representados, de personas que se identifican con lo que ellos proponen para mejorar la sociedad o, de ser necesario, transformarla.

Por ejemplo, cuando el ingeniero especializado en equipos de Electromedicina, Oswaldo Payá, reunió 11 000 firmas de otros ciudadanos para proponer cambios sistémicos en la Cuba de 2012, estaba rompiendo con décadas de monopolio estatal sobre la actividad política, acudiendo, en realidad, a un acto puramente cívico.

Muy contrario es el caso de quienes, desde una militancia en el Partido Comunista —único legalmente establecido y permitido en Cuba—, contando con una representatividad mentirosa y sobornada, apenas se ocupan de comportarse como personas cívicas, entes enajenados de los problemas sociales, corrompidos y perpetuadores de la corrupción política del país.

En este ínterin demasiado largo, el cubano sigue ejerciendo su pasividad como una inercia que lo arrastra por la vida en un interminable desfile del primero de mayo. Consignas vacías, banderas que no simbolizan nada, colores deslucidos para un pueblo que insiste en decir, como quien no quiere la cosa, que no se mete en política, cuando lo cierto es que la política, la mala política, está metida en el pueblo como un cáncer degradante.

Gastón Baquero pensaba que ni siquiera Martí, “con ser Martí quien era y con poder lo que podía, hubiese logrado modificar en gran cosa la sustancia difícil del cubano y la situación trágica de nuestra historia”. Más de medio siglo después no creemos que cien personas extraordinarias como Martí puedan arreglar el problema de Cuba, que sobrepasa la pelea cotidiana de los asuntos públicos y tiene como punto de partida la ausencia total de libertad.

Pero he allí el asunto en el que, sin ser Martí, personas como Payá, Ferrer, Navarro y otros cientos que han cumplido o cumplen años de prisión política entienden a cabalidad: la sustancia difícil del cubano no puede resolverse con los facilismos de coser y cantar que entonan, desde otras orillas, algunos hermanos del exilio. No puede entenderse la situación de Cuba desde el lente obnubilante de las ideologías o pretenderse que nuestra tragedia sea canónica, por muy parecida que haya sido en el modo y los efectos a las de otras naciones.

Es tiempo de mirar hacia Cuba, hacia el verdadero ser del cubano de hoy, sus voliciones, sus anhelos, su psicología, para desenredar la enmarañada madeja de su sustancia y emprender la política buena, la que tiene a lo cubano en el centro de sus estatutos. Para eso hay que empezar por amar a un pueblo cuya experiencia con las dictaduras no ha conseguido extirparle el fanatismo o el mesianismo. Sólo entonces puede llegar, quien se dedique a hacer una política cubana, a la conversión de la tragedia en sacrificio, aunque muchas veces el sacrificio sea personal y madure en una celda. Soy de la opinión de que, entre nosotros, hay mucha gente intentándolo.

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