Luis Amado-Blanco

El 19 de mayo, además de conmemorarse en Cuba cada año la muerte del Apóstol José Martí, es la fecha en la que recordamos la primera vez que se izó la que luego vino a ser insignia nacional. Desde aquel día de 1850, en Cárdenas, Matanzas, y declarada oficialmente como bandera cubana, el 11 de abril de 1869, en Guáimaro, Camagüey, la de la estrella solitaria, el triángulo rojo y las franjas azules y blancas ha sido nuestro principal símbolo patrio. A propósito del tema y por la pasmosa vigencia de su análisis, les traemos este texto del poeta y periodista Luis Amado-Blanco (1903-1975), con el que ganó el prestigioso premio “Justo de Lara”, en 1950.

Carta de bandera

Sí, amigo mío, le estoy escribiendo el “Día de la Bandera”. Un día señalado, muy señalado, bueno para hacer el recuento histórico de la Perla de las Antillas, o mejor, Cuba, por aquello de la gracia de Dios. Y, créame que le escribo no sólo por el placer de comunicarme con usted sino por el sentido gozo de comunicarme también, conmigo mismo, en un día que al parecer todos gozan, cuando se debía sufrir, en un honesto afán de arrepentimiento. Las banderas son enseñas de alegría forjadas con mucho dolor, y como la vida sigue, como la Historia tiene muchas páginas por llenar, santo es poner nuestra pena de hoy al servicio del contento de mañana, no sea que la bendita enseña se convierta, en el porvenir, en un trozo de género sin significación alguna.

Yo no sé, no puedo saber lo que usted está haciendo a estas horas, a qué ceremonias ha asistido, a qué prácticas se ha entregado. Por lo visto, muchos padres como usted y como yo, que tienen hijos en pubertad, cuyos ojos se asoman candentemente a la vida, se han contentado con fijar una gran bandera en el capó de su automóvil, y salir por ahí, por esas calles, o plazas, o carreteras, a mecerla y lucirla en la brisa de la velocidad, a gozarse con la contemplación de su brillante colorido, frente al cielo azul, en una marcha forzada de victoria. Poco más, o muy poco más. Y aunque esto es bueno, porque la insignia habla por sí sola, no me parece que es bastante, ya que el presente tanto y tanto nos aprieta la garganta. Estamos en un punto —no sólo en Cuba sino en todas las tierras habidas y por haber— en que el goce, la despreocupación, el grito rapaz, es lo que impera. “La vida es muy corta, y hay que gozarla”, según dicen; y lo mismo conduciendo su automóvil, que en cualquier otro menester, las gentes le ganan por la mano a fuerza de bravas, de desconsideraciones, de prisas irreprimidas. Van a lo suyo y lo demás no les importa. No saben lo que es gentileza, ni saben contentarse con sus prácticas. Adelante caiga quien caiga, si al final está el personal triunfo. Y como las banderas, y sobre todo la cubana, izada después de tantas amarguras, de tanta sangre y de tan heroico sacrificio, no representa nada de esto sino todo lo contrario, el callado esfuerzo por mejorarnos en el cariño al prójimo, por el cariño de hermandad de la patria, resulta que si este día de amor sincero y, por lo tanto de rectificación, no va a servirnos de nada para el futuro, con las sombras negras y largas que parece albergar. Hoy, una lágrima por la bandera, significaría mucho, muchísimo más que cien risas. Una lágrima por los caídos conquistando su hermosura, y otra por los que debemos caer en el dolor de cada instante, por conservarla.

Fiesta hoy de intimidad pública ¿no le parece? de intimidad, sobre todo. Carga triunfal sobre la intimidad que ya no aparece por ninguna parte. Táctica viva por volver a conquistarla. Tenemos cada vez más casas, pero vamos careciendo de hogares. Ni el padre habla con sus hijos, ni los hijos hablan entre sí, ni los padres se comunican entre ellos. Todos juntos, pero no unidos. Comen en la misma mesa, se alimentan de las mismas sustancias físicas, pero no se nutren de iguales razones espirituales. Cada cual a lo suyo, y la calle imponiendo su grito, su atracción monstruosa, su rapacidad intolerable. Y ni un freno, ni una voz clamando por los necesarios nos de la existencia. El mundo, ya sabemos, va a ser otro mundo, otra manera de entenderlo, de ir por su camino, ¿pero no será posible que salvemos para el mañana lo bueno del hoy; que injertemos en el futuro todo lo que la experiencia de siglos nos cuenta es básico para el razonable fluir de la humanidad?

Figúrese usted, me lo figuraré yo, también, que hoy, Día de la Bandera, después de la comida de la tarde, el jefe de familia retuviera a su prole en la sala, y se pusiera a charlar con ella, cortando de raíz la prisa por irse. Una charla sencilla, una charla amable, sobre los tópicos presentes, sobre los conflictos que nos cercan. Una charla entreverada de ayer y de hoy, de esperanzas y recuerdos, en la que los hijos vieran cómo se engranan los sucesos, cómo se apilan las dificultades, cuán hermoso es perder para que los demás ganen algo. Una charla elogiosa sobre las virtudes del sacrificio, sobre la irracionalidad de las costumbres gansteriles que imperan. La bandera que ondeó por fuera, ahora en el centro de la habitación, presidiendo la escena. Y luego, al final, sin rubor de los vecinos, todos juntos cantando el himno nacional antes de ir a descansar. Muy cursi, muy picúo, así, para los espíritus maliciosos que todo lo deshacen con su indiferencia y con su burlona sonrisa, ¡pero qué hermoso y qué edificante para las almas que están granando en mayoría, y aun para nuestras pobres almas bañadas de canas! El tiempo se va presto, y el recuerdo ardería en las frentes para siempre jamás. La bandera de la patria tendría, ya, su razón de hogar, y del hogar a la patria es muy fácil traspasarla. Para traicionarla el día de mañana, habría que saltar por encima de algo tan grande, que sin duda no lo permitiría el alerta corazón.

Y nada más, que el papel se acaba, y estaríamos diciendo y diciendo. Que este día se convierta en sagrada fecha para nuestros hijos, y que dentro de cincuenta años, cuando arribe otro como el de ahora, y ya no estemos en presencia, lo estemos en la potencia de esa nube de añoranza que inunda los pechos, impulsándolos hacia el bien, bajo los pliegues de esta bandera de la estrella solitaria, guardada como una maravillosa reliquia de tanto nombre ilustre, y de nuestro fugaz nombre.

(Publicado en Información, 23 de mayo de 1950)

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