
Hablamos de este delegado el 15 de diciembre pasado, fecha de su natalicio que ocurrió en 1868. Murió apenas con 47 años y 25 días en Berlín, un 9 de enero de 1915. Dejó un legado inestimable como divulgador de la obra literaria martiana. Renunció a un puesto electivo en el Congreso de la República para servir en su cuerpo diplomático. Fue uno de los primeros delegados en aceptar la Enmienda Platt como acotación inevitable a la obra constituyente. Unos años después, sin embargo, sus denodados esfuerzos contribuyeron a conservar la Isla de Pinos bajo soberanía cubana. Sobre todo, el delegado de los equívocos era tan bueno para hacer amigos como enemigos. Estos últimos le amargarían los años finales, vividos en una suerte de destierro camuflado.
Había partido de Cuba siendo un niño pequeño. Aún así mantuvo el vínculo con la tierra en que nació consagrándose a la causa de su independencia. Desde que volvió a pisar suelo cubano, sin embargo, lo hizo envuelto en la polémica. Recordemos que volvió en una misión no autorizada por la Asamblea de Representantes de la Revolución Cubana que le costó la destitución. Había mediado para que Máximo Gómez aceptara dinero de Estados Unidos con el cual licenciar al Ejército Libertador contraviniendo los planes de la Asamblea. Muchos de los miembros de esta Asamblea serían sus compañeros en la Constituyente y la relación con algunos de ellos permanecería tensa.
Durante la Constituyente, Quesada seguía siendo el “comisionado especial del Cuba ante los Estados Unidos” nombrado por el gobierno de ocupación. Su cercanía con las autoridades estadounidenses en la isla y en Washington era palmaria. Estos particulares, unidos a su historial reciente, lo hacían objeto de sospechas y suspicacias por parte de algunos sectores nacionalistas. Su desempeño durante la crisis que vivió la Asamblea frente a la imposición de la Enmienda Platt no ayudó mucho. La Convención fue notificada del texto a inicios de marzo de 1901. Ya había sido redactada la Constitución y se procedía a formular la propuesta de relaciones entre Cuba y Estados Unidos. La Enmienda fue un cubo de agua fría para los delegados.
Reunidos en sesiones secretas, sin presencia de público, la mayoría intentó elaborar una propuesta que de alguna forma moderara el texto recibido de Washington. A principios de abril, Quesada emitió un voto particular en el que aceptaba de plano la Enmienda. Todos los delegados votaron en contra, excepto Eliseo Giberga y Joaquín Quílez. Las sucesivas discusiones fueron quebrando la Asamblea, sobre todo cuando los Estados Unidos declararon que la Enmienda debía ser aceptada sin cambiar una letra. La historia es conocida. En la votación definitiva se le abrió la puerta al futuro apéndice constitucional gracias a la ausencia de un delegado, Bravo y Correoso. Quesada, en todo caso, había ido repuntando como más conservador de lo que habría agradado al sector radical del cónclave.
Para fundar la República era necesario convocar a elecciones que permitieran ocupar los cargos oficiales creados por la Constitución. En esas primeras elecciones Quesada fue elegido Representante a la Cámara por la provincia de Pinar del Río. La misma por la que había sido electo a la Convención y que despuntaba como baluarte conservador. No obstante, siendo el presidente electo, Tomás Estrada Palma, un viejo amigo, apareció de inmediato la oferta para una posición oficial de otra índole. Quesada renunciaría a su cargo electivo para regresar a los Estados Unidos como representante diplomático de la República de Cuba.
Las relaciones con los Estados Unidos eran el aspecto más delicado de toda la gestión que llevaría a cabo el nuevo gobierno. Se trataba, por supuesto, del vecino más poderoso y de aquel con el que existían vínculos económicos de importancia vital. La prosperidad de la joven República dependía casi exclusivamente del acceso a sus mercados. Pero, además, se trataba del país al que le unía ese vínculo anómalo que ahora formaba parte de su propia Constitución. El país que ejercería una tutela efectiva sobre la República, con derecho, incluso, a ingerirse en sus asuntos internos dadas determinadas circunstancias. Por eso Estrada Palma necesitaba en Washington a alguien que gozara de su entera confianza y al mismo tiempo tuviera crédito ante los estadounidenses. ¿Quién mejor que su colaborador de los tiempos del Partido Revolucionario Cubano? Si alguien tenía experiencia acerca de cómo mover los hilos en el Capitolio y la Casa Blanca, ese era Quesada.
Su nombramiento, sin embargo, no estuvo exento de dificultades. El Senado debía dar su confirmación y varios viejos conocidos de los tiempos de la Convención se encontraban ahí. Algunos de ellos no querían bien a Gonzalo. Mucho menos para ocupar un puesto en Estados Unidos teniendo en cuenta su fama de complaciente con los intereses de ese país. La votación respecto a su nombramiento tuvo lugar el 2 de junio de 1902, cuando el Senado tenía poquísimas semanas de constituido. Para poder debatir el tema hubo que prorrogar esa sesión. De inmediato cinco senadores presentaron una moción para hacer que la discusión fuera secreta. Dos de los senadores eran los antiguos constituyentes Antonio Bravo y Correoso y Domingo Méndez Capote. Completaban el número de cinco que exigía el reglamento para solicitar la sesión secreta: José A. Frías, Francisco Carrillo y Manuel Lazo.
Manuel Sanguily y Salvador Cisneros protestaron de inmediato por la forma en que se pretendía proceder en ese asunto. Luis Estévez, vicepresidente de la República que presidía la sesión, mandó a salir al público y no concedió la palabra hasta desalojar la sala. En una carta a William Van Horne, fechada el 13 de julio de 1902, el propio Quesada daría algunos detalles. Mostraba su felicidad y entusiasmo por el nombramiento, pero revelaba la existencia de numerosos enemigos. De los 23 senadores presentes en la sesión, sólo 13 habían votado a favor de su nombramiento. Diría en tono burlón que el 13 era su número de la suerte.
Al parecer Bravo y Correoso había hecho una defensa cabal de su nombramiento. Al menos había logrado que uno de sus compañeros orientales, Federico Rey, votara a favor. Eudaldo Tamayo había decidido no asistir a la votación. José Fernández Rondán, el cuarto senador oriental, se había manifestado en contra. Terminaba la carta diciendo:
Es una magnífica historia la de esta batalla en la que mis supuestos aliados fueron mis peores enemigos. [QUESADA, 363]
No imaginaba que era exactamente eso, sólo una batalla de muchas que tendría que librar.
En Washington se vio colmado de actividad desde el principio. Como en los tiempos de la guerra, era un incansable propagandista. Entendía que su misión principal como diplomático era promover la imagen de Cuba como destino de inversión atractivo y como República independiente en toda ley. Era un propagandista incansable, pero el plato principal de su propaganda eran los datos, las estadísticas, la información. Preparaba folletos, artículos y comunicaciones con ese objeto, pero también cultivaba el vínculo personal, el banquete, el cocktail, la visita ocasional y la correspondencia infinita.
El Ministro Extraordinario y Plenipotenciario en Washington tenía, además, otras misiones esencialísimas en esta primer período de gestión. Era necesario elaborar un grupo de tratados de importancia vital con los Estados Unidos. No sólo aquellos que derivaban de la desdichada Enmienda Platt, sino también un tratado comercial que ayudara en la recuperación de la devastada economía cubana. Intereses muy específicos, pero que representaban la mayor parte de la riqueza del país, exigían este tratado. También sería necesario abordar los temas pendientes en relación con la Enmienda. Un tratado para las bases navales y carboneras de las que hablaba el artículo VII de la Enmienda. Otro sobre la Isla de Pinos de que hablara el artículo VI. Un tratado de relaciones, referido en el artículo VIII.
Quesada se vio involucrado de una u otra forma en la negociación de cada uno de estos tratados. Fue, sin embargo, en el referido a la Isla de Pinos en el que tuvo verdadero protagonismo. El Tratado de Reciprocidad Comercial se firmó en diciembre de 1902. El Tratado sobre Bases Navales y Carboneras, entre febrero y julio de 1903. El Tratado Permanente que insertaba a la Enmienda en un instrumento internacional, en mayo de 1903. Ahora bien, junto al tratado sobre Bases Navales y Carboneras se había aprobado un primer tratado sobre el estatus de la Isla de Pinos. En él se concedía a Cuba soberanía sobre la misma.
Este era un tema pendiente desde el Tratado de Paz de París entre Estados Unidos y España. En aquel momento la Isla de Pinos había quedado con un estatus separado respecto a Cuba. Con el tiempo, vino a dar a la Enmienda Platt. Ahora, finalmente, el gobierno estadounidense decidía abandonar toda reclamación sobre esa isla. En el senado en Washington, sin embargo, tenían otra idea. Había un plazo para ratificar el tratado o perdería validez. El plazo transcurrió y no fue ratificado. La Isla de Pinos seguía siendo administrada por Cuba, pero se encontraba en un limbo jurídico.
Algunos intereses estadounidenses con ramificaciones en el senado habían decidido aventurarse en la pequeña isla como en su momento había ocurrido en Hawai. La firma del Tratado de París animó a algunos inversionistas, sobre todo provenientes de Kentucky, a iniciar emprendimientos en ese territorio. La situación fue haciéndose cada vez más delicada. Para colmo de males, el enviado diplomático de los Estados Unidos en La Habana, Herbert Squiers, apoyaba abiertamente la anexión. Hacía campaña sobre el asunto ante su propio gobierno. Además, interpretaba la Enmienda en el sentido de que debía ejercer una tutela cotidiana sobre el gobierno cubano. Al final, causaba casi tantas molestias en Washington como en La Habana.
Quesada procedió a negociar un nuevo tratado sobre la Isla de Pinos con el Secretario de Estado John Hay. Fue firmado en marzo de 1904 en Washington. En él, una vez más, se reconocía la soberanía de la Isla de Pinos a Cuba. El gobierno estadounidense, sin embargo, estaba teniendo dificultades para que el Senado ratificara algunos tratados. Este fue uno de ellos. El presidente Roosevelt y el nuevo Secretario de Estado Elihu Root —Hay había fallecido en julio de 1905—, garantizaron que Cuba administrara la isla. No pudieron, en cambio, obtener la ratificación del Senado.
Quesada pasaría los restantes años de su gestión en Estados Unidos siguiendo muy de cerca este asunto. Preparaba informaciones, documentos, reportes para la prensa. Intentaba mover a la opinión pública y a los senadores que podía. Tenía partidarios en el Senado, pero no los suficientes. En determinado momento, cuando ya era asunto que el Senado decidió discutir en sesión secreta, sobraba la propaganda para no herir susceptibilidades.
Residían en la Isla de Pinos menos de 5000 habitantes de los cuales eran estadounidenses unos 700. Con el apoyo tácito de Squiers se suscitó un conato de sublevación que pretendía invocar la protección de Estados Unidos a la fuerza. La intentona no tuvo mayores consecuencias, pero Squiers trató de utilizar el caso para incitar a la intervención de su gobierno. Quesada, con instrucciones de la Secretaría de Estado cubana, tanteó la posibilidad de que el enviado norteamericano fuera trasladado. La connivencia del secretario Root hizo insostenible la posición de Squiers, que se vio obligado a renunciar. Salvada esta crisis quedaría pendiente todavía la ratificación del tratado por el senado estadounidense. Pero aunque Quesada seguiría intentándolo incansablemente no vería su obra culminada. La ratificación no ocurriría hasta 1925, siendo embajador en los Estados Unidos Cosme de la Torriente.
Prestó otros servicios importantes durante su gestión. En agosto de 1906 participó en la Tercera Conferencia Panamericana en Río de Janeiro. En la conferencia se abordó con preocupación el intervencionismo estadounidense en la región. El caso cubano salió a colación en varias ocasiones, de manera que Quesada no salía de disgustos. Tuvo tan mala suerte que lo sorprendió en plena conferencia el estallido de la Guerrita de Agosto. Las semanas siguientes fueron de angustia hasta que se decretó la intervención.
La crisis venía preparándose desde antes de celebrarse las elecciones de diciembre de 1905. En octubre de ese año José Miguel Gómez, el líder del Partido Liberal, había visitado los Estados Unidos a raíz del asesinato de Enrique Villuendas. Buscaba apoyo del gobierno estadounidense para solucionar la crisis que se había dado entre Estrada Palma y la oposición. Quesada había tenido que hacer de mediador y espía al mismo tiempo. Manteniéndose accesible a José Miguel, pero informando sus pasos a La Habana. Todo esto lo hacía por recomendación de Root, que aconsejaba enfriar la situación.
Con el establecimiento del gobierno interventor, Quesada sería confirmado como Ministro en Washington, pero, después de todo, los liberales habían salido victoriosos. No habían conquistado el poder, pero tenían prácticamente garantizada la victoria cuando se convocaran nuevas elecciones. Los interventores habían condonado sus actos contra Estrada Palma y la popularidad de sus líderes no tenía parangón. Además, el Partido Moderado se había disuelto y la única oposición sustancial que había entre José Miguel Gómez y la presidencia era la facción zayista. Atraer a Alfredo Zayas para unificar al liberalismo no estaría exento de dificultades, pero se lograría a tiempo.
El problema de Quesada es que la mayoría de sus mejores aliados estaban en el grupo derrotado. En el de los vencedores, sus peores enemigos. Muchos de ellos habían tratado de impedir que ocupara su puesto en Washington. No obstante, continuó haciendo su trabajo. En 1907 asistió junto a Manuel Sanguily, Antonio Sánchez de Bustamante y Orestes Ferrara a la Conferencia de La Haya. Las Conferencias de La Haya de 1899 y 1907 crearon las bases del Derecho Internacional Humanitario que reglamentan la guerra. En la de 1907 participaron más de 40 países con la presencia de 17 delegaciones americanas. La inserción de Cuba fue un éxito propagandístico de los que Quesada valoraba encarecidamente. Con un estatus internacional tan frágil debido a la Enmienda, cualquier acto de prestigio y ejercicio soberano era valiosísimo. La Haya fue un éxito en este sentido.
Mientras seguía ejerciendo sus funciones en Washington veía con preocupación los acontecimientos de Cuba. Mario García Menocal comenzaba a organizar el Partido Conservador, pero no sería rival para los liberales en las elecciones que se avecinaban. Gómez y Zayas se presentarían en un ticket unificado y arrasarían. Quesada, en carta a Manuel Márquez Sterling, aseguraba que los representantes de algunos intereses en Cuba le habían ofrecido la presidencia, pero que él no tenía esa ambición. La idea puede haber sido peregrina, pero no era ilusoria. En todo caso, su plausibilidad sería más un perjuicio que un beneficio. Pondría en alerta a sus enemigos.
También mencionaba en la misma carta a Márquez que no aceptara el cargo diplomático en la Argentina que le habían ofrecido. Literalmente le dijo que sería una locura. Que había que estar cerca de Cuba, preferiblemente en los Estados Unidos. Que cualquier otro destino era como un destierro. Que en Argentina era donde menos se quería y respetaba a Cuba y que él había sufrido eso en carne propia en Brasil. Interesan estas reflexiones por el destino que tuvo su autor más tarde. En cuanto a Márquez, sirvió sucesivamente en Argentina, Brasil, Perú y México con gran éxito.
Quesada, por su parte, intentó mantenerse firme en su imagen de hombre que no pertenece a ningún partido. Presentó, por cortesía habitual en estos casos, su renuncia a José Miguel ofreciéndose a servir donde se le encomendara. Y José Miguel, ni corto ni perezoso, le tomó la palabra. Casi inmediatamente después de su toma de posesión nombró Ministro en Washington a Carlos García Vélez. No esperó siquiera la llegada de Quesada, que se encontraba en camino a La Habana. Ahí obtuvo su nombramiento como Ministro Extraordinario y Plenipotenciario ante el Imperio Alemán.
Sus últimos años estuvieron cargados de penalidades. Padecía una afección renal que acabó costándole prematuramente la vida. Su esposa también estaba aquejada por dolencias que frecuentemente la afectaban. Los casi más de cinco años en Berlín fueron sufridos como un destierro. Su hogar estaba en los Estados Unidos o en Cuba. A cada rato se quejaba de las dificultades que tenía respecto a la educación de sus hijos. Por si fuera poco, en 1914 estalló la Primera Guerra Mundial.
Su salud no le impidió seguir trabajando. Desde 1900 venía publicando la obra de José Martí. Quizá uno de sus legados más importantes sea haber conservado y recopilado parte de la obra martiana. Su publicación no comenzó siendo muy sistemática en cuanto a selección de trabajos, sin embargo, contribuyó a su divulgación. Eso sí, se quejaba frecuentemente del poco interés que parecían tener los cubanos en la adquisición de estos libros. Por suerte legó a su hijo, Gonzalo de Quesada y Miranda, la pasión por estos trabajos. Así comenzó a gestarse lo que algún día sería la edición de las Obras Completas del fundador de la República.
Mientras consumía su tiempo en Berlín, no quitaba el ojo de Cuba. Se preocupaba, incluso, por recomendar e impulsar la carrera de otros diplomáticos, como por ejemplo, Arístides Agüero, uno de los más exitosos. Según el propio Orestes Ferrara, Agüero llegaría a tener una influencia asombrosa en la Liga de las Naciones algunos años más tarde. Respondía así a las esperanzas y a la estrategia de Quesada. La nacionalidad frágil necesitaba una diplomacia muy fuerte, capaz de golpear, como dicen los americanos, muy por encima de su peso.
Sus días, no obstante, se hacían amargos. A lo que más temía era a otro traslado. A José Antonio González Lanuza le escribiría una breve carta en 1910. Su único propósito, utilizarlo como mensajero ante el gobierno para hacer saber que bajo ningún concepto aceptaría un destino en Sudamérica. La terrible Sudamérica contra la cual advirtiera a Márquez Sterling.
A lo largo de 1911 y 1912 le escribiría al propio José Miguel Gómez pidiéndole un cambio de destino. Que los más convenientes para la educación de sus hijos serían Londres o París, ya que no podía ser Washington. Que Enrique Collazo estaba contento en Londres y no pretendía molestarlo. Pero se rumoreaba que Rafael Montoro pensaba renunciar en París y esperaba que si se abría la vacante el elegido fuera él. En otra carta señalaba que no vería con buenos ojos que se escogiera para una de estas posibles vacantes a alguien con menos antigüedad que él. Que ya acumulaba más de 15 años al servicio de Cuba y merecía consideración.
El traslado nunca llegó durante el gobierno liberal. Los liberales fueron derrotados en las siguientes elecciones y el 20 de mayo de 1913 tomó posesión un gobierno conservador. La situación no cambió para Quesada. Cuando el Ministro del gobierno conservador en Washington, Pablo Desvernine, renunció a su puesto, volvió a escribirle a Lanuza. Quería que intercediera por él una vez más para obtener su traslado. Esta vez tampoco tuvo ningún efecto.
Así se fue 1913 y transcurrió el 1914. Los libros de Martí no se vendían. La guerra comenzó e iba degradando todo alrededor. Su enfermedad y la de su esposa no le daban descanso. Carecía de personal y recursos suficientes para llevar a cabo la obra de la legación. En enero de 1915 presentía su fin y realizó un último esfuerzo por salir de su destierro dignamente. Escribió una carta al ahora Secretario de Estado Desvernine pidiendo insistentemente el traslado. El borrador fue encontrado entre sus papeles después de su muerte ocurrida el día 9. El último párrafo decía así:
Si ninguna de estas soluciones fuese posible o se tuviese en mente por usted alguna combinación que le conviniese le agradecería que me lo comunicase para presentar por su estimable conducto mi renuncia, pues si bien es cierto que arrancarse del servicio patrio a los 25 años es doloroso, lo haré para ir a morir en mi patria. [QUESADA 358]
Fuentes consultadas:
Brooke, John R. “Civil Report”. Government Printing Office. Washington, 1900.
Lezcano y Masón, Andrés. Las Constituciones de Cuba. Ediciones Cultura Hispánica, MAdrid, 1952.
Márquez Sterling, Manuel. Proceso histórico de la Enmienda Platt. Imprenta El Siglo XX, La Habana, 1941.
Quesada, Gonzalo de. Archivo de Gonzalo de Quesada. Documentos Históricos. Editorial de la Universidad de La Habana, 1965.
Rodríguez, Rolando. Cuba, las máscaras y las sombras. Editorial Ciencias Sociales, La Habana, 2007.
________________. República de corcho. Editorial Ciencias Sociales, La Habana, 2010.