El pasado fin de semana el Cuban Studies Institute cerró sus puertas, o mejor dicho, las abrió para poner en venta, en el tercer piso de un inmueble en Coral Gables, Florida, su colección de obras de arte, libros, fotografías y objetos de variado tipo sobre la isla que, como Jaime Suchlicki, fundador y director del instituto, han dejado atrás millones de cubanos. Coral Gables se parece algo a Cuba, tiene palmas y ríos verdes, y hasta calles cuyos nombres emulan algunas arterias de La Habana, pero Suchlicki, de 85 años y enfermo de diabetes y Parkinson, no pudo encontrar un cubano, uno solo en ese inmenso país que es el exilio, que se ocupara de continuar su trabajo de recolección en uno de los archivos más valiosos de la diáspora. Ahora, la colección es en sí misma una diáspora donde los fragmentos de la nación abandonada se marchan a las casas de los compradores, hacia un nuevo vagar en esta errancia que ha sido nuestro destino de las últimas décadas.
Como las desgracias nunca vienen solas, al otro día de emprender este texto leí con amargura la noticia: Juan Manuel Salvat, el incansable editor de Ediciones Universal, murió en un hospital de Miami, con 84 años y una diabetes que lo dejó en estado de coma. Este librero de Sagua la Grande fue quizás el mayor promotor, en el exilio, de la literatura que se seguía gestando en la isla y más allá de sus orillas, por los cubanos que en el mundo empezábamos a ser. Nos deja el colosal reto de haber editado más de 1600 libros de autores patrios y el inmueble donde radicó por medio siglo la librería de la calle Ocho, que por razones económicas se vio obligada a cerrar en 2013. Espero que a alguien, allá, se le ocurra que esa esquina, ese pedazo de patria más cubano que las palmas, debe convertirse en museo o biblioteca. Triste sería asentir con nuestras pesadas cabezas la sentencia melancólica de Salvat: “está muriendo la generación más conocedora de la historia y la cultura cubana”.
Sí, hay que aceptarlo, desde hace un tiempo se nos mueren esos octogenarios que cargaron, junto con el éxodo, la cruz de la memoria. Hace poco, el amigo Waldo Fernández Cuenca nos puso en un aprieto al enviar un texto homenaje sobre Luis Aguilar León, el profeta que murió con 83 años en 2008, esperanzado de ver algún día el renacimiento de la Cuba republicana. Solo encontramos, en toda la red, una foto suya, precisamente en una página asociada al ahora extinto Cuban Studies Institute. ¿Es que a nadie le pareció necesario, allá, documentar mejor la imagen del queridísimo Lundy, su vida y su testimonio, tan valiosos para la nación cubana como su propia obra? ¿Ninguna organización benéfica, cultural o educativa, allá, ningún millonario de los de allá creyó útil salvar y continuar el Cuban Studies Institute o la librería Universal?
Seguro estoy de que estos ejemplos no son los únicos, y a muchos les parecerá un desvarío que un cubano de acá, donde el orden del día es la supervivencia o la fuga, les reclame un instante de conciencia a esa porción del exilio que ha trocado la historia por la histeria, que prefiere, por conveniencia o desarraigo, sepultar estérilmente todo rastro de cubanidad, en pos de superar la condición de emigrados que tanto les avergüenza. No es esto, trasnochados compatriotas, lo que los avergüenza, ni hay razón para sentirse avergonzados de la patria que es capaz de reunir el tesauro de Ediciones Universal y tantos otros. No sigamos confundiendo a la nación con el proceso histórico, o peor, con nuestras decisiones personales. Salvar la memoria es salvar la nación en la que creemos, la que sobrevive a pesar de los procesos y las dictaduras. La memoria es muchas veces la fe en estado de hibernación fecunda, pero para nosotros, que no logramos aun si lo quisiéramos, deshacernos de lo que somos, la memoria es también un puñal, que algún día irá a clavarse en la mano que nos oprime.