Fotografía de Juan Pablo Estrada.

Usted maneja el interruptor y se disgusta: el apagón otra vez. Y si enciende el bombillo, se asusta: pronto llegará el apagón. En cualquier país latinoamericano encender o apagar un aparato eléctrico es una rutina invisible. No se concibe que pueda fallar. De noche, las capitales resplandecen.

Desde luego, Ignacio Agramonte no manejaba interruptores. La electricidad era un descubrimiento de la física, algo misterioso que durante casi un siglo se estudiaba, sin que se supiera en qué consistía. Ahora tampoco lo sabemos demasiado bien, pero la civilización global depende de esa energía de una manera escandalosa. Si la perdiésemos totalmente, regresaríamos a la barbarie en muy poco tiempo.

El padre Félix Varela es conocido entre los cubanos cultos por haber introducido la ciencia de su tiempo en el Seminario San Carlos. Muy pocos saben que, además de divulgar el conocimiento científico, también lo hizo con la tecnología, en su periódico El Habanero. Era una publicación independentista, y por eso, tenía que tener en sus páginas ciencia, tecnología y literatura. Este último propósito no llegó a cumplirse, aunque todos los ejemplares del periódico comenzaban con un poema en italiano referente a la idea de la patria. Esa idea pedía ciencia, tecnología, poesía, teología, filosofía, cultura. Cuba es una nación imaginada por un sacerdote que tocaba el violín. Y que patentó dos inventos suyos en los Estados Unidos.

Agramonte, príncipe de la democracia cubana, es un genio interrupto. Si hubiese sido nuestro primer presidente electo, la historia de América fuera otra. Le dejo al Señor de la Historia todo el bien que no ha ocurrido y todo el mal que ocurre y que Él puede convertir finalmente en bien. En el tema que nos ocupa, la sucesión heráldica de la idea de la patria la recibe y consuma José Martí.

El vínculo entre Varela y Martí es uno de los pilares de la nación cubana. Todavía estamos por entenderlo cabalmente. A mi juicio, se proyectará en los siglos venideros por la acción de nosotros, unos pocos y orillados discípulos. Y por el sueño activo de nuestro pueblo, que sigue atento a esos nombres.

La idea eléctrica es de Martí.

Escribo esta frase para provocar las sonrisas irónicas de la gente al día.

La gente al día, que domina el mundo, es gente que está por debajo de los siglos, y desaparecerá con su ignorancia sin dejar utilidad alguna para el mundo, junto con los otros disparates propios de este mundo y de cualquier día.

Martí estaba por sobre el día corriente, pero al día en todo lo que el día ensayase para el progreso humano.

Me disculpan los que conocen mi libro Hombre y tecnología en José Martí (Ciencias Sociales, La Habana, 2001). A los que no, probablemente la mayoría de nuestros lectores, les informo que en ese libro queda demostrado y estudiado el hecho de que el Apóstol fue nuestro tecnólogo original, y que en su condición de periodista divulgó todo el progreso tecnológico de la época, en el marco de una idea para el inicio del capitalismo autóctono y democrático en América Latina.

Martí fue un estudioso de la Electrotecnia.

No existe una sola dirección de la Electrotecnia de su época que no fuera mencionada y divulgada por Martí, en sus artículos de la revista La América, en los años de 1883-1884.

Incluso menciona una de esas direcciones luego abandonadas. Durante la investigación para ese libro dudé de si esa estufa termoeléctrica que mencionaba, pudiera ser un fraude de la época. En un párrafo cualquiera de un libro contemporáneo sobre Electrotecnia, encontré que el fenómeno físico es real y que esas estufas perdieron la competencia.

Como también la perdieron, durante más de un siglo, en las ruedas de los vehículos con motor de combustión interna, los coches eléctricos descritos por Martí.

La revista La América se vendía en Cuba, y especialmente en Puerto Príncipe, en la calle San Martín, a unas cuadras de donde escribo.

Antes de que tuviéramos República, ya teníamos un Tecnólogo.

Martí caminaba por la calle de Nueva York donde Edison había instalado el primer alumbrado eléctrico del mundo, el 4 de septiembre de 1882. Admiró a Edison, escribió sobre él.

Y el alumbrado público se estrenó para los cubanos en Cárdenas, el 7 de septiembre de 1889, por la Compañía de Electricidad de esa ciudad, iniciativa de empresarios locales impulsada por el cubano Gumersindo Lanza. La ingeniería y la técnica eran suministradas por una conocida empresa de Boston. Inmediatamente La Habana instaló un alumbrado, y luego las restantes grandes ciudades hasta 1897. En 1890 se inauguraba en Matanzas y Puerto Príncipe.

Cuba iba a la vanguardia de Iberoamérica. Ni siquiera España tenía cuatro ciudades con alumbrado eléctrico en 1890.

Martí sabía para quiénes escribía.

La República, con todas sus limitaciones y perversiones, electrificó a Cuba de San Antonio a Maisí, en menos de cincuenta años.

Recuerdo las luces intermitentes, como móviles, de la marquesina del cine Encanto en esta ciudad. Los anuncios lumínicos de la calle San Rafael en La Habana.

Y aún al final de los sesenta, la propaganda de la Tricontinental en todo el cuerpo del Habana Libre.

Pero ya teníamos apagones, y cada vez más apagones.

En los años setenta nos sentábamos en la calle, de noche, alumbrados por decenas de apestosos mechones de gas.

Cierto, la corriente era cara antes del ‘59. Muchos se las veían difícil para pagar. Y les cortaban el servicio. El descontento era tan grande que Eduardo Chibás le protestó al Tribunal Supremo por el precio que el monopolio yanqui le cobraba al pueblo. Pero no había apagones. El sistema funcionaba establemente en todas las ciudades y en muchas áreas rurales.

La necesidad de resolver el drama de la falta de electricidad, resultado de la apropiación de las empresas yanquis, generó una iniciativa gubernamental que parece convenientemente olvidada hoy.

En la década del ochenta comienza a intentarse la electrificación perfecta de un país sin petróleo propio, y sin posibilidad de adquirirlo, al precio de entonces, en el mercado mundial. La regalía del petróleo soviético, abundantísimo, no bastaba. Tampoco las distintas instalaciones de producción de energía. Y no hay ríos para hidroeléctricas. La única opción era represar el Toa, y gracias a Dios ese desastre ecológico fue evitado.

El programa del Moncada había proclamado como fines la democracia política y la justicia social. Y de paso, la industrialización del país. La democracia fue eliminada definitivamente, y lo que el gobernante definía como justicia sin consultar con nadie, exigía la industrialización.

Pero sin la Industria Básica, como se llamaba entonces a la que generaba la electricidad, no podía haber industrialización.

Escucho al pueblo quejarse de los apagones como si el problema fuera tener corriente en casa.

Desde luego que eso es imprescindible, y lo necesitamos con el nivel de consumo eléctrico que exige la vida contemporánea. Que funcionen los ventiladores y los aires acondicionados en nuestro eterno y demoledor verano.

Pero el asunto es más grave: sin electricidad suficiente no puede haber ni industria ni agricultura ni servicios ni progreso económico alguno en ningún país.

La falta de electricidad paraliza la producción, por no hablar de la inversión.

Y sin producción ni inversión el país está muerto, sin un centavo.

Y no podemos pagar ni el petróleo, ni las instalaciones generadoras, ni ninguna otra tecnología.

Un círculo vicioso en el que parece que el país se hunde sin remedio.

Pero en los ochentas, con esos tutores soviéticos que todavía no habían querido enterarse de que el petróleo fácil se les acababa y que el socialismo era una ruina, el gobernante imaginó el futuro luminoso, con bombillos todavía no ahorradores, de cuatro centrales nucleares en nuestro país: la conocida de Juraguá, otra en Moa, ya directamente conectada a la siderurgia prometida por el campo socialista en Moa, otra en La Habana para que luciese la capital y sus propagandas, y tal vez otra en Pinar, por si la capital exageraba su consumo.

Nunca supimos cuál era el fundamento de este optimismo, cuál era el precio del uranio, a dónde irían los residuos radioactivos, quiénes manejarían esas tecnologías peligrosas —que ahora sabemos que eran además desastrosas—, ni cómo se enfrentaría la circunstancia geopolítica del manejo del uranio en un país que no había firmado el Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares, y vecino de los que sí firmaron y de los Estados Unidos de América.

Ya saben, lo de Juraguá es hoy una ciudad fantasma y un domo que sepulta un reactor nuclear que costó mil millones de dólares.

Es asombroso que después de este sonadísimo fracaso, magnífico para un país que desaparecería con un accidente en una central nuclear dirigida por gente incapaz de manejar un ferrocarril, todas las ambiciones de aplicar la ciencia y la tecnología para resolver el problema de la electricidad cubana se esfumó sin explicación.

En época de desastre, la inteligencia salva.

Pero qué va, si no íbamos a tener centrales nucleares ni siderurgias del Consejo de Ayuda Mutua Económica, porque ese ministerio de las colonias se había desmerengado también, entonces para qué.

Ya la idea eléctrica no era suficientemente grande.

Comenzaba la Era del Remiendo. De las soluciones a corto plazo, que ni el corto plazo resolvían. Del combustible regalado, cuando nos lo quieran regalar. Del petróleo nacional con azufre, brutalidad a la que someten a unas centrales que ni siquiera pueden recibir los mantenimientos y reparaciones indispensables, incluso cuando funcionan con un combustible de calidad.

Petróleo, petróleo. Ni en el archipiélago ni en el Golfo.

Aunque la sociedad Cubasolar existe desde 1994, los paneles y el biogás salvadores nulos.

La producción de azúcar de caña produce bagazo, la base para la producción de etanol, combustible alternativo o complementario que Brasil ha explotado responsablemente y con éxito desde los ochentas. Aquí nunca se intentó, y ya ni caña hay.

Algunos parques eólicos, sin importancia.

Nunca he oído hablar de la energía mareomotriz, aunque tenemos mar por todas partes.

¿El país de Varela y de Martí, profetas de la tecnología, se ha quedado sin tecnólogos?

No, Dios no se muda.

Pero buena parte de nuestros mejores científicos y tecnólogos, en todas las áreas, se ha visto obligada a emigrar. Nadie tiene por qué renunciar a ejercer los dones excepcionales que recibió de Dios y que cultivó con su esfuerzo, porque haya un elenco de incapaces ignorando y bloqueando toda iniciativa práctica y técnica, que depende siempre de las condiciones de la economía y de la política. Muchos de esos técnicos han sido útiles y han triunfado en el exilio, otros no, pero no se les puede negar el derecho a negarse a la destrucción voluntaria del talento y de la vida.

Respeto a los que se han quedado y hacen lo que pueden, y a los técnicos y obreros que están sometidos a más presión que la de sus calderas. Gracias a ellos sobrevivimos.

Tengo fe en los más jóvenes, que están recibiendo una experiencia contundente. Ojalá triunfen en grande, permaneciendo en la patria como genios y como salvadores de nuestra civilización.

Cuba puede y debe volver a aquella época en que teníamos ferrocarril, alumbrado, radio y televisión a la altura de los países más creativos.

Cuba debe y puede retornar a sus dos profetas, Varela y Martí, incluso en el plano de la tecnología.

En cuanto al mayor general Ignacio Agramonte y Loynaz, nunca tuvo otra electricidad sino la energía de su machete.

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