José Martí 

—Al cabo de diecinueve siglos que el mundo adoraba la divina inocencia de Jesús, ha habido hombres bastante soberbios y extraviados para formular de nuevo contra su Divina Majestad las acusaciones que presentaron los judíos. Nada tan insensato.

Veamos los cargos y los testigos, ateniéndonos a la única narración auténtica y completa de los sucesos.

Cargos.—Primero. Entonces los Pontífices y fariseos juntaron consejo y dijeron: “¿Qué hacemos? Este hombre hace muchos milagros.” (Juan XI, 47.) Este cargo sólo prueba la confusión y perversidad de los judíos; pues el hacer muchos milagros, en vez de ser cargo contra Jesús, era demostración de su divinidad.

Segundo. Este dijo: “Yo puedo destruir el templo de Dios y reedificarlo en tres días.” (Mat. XXVI, 61.) Jesús había dicho palabras semejantes a estas; pero refiriéndose a su cuerpo que moriría y resucitaría a los tres días. Por lo demás la acusación, según está formulada, sería una locura o una manifestación de la divinidad de Jesús, pues sólo Dios pudiera reedificar en tres días un templo como el de Jerusalén.

Tercero. “Ha blasfemado.” (Mat. XXVI, 65.) La blasfemia consistía en anunciar Jesús su segunda venida para juzgar a todos; es decir, en predicar una verdad, cierta, pero desagradable a los malos.

Cuarto. “A este le hemos hallado pervirtiendo a nuestra nación.” (Luc. XXIII, 2.) Era tan vago este cargo, que Pilatos apenas paró la atención en él. La doctrina de Jesús no pervirtió al mundo, que lo salvó.

Quinto. “Y vedando pagar los tributos a César.” (Luc. XXIII, 2.) Mentira solemne; pues Jesús había dicho: Dad a Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César, y había obrado un milagro para pagar el tributo para sí y para Pedro. El vigilante Pilatos sabía bien que la acusación no era cierta.

Sexto. “Y diciendo que él es Cristo Rey.” (Luc. XXXIII, 2.) Esta acusación era capciosa. Jesús es el Cristo Rey anunciado por los Profetas y esperado de las naciones, Rey de todos los siglos y de todos los pueblos, cuyo reinado consiste en el cumplimiento del Evangelio en el mundo y en la dicha inefable de los Santos en el cielo.

Toda la historia de Jesús demostraba que él era ese Rey; pero Pilatos, tal vez sólo para formalizar el proceso, tal vez movido por el temor en que estaban los romanos de que los judíos aprovechasen cualquiera oportunidad para levantarse contra su dominación, se fijó en este cargo, prescindiendo de los anteriores, bastando, sin embargo, una breve explicación del Salvador para que el Gobernador romano comprendiese su inocencia.

Testigos. Primero. Los príncipes de los sacerdotes y ancianos del pueblo, enemigos jurados de Jesús, resueltos hacía tiempo a matarlo de cualquier manera, y contenidos solamente por el temor al pueblo.

Segundo. Los testigos falsos llamados por ellos; pero cuyo testimonio mal amañado salió tan contradictorio, que no pudieron sobre él fundar el proceso.

Tercero. Judas, que retiró lo que había dicho, volviendo a confesar ante los jueces que le habían pagado la traición, que Jesús era justo.

Cuarto. Herodes, que al fin se persuade de que Jesús era loco, y por consiguiente incapaz de delito.

Quinto. Pilatos, que testificó repetidas veces la inocencia de Jesús; y si bien al cabo dio sentencia, hízolo lavándose las manos, confesando, aun en el acto de juzgar en contra, que Jesús era inocente.

—Aun cuando no hubiese otras pruebas de la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, bastara su muerte para mover a confesarla y adorarla.

Rousseau, a quien no se puede acusar de preocupado en favor del catolicismo, ni era fácil en creer, escribió aquellas célebres palabras: “Si la muerte de Sócrates es la de un sabio, la muerte de Jesús es la de un Dios”.

Demuéstranlo, en efecto, su paciencia infinita, oración por los enemigos en el acto mismo en que le atormentaban e insultaban, y todo el conjunto de sus acciones y palabras en las últimas veinte horas que estuvo en vida mortal.

Empero, en este momento queremos fijar la atención en los prodigios exteriores que acompañaron su muerte.

Adviértase en primer lugar, que después del cansancio extraordinario de la noche y mañana anterior, de estar su cuerpo sacratísimo desangrado por los azotes, espinas y clavos de aquellas tres horas de cruel agonía clavado en la cruz, cuando naturalmente debía morir sin aliento alguno, Jesús clamó con una voz grande y sonora al tiempo de entregar su espíritu; como para manifestar que moría voluntariamente, siendo aún entonces dueño y señor de la vida y de la muerte.

El hecho está atestiguado por todos los Evangelistas, que escribieron pocos años después, viviendo todavía la mayor parte de los testigos.

Y al momento el velo del templo se rasgó en dos partes de alto abajo;

La tierra tembló;

Se partieron las piedras;

Los sepulcros se abrieron;

Los cuerpos de muchos santos, que habían muerto, resucitaron;

Y a la hora de sexta, se cubrió toda la tierra de tinieblas hasta la hora de nona.

El eclipse total de sol en toda la tierra, y aunque no hubiera sido sino en parte de ella en la situación astronómica de aquel día; la resurrección de los muertos aparecidos a varias personas; la espontánea apertura de los sepulcros; el quebrantamiento de las peñas todavía atestiguado por el corte que se ve en ellas; el temblor de tierra y el corte del velo del templo, fueron sucesos milagrosos que sólo Dios podría obrar.

Además, se hallaban profetizados desde siglos antes para cuando muriese el Dios Hombre.

¿Quiénes lo presenciaron? Las tinieblas generales fueron observadas de toda la tierra, disponiendo a los sabios a recibir la palabra del Evangelio, como sucedió a Dionisio Areopagita.

Los otros milagros locales fueron vistos y sentidos por las gentes de Jerusalén, que abandonaron el lugar del terrible espectáculo, bajando del Calvario dándose golpes de pecho. El mismo Centurión o capitán de la guardia que había asistido a todo el curso de la crucifixión, dio gloria a Dios, exclamando delante de sus soldados: ¡Verdaderamente este hombre era el Justo! ¡Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios!

Las medidas adoptadas por los príncipes y ancianos del pueblo para impedir el segundo error, peor que el primero, demuestran la perturbación de su espíritu, que sólo podía ser causada por la visión de los prodigios, o por la reacción producida por estos en el pueblo y en la opinión pública en favor de Jesús.

Ya Él lo había profetizado en diversas ocasiones, diciendo a sus discípulos: “Cuando fuese levantado en el alto o crucificado, todo lo atraeré a mí”.

Sin los milagros que siguieron a la muerte de Jesús, ¿cómo se comprendería que se convirtiesen ocho mil almas al oír la predicación de San Pedro cincuenta días después?

—Según los Sagrados Evangelistas, Jesús, clavado en la Cruz, pronunció siete palabras, que consignaron en sus libros en los siguientes términos:

1ª. Mas Jesús decía: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen.” (Luc. XXIII, 34.)

2ª. Y Jesús le dijo al buen ladrón: “En verdad te digo, que hoy estarás conmigo en el Paraíso.” (Luc. XXIII, 43.)

3ª. Habiendo mirado, pues, Jesús, a su madre, y al discípulo que Él amaba, el cual estaba allí, dice a su madre: “Mujer, he ahí a tu hijo.” Después dice al discípulo: “He ahí a tu madre.” (Juan. XIX, 26, 27.)

4ª. Y cerca de la hora nona, exclamó Jesús con una gran voz, diciendo: “¿Eli, Eh, lamma sabacthani?”, esto es: “¿Dios mío, Dios mío, por qué me has desamparado?” (Mat. XXVII, 4-6.)

5ª. Después de esto, sabiendo Jesús que todas las cosas estaban cumplidas, para que se cumpliese la Escritura, dijo: “Sed tengo.” (Juan. XIX, 28.)

6ª. Jesús, luego que tomó el vinagre, dijo: “Todo está cumplido.” (Joan. XIX, 30.)

7ª. Entonces Jesús, clamando con una voz muy grande, dijo: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.” (Luc. XXIII, 46.)

El recuerdo y meditación de estas palabras, que constituyen como el testamento de Jesús, son el asunto de uno de los ejercicios piadosos más tiernos e instructivos en que se ocupan los fieles.

—La mañana del Miércoles Santo la consagran los cristianos latinos que visitan en la Semana Santa a Jerusalén, a recorrer en peregrinación diversos lugares sagrados, dentro y fuera de la ciudad. Al romper el alba ascienden al Monte Sion; allí existe un pequeño y humilde templo, bajo la custodia de un santón musulmán; la estancia principal de ese templo es una sala sencilla que determina el sitio donde el rey David depositó el Arca de la Alianza, y donde muy luego descendió el Espíritu Santo sobre los Apóstoles.

Desde Sion dirígense los peregrinos a la llanura, y ya se detienen en la gruta de la Agonía, ya en el huerto de los Olivos, ora en el sitio donde Judas vendió a su divino Maestro, bien, por último se internan en el valle de Josaphat.

Al mediodía tornan a la ciudad y a las tres de la tarde acuden al templo a celebrar el oficio de las Tinieblas. Entonces resuenan en las naves los dulces salmos de David y los melancólicos truenos de Jeremías, y entonces, al terminar el Benedictus, atruena el templo, como en nuestras iglesias, ruido estrepitoso de carracas y otros instrumentos de tan grato sonar como ellas, manejados briosamente por los fieles, y sobre todo por las turbas infantiles, que llevan en esta ceremonia la mejor parte.

—El Jueves Santo es un gran día en Jerusalén para los cristianos latinos. Gracias al privilegio que les toleran los griegos, armenios, maronitas y coptos, campean ellos solos por sus respetos en el templo del Santo Sepulcro todo el día y la primera mitad del viernes siguiente.

Entre tanto, las demás comunidades elevan un modesto altar en una plataforma del atrio, y allí ofician al aire libre sus prelados. Y son de ver entonces las calles inmediatas, y las ventanas, azoteas y terrados de las casas y los conventos más próximos: todo aparece cuajado de peregrinos que presencian la ceremonia piadosa y pacíficamente, sin ruidos, ni desórdenes.

A favor de esta circunstancia, el interior del templo aparece triste, casi solitario y silencioso, cual conviene a la austeridad del culto. Los latinos, que figuran en número muy escaso, celebran los oficios con arreglo al ritual de nuestros templos; después de la misa solemne y pausada, a la que asisten algunas mujeres árabes, comulgan los fieles; seguidamente se verifica la procesión de la Sagrada Forma, en torno del Sepulcro y de la piedra de la Unción, y terminada esta ceremonia, reciben los fieles la bendición patriarcal. Los oficios de la mañana han terminado.

A las dos de la tarde es el Lavatorio. Descálzanse doce peregrinos de diferente nacionalidad, si es que los hay, y el patriarca, acompañado del diácono y del subdiácono, les lava un pie a cada cual, imprimiendo en él un ósculo.

Después del Lavatorio se cantan las tinieblas.

Y no hay más el Jueves Santo.

(Sección Constante, La Opinión Nacional, 4 de abril de 1882)

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