
La humanidad se ha vuelto jovencísima. Todo es joven: la tecnología, la ciencia, los artistas de la televisión, la ropa, las costumbres. Todavía siendo yo niño, los infantes queríamos ser mayores, vestirnos como mayores, pensar y actuar como personas con fundamento —como entonces se decía—. Ahora son los adolescentes los que se peinan como niños, los jóvenes los que se adornan como adolescentes, y los viejos verdes los que se esclavizan en el gimnasio o se someten a la liposucción. Un anciano es un estorbo, una mancha, un insulto. La muerte no existe, o mejor abunda en las películas como un regocijante fenómeno ajeno, para que no exista en la mente de nadie. Todas las culturas que han existido en seis mil años de historia comprobable, valoraron la ancianidad por su sabiduría y respetaron la muerte como un misterio. Esta fase lamentable y espero que no final de la cultura llamada occidental que domina hoy a todo el planeta, ha erigido la inmadurez y el repudio de cualquier pregunta sobre el sentido de la vida como si fuera la cúspide de la sapiencia histórica, y desde luego nada mejor que asociar estos errores, que a menudo son horrores, con la etapa juvenil del hombre.
El mito de la juvenilia, perpetuo en la conciencia humana, comienza a tomar preponderancia en los años veinte del XX, después de que la Primera Guerra Mundial ha acabado con la fe en Dios y en cualquier orden social y moral tradicional. Porque fue con esos valores con los que ambos bandos defendieron una guerra absurdísima, tan inútil que unas décadas después los antiguos enemigos que se habían matado hasta el aniquilamiento con pretextos de nacionalismo, decidieron hacer un solo país, la Unión Europea. La Primera Guerra engendró la Segunda y los dos totalitarismos, socialista y fascista, que tampoco eran imprescindibles ni como equivocación. Esa Primera Guerra fue pues una idiotez de toda la chochez, una imbecilidad criminal en que viejos hipócritas mandaron a la muerte a la juventud europea, porque no creían en lo que decían creer. Necesariamente, terminada la guerra los jóvenes decidieron desconectarse de tanta mentira y demasiado holocausto. Era la hora de liberarse, incluso mediante la locura, y gozar de la vida hasta la extenuación. Se pusieron de modas las minifaldas, el sexo por la libre, el disparate, el arte dadá, cualquier cosa que fuera insultante, rupturista, anormal. Reacción inevitable tal vez, pero que facilitó el triunfo de la supuesta recuperación de la seriedad propuesta por los dos totalitarismos, que además tuvieron la habilidad de presentarse como cosas novísimas, muy juveniles. Una nueva y aún mayor carnicería de muchachos fue el resultado de este fraude. El socialismo, sobreviviente por unas décadas más, se convirtió en todo lo contrario de lo que prometió a los jóvenes, y en vez de una sociedad renovada por el amor y la creatividad acabó convertido en un modelo del anquilosamiento, la rutina y el fracaso, presidida por líderes que envejecían interminablemente en el poder y asesinaban la frescura, la originalidad, el deseo de ser felices, la alegría, todas las virtudes de generaciones y generaciones de jóvenes, completamente impotentes incluso para rebelarse, ya que lo primero que se les quitaba era las ganas de ser rebeldes.
En Occidente la maniobra era de otro tipo. Terminada la Segunda Guerra, se produce un boom demográfico que provoca una avalancha social de jóvenes ateos, bien comidos, bien educados, atléticos y con su capacidad de rebeldía intacta. Son los años sesenta. Esos jóvenes de clase media quieren, y debían querer, cambiar el mundo. Pusieron de moda la protesta contra el capitalismo, que se la merecía. Algunos, para ese fin, se pasaron momentáneamente incluso al maoísmo, que ya era demasiado. Pero ellos mismos, y su protesta, eran parte integrantes de ese capitalismo que tanto les irritaba, pues en ningún otro régimen esa protesta hubiera durado quince minutos, ni sus proposiciones trascendían el mito de la vida terrenal satisfecha, propio de todo el pensamiento contemporáneo de izquierda o de derecha o de retaguardia. Ninguno de los líderes juveniles sobrevivió políticamente a sus proposiciones. Se rebelaron y fracasaron, y, como en el socialismo, se les terminó las ganas de rebelarse en serio. Porque el capitalismo, además, asimiló todo lo que pudo de esa propuesta, tanto lo bueno como, y muy especialmente, lo erróneo. Si ahora van a legalizar el connubio homosexual en Cuba,[1] es por la rebelión sexual del capitalismo de los sesenta, no por la gracia de un soberano socialista que siempre hizo definición y alardes de machismo, y para el que la represión de los homosexuales, o cualquier represión por cualquier causa, ha sido siempre una necesidad para sobrevivir, según el contexto. Pero si muchas de las proposiciones humanistas y democráticas de los jóvenes occidentales fueron asimiladas a la política y a la cultura capitalista, los disparates fueron cultivados con mayor inteligencia. El lado malo de la juventud, que también existe, fue especialmente explotado, a fin de desviar la rebeldía nunca del todo agotada en condiciones de mínima libertad. Drogas, irresponsabilidad, sexo bruto, culto de la violencia, indolencia, vagancia, modo de vestir primitivo y ridículo, todo aquello que en el joven puede contribuir a que la mayoría de la sociedad practique una conducta de esclavo perfecto de los poderosos, tanto por imitación como por inevitable rechazo, fue elevado a categoría de nueva cultura. El reguetón caribeño es la manifestación suprema, y espero que última (el próximo paso sería que los reguetoneros aparezcan en cueros en los videos, y tal vez eso cause repugnancia en demasiada gente, y deprima el mercado), de esa manipulación. La glorificación del sexo sin amor ha llevado a esa descalificación del sexo físico que es el reguetón. Después del Chupi chupi[2], uno no tiene ganas de vivir el sexo oral, aunque le guste. Pero el concepto del joven como un ser primitivo, tatuado y sucio, en chancletas de baño, mal vestido, jipi tardío, atrasado, que organiza falsas rebeliones de furia y de ruido o de autocompasión que declaran una completa impotencia, que no cambian nada y se acaban rápido, pero que estupendamente representa la esencia mediocrísima del ser humano, que no es Hijo de Dios, ni por el bautismo Rey, Sacerdote y Profeta, sino a lo sumo gigoló de barrio, es precisamente lo que conviene a los poderosos del capitalismo o de cualquier otro tipo de hegemonía. Cuando el individuo se ve a sí mismo como basura, cuando cree incluso que el ser humano es un ente mierdero, que está de más en un universo que sobra, ya es un esclavo voluntario y perfecto, apto para ser totalmente dominado. En cualquier variante política, social, de pensamiento.
El Poder, sea cual sea, explota ahora al joven conscientemente. Esta maldad oculta una bondad, y es que los jóvenes siguen siendo, al menos por el momento, mientras no se produzca, como resultado de los progresos de la medicina, el inevitable envejecimiento de la población mundial, una fuerza social y política importante. En una variante u otra, el Poder ha aprendido a manejar a los jóvenes, a explotar sus reservas de entusiasmo y de creencia, de empuje y de decisión; y también todos sus antivalores generados por la innecesaria inmadurez, incluso física. Los primeros cosmonautas tenían menos de treinta años: actualmente tienen más de cuarenta, pues el corazón a todo batir no ha resultado bueno para la hazaña del viaje espacial. Tampoco es bueno para la proeza de gobernar con sabiduría la sociedad. Sí para salir a la calle a morir y además matar por una u otra variante del Poder, que promete esto o lo otro y desde luego no cumple nunca. Hay ahora en Cuba una abundancia de homosexuales socialistas jóvenes, que tendrán pronto libertad sexual pero no política. Concibiéndose a sí mismos no como ciudadanos sino como distinguidos entes sexuales, van a seguir sufriendo en cuanto escapen de la cama y vayan al mercado o al ágora. Conozco jóvenes homosexuales que se sienten ciudadanos, pero estos no se definen como socialistas ni les interesa esa maniobra tardía de rectificación dudosa. Pero cuidado: las trampas están dondequiera. Y ni siquiera son lo peor, sino el conjunto de la orientación que ha ido usando y degradando la condición de joven hasta el extremo de hacer irreconocible el valor de la persona humana.
Un amigo que acaba de regresar de Gran Bretaña me cuenta que un personaje del mundo marginal fue velado por sus amigos embalsamado encima de su motocicleta. Comparemos mentalmente este icono del último minuto con aquel que está en el origen a la juvenilia occidental: el David de Miguel Ángel. Un joven desnudo de cuatro metros de alto, esculpido por un artista joven con unos cánones casi inhumanos de armonía trascendental. Esa perfección marmórea, imagen de inmortalidad, inspiró el humanismo contemporáneo, cada vez más ateamente terrenal, aunque al principio la referencia religiosa era directa: David, lejano padre terrenal de Cristo, ha vencido al mal. Habría pues una potencia de perfección en el hombre, que, aun sin llegar a la revelación de Dios, le permite enfrentar el mal con acierto. Miguel Ángel soñaba el cuerpo masculino como una metáfora del cuerpo glorioso de la resurrección. Hoy son escasos los que creemos en eso, y el resultado es un cadáver sobre una moto, o esa curiosa autocensura que impide a los pintores actuales, a los que quedan, representar el cuerpo humano, masculino o femenino, como no sea con deformaciones monstruosas. El sexo por la libre acaba con el ideal del cuerpo, con el ideal del joven. Los jóvenes no se sienten semidivinos por el hecho de estar sanos y ser hermosos, sino que quieren estropearse la piel con dibujos horrendos, abrirse huecos en la nariz incluso cuando se tiene la belleza de la chilena Camila Vallejo, drogarse para ser atletas o al menos ingresar en la piscina de la Olimpiada con chancletas, gorras y pantaloncitos propios de púberes corrientones. Véase Olimpia, el documental oficial de las Olimpiadas de Berlín en 1936, filmado por la genial Leni Riefenstahl. Todos los atletas están vestidos de caballeros y de damas. Todos son, quieren ser caballeros y damas. Y lo logran. Sin estiramiento, normales. No todos eran hermosos pero se veían muy naturales, muy humildes, muy elevados, muy humanos. Si la Primera Guerra acabó con Dios, la Segunda acabó con el ideal humanista, sin remedio. La Caída del Muro de Berlín lo enterró definitivamente.
Los jóvenes, pues, que hoy creen ser la cúspide de la novedad de las costumbres, están siendo objeto de una monstruosa manipulación que dura ya siglos. Lo peor es que, como apuntaba arriba, a la juvenilia le queda poco. Pronto habrá un exceso intolerable de viejos, incluso en Cuba, y ya hay novelas que describen las pandillas juveniles europeas del año 2050 encargadas de eliminar a tanta gente jubilada que vive a costa del trabajo de los muchachos. Hasta por un simple fenómeno de mercado, lo que en 2013 sea considerado como sabiduría juvenil puede ser rectificado muy pronto como una peligrosa incomodidad. Metal extremo, me decía un rockero hace unos meses, definiendo la música que compone y toca, con la superioridad del que mira a un equipo descontinuado. Malo para mi presión arterial, pensé. Malo para los tímpanos del rockero, que pronto no podrán distinguir la tercera voz de una fuga de Bach, en caso de que la mente le dé como para ponerse a escucharla. O tal vez la busque, harto de dormir en cama de metal extremo, de comer metal extremo con cuchara extrema, y de amar a una mujer metálica con un instrumento corriente. A menos que se instale una prótesis, desde luego.
¿Y tú qué, me diréis, nunca fuiste joven? ¡¿Cuál es la cantidad de mierda que comiste, dime?! Oh, no uséis conmigo ese extremo metal, que tengo demasiado para el vómito. Y como solo las confesiones de los santos son útiles, voy a ahorrarles la lista de mis equivocaciones personales para intentar ayudarlos con mis aciertos extra personales, no menos escandalosos. Por ejemplo: ¿ya ustedes odian a José Martí? Cómo no, el Autor Intelectual del Asalto al Cuartel Moncada, el cabezón de yeso o de plástico de los matutinos, las actividades políticas e ideológicas, el rincón de la churre del comité o de la empresa, los mensajes doctrinales televisivos, la contrapropaganda de intelectuales exiliados antimartianos y los antimperialistas profesionales de la corte del emperador. Yo tuve la suerte de que mi madre me leyera La Edad de Oro desde que cumplí seis años, y de inmediato me gustó tanto que la leí yo mismo. Aun así, tuve que llegar casi a los quince para que el más joven de los santos y genios cubanos empezara a mostrarme el rumbo de mi juventud, de mi vida, de mi desempeño en este mundo.
Sí, ya sé que Martí es para ustedes algo viejo, muy viejo, totalmente muerto, pero eso que ustedes no sin razón odian no es Martí, es la mala ancianidad que unos ancianos perversos de nacimiento les han hecho tragar, con la pasiva complicidad de ustedes. Tengan en cuenta que Martí murió sobre un caballo a sus 42 años recién cumplidos, edad de astronauta que es escasa para la política. A los quince lideraba a sus amigos y eso le costó ir a parar a la cárcel, que aguantó sin deformaciones de ningún tipo. Ya para entonces no solo era poeta y dramaturgo, sino también periodista. A los 26 organiza una conspiración en La Habana y es detenido y deportado. A los 27 años era ya un líder reconocido por un prohombre de la generación anterior, el Mayor General Calixto García. A los 28 iniciaba con su libro Ismaelillo una nueva etapa en la literatura de la lengua española, en la que todavía estamos. Con 31 desafía intelectual y moralmente a los mayores de su época, los generales Gómez y Maceo, empeñados en un proyecto de dictadura. Les retira su apoyo, y ellos fracasan. A partir de ese momento, el joven se ha convertido en el líder de la democracia cubana. Es un escritor leído y admirado en toda Iberoamérica, y la naciente generación modernista lo reconoce como maestro. A los 38 es un diplomático de importancia continental. A los 39 fundaba el partido que organizó la lucha por la independencia. El núcleo de ese partido es su propia generación, Los Pinos Nuevos; y la generación anterior, tratada por ellos con extremo respeto y cariño, colabora y, hasta donde puede, obedece. A los 40 ha logrado organizar a la emigración cubana en varios países, y la conspiración se extiende y profundiza a lo largo de la Isla. Al cumplir 42 este líder civil emite desde Nueva York la orden de alzamiento que el viejo Gómez no se atreve a dar, y el país se alza en un solo día de Oriente a Occidente. La imponente obra intelectual y política de este genio y santo nuestro, repleta de una energía, una explosividad, un dinamismo y un doloroso optimismo sin igual en la historia humana, es, comprobablemente, la obra de un joven.
Ya este dato debe ponerlos a pensar, si tienen con qué. Y deben tenerlo, porque siguen leyendo este ya extenso artículo. Martí no se quedó siquiera en la fuerza del ejemplo de un joven ideal, especie de David —él se identificó con ese personaje, como saben— que baja del pedestal y echa a andar por un mundo de Goliathes y de adultos y mozos incapaces de enfrentar al mal y derrotarlo. Observen que lo que acabo de precisar es mayúsculo. Y que este David reunió en torno suyo a los jóvenes que pensaban como él, para dar la batalla tremenda contra el mal en su justo tiempo. Insisto en que estas realidades son ya muchísimo, y el que piense lo contrario que intente hacer lo mismo en la Cuba de hoy. Pero qué va, el cabezón de plástico de los matutinos que ustedes justamente desprecian fue mucho más allá, al plantear el problema de la condición juvenil en un marco de pensamiento y poesía que todavía ni siquiera hemos empezado a considerar. Y aquí me es oportuno volver a mis experiencias personales.
Los comunistas no me querían. Por mucho que yo me esforzara por ser revolucionario, el ojo clínico marxista leninista me excluía de solo verme. No se equivocaban ellos, sino yo: es imposible ser revolucionario, que es el escalón superior de la raza humana, por no decir comunista, que es el escalón superior del revolucionario, si usted es una persona pacífica. El marxismo es una doctrina de la violencia, y aquel que no tenga cara de poder practicarla de alguna manera, no puede integrar esa aristocracia. Para colmo, era evidente que yo sentía vivamente el valor de mi persona, y, siendo además, persona apasionada y sin pelos en la lengua, inmediatamente se me clasificó como enemigo del régimen. Los jóvenes que pasaban por amigos míos lo entendieron rápido y ascendieron sin mí a la UJC (Unión de Jóvenes Comunistas) y la UNEAC (Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba). Pero como todos aquellos jóvenes eran violentos y modestos, o por lo menos fingían serlo —y siguen, prósperos, en la UNEAC—, resulta que yo era un no joven, una excepción vergonzosa, un fracaso existencial del que huyeron como de una vergüenza no solo los jóvenes comunistas, sino también los nunca escasos anticomunistas, para quienes yo era un esclavo tan risiblemente perfecto que incluso creía en Cuba, Martí, la gente humilde, la justicia, y las restantes zarandajas con que nos quitaban la libertad y la vida los Mayimbes. El panorama no ha variado mucho desde entonces acá, solo que ya no soy, felizmente, un hombre de edad corta. En aquella época, sin embargo, estuve peligrosamente aislado, preguntándome qué clase de joven yo era, o si verdaderamente tenía que clasificarme como el más completo de los retrasados históricos. Tengan en cuenta que el Guerrillero les había ordenado a esos jóvenes ir haciendo a un lado a todo el que se fuera quedando atrás, y conmigo cumplieron ejemplarmente. Yo habitaba la retaguardia de la retaguardia, rechazado por todos, escoria definitiva del Proceso. Cuando los comunistas me expulsaron de la Universidad de Camagüey en 1980, usaron como pretexto el papelito de solidaridad que yo les había escrito a los anticomunistas tres años antes, estando ellos en peligro de expulsión. Les había gustado el papelito, lo guardaron y lo usaron en beneficio propio y de los comunistas. En fin de cuentas, unos y otros eran lo mismo, jóvenes y cubanos. Desde mi adolescencia yo leía estos versos:
—oh, dime, dime Homagno
De este palacio de que sales; dime
Qué secreto conjuro la uva rompe
De las sabrosas mieles: di que llave
Abre las puertas del placer profundo
Que fortalece y embalsama: dilo,
Oh, noble Homagno, a Jóveno extranjero: —
La sublime piedad abrió los labios Del moribundo noble musitando:
¿La llave quiere, Jóveno, del mundo?
La llave de la fuerza, la del goce
Sereno y penetrante, la del hondo
Valor que a mundo y villas
Cual gigante amazona desafía:
La del escudo impenetrable, escudo
Contra la tentadora humana infamia!
¡Yo ni de dioses ni de filtro tengo
Fuerzas maravillosas: he vivido,
Y la divinidad está en la vida!:
¡Mira si no la frente de los viejos!
Había encontrado esta reconstrucción de un poema en dos partes de Martí en un estudio de Hilario González publicado en el Anuario Martiano 2 de la Biblioteca Nacional, dirigido por Cintio Vitier. No voy a entrar en el tema de la legalidad de la reconstrucción, ni de la identidad de los personajes del poema: algunos creen que Homagno pudiera ser el yanqui Emerson, y Jóveno, Martí; otros afirman con mayor propiedad que Martí siempre se identificó como el Homagno generoso, el hombre grande en amor, y que el Jóveno extranjero podría ser el poeta venezolano Pérez Bonalde. Lo importante es esto: Martí no solo fue un joven paradigmático que encabezó a su propia generación de jóvenes, sino que sintió la juventud como un asunto central de la existencia, hasta el punto de investigarla en el nivel cognoscitivo de la poesía. Fijémonos que ambos términos son neologismos, palabras inventadas por Martí sobre la base de la lengua latina: formulaciones distinguidas, cargadas del prestigio romano y medieval. Jóveno padece las preguntas de su edad, centradas en el erotismo —Qué secreto conjuro la uva rompe / De las sabrosas mieles—, pero de inmediato va más allá, buscando un placer que trascienda la vida y la muerte. Esas preguntas se las hace Jóveno al Homagno. No está pues, el Jóveno, enamorado de su ignorancia, de sus preguntas sin respuesta. Busca una dimensión mayor, la llave de la vida y del mundo. El Homagno le responde aclarándole la pregunta: esa erótica capaz de desafiar la infamia del mundo está en el ejercicio mismo de la vida, pero no porque ella se baste a sí misma como un pasatiempo ridículo, sino porque la divinidad está en la vida. Homagno amplía el horizonte del Jóveno a toda la existencia humana. Cuando afirma que esa divinidad podemos verla en la frente de los viejos, confiesa que él mismo no es un viejo. Es hombre de edad intermedia. No sabemos en qué fecha Martí escribió estos versos que ni siquiera llegó a conformar en un solo poema. Tal vez él mismo se sentía a la vez el Jóveno y el Homagno, y estaba tratando de aprender de la divinidad que habitaba en su vida. El extenso poema que nos ha llegado en borrador y en pedazos es un momento cenital del pensamiento de Martí sobre la existencia humana, del que estamos por empezar a enterarnos. A mí me gusta que esté así, inacabado, como el de un conocimiento difícil al que ni siquiera la poesía del genio puede fácilmente aspirar. Muchos menos debo intentar agotar aquí mi lectura, ni imponérsela a nadie. Les invito a buscar el poema y a meditarlo desde la circunstancia de cada uno de ustedes. No habrán de arrepentirse.
Cuando la infamia comunista me había expulsado del futuro, yo me hice ese tatuaje. Un tatuaje distinguido, en latín. No en la piel, sino en el alma. Me supe Jóveno. Un jóveno que no puede ser, ni tiene por qué ser un Homagno, pero que puede reconocer la divinidad de su vida y hacerla cumplir por encima de la infamia del mundo y contra ella. Démonos cuenta de que ser un homagno tampoco es un imposible o una exageración anacrónica, un mito del siglo XIX. Mahatma —que significa alma grande, es decir, homagno— Gandhi dirigió a su pueblo en una lucha pacífica por la independencia vestido con un taparrabos. Un papa polaco perdonó a su posible asesino en el momento mismo del atentado; después fue a consolarlo a la cárcel. Aún vive Nelson Mandela, un abogado capaz de aguantar veinte años de prisión por amar a su patria, y en ese tiempo convencer a sus enemigos blancos de que él no los odiaba, y que en Sudáfrica podían convivir en paz blancos y negros como hermanos. Alguno de mis lectores puede ser perfectamente un homagno. Yo no excluiría nunca esa posibilidad: la deseo, y estoy dispuesto a subordinarme al mahatma que me escoja como colaborador, si me convence. Nos urgen recordistas mundiales de salto de altura moral, más allá de mi admirado Sotomayor. Pero cuidado, Martí no es Nietzsche: sabe que existen los hombres supremos pero no le interesa una aristocracia de superhombres: hay el homagno y hay la divinidad que está en la vida exigiéndonos a todos, no un imposible sino una posibilidad real de iluminación: ¡Mira si no la frente de los viejos! Él contemplaba la de su padre, a quien celebró con el epíteto de santo sencillo de la barba blanca. Sí, todos podemos ser santos sencillos. Yo he tenido santas en mi casa. Y está el nivel intermedio de las mujeres y los hombres de vida socialmente responsable y útil, los maestros del pensamiento y de la fe, de la creación y del servicio ciudadano, dotados de una especial potencia de divinidad que se hace evidente en las cualidades excelsas de su desempeño en el mundo. La vida humana es digna de ser vivida y puede ser dignificada con nuestra conducta hasta que la divinidad que secretamente la sostiene se manifieste en nuestra frente. Y esa divinidad puede ser asumida a plena conciencia, y también a pleno riesgo. Ningún peligro será mayor que el dejar morir nuestra divinidad con una voluntaria muerte en vida. Démonos golpes en el pecho por el orgullo, y demos humildemente gracias por el privilegio de ser cubanos, de haber tenido entre nosotros un mahatma, un homagno capaz de haber penetrado en los secretos de la existencia y haber probado su sabiduría al precio de la sangre del genio.
Hay que escoger, jóvenes. Y no hay demasiado tiempo para la elección. Se puede escoger ser joven, lo que equivale a ser, muy pronto, y en el peor de los sentidos, viejos. Es posible en cambio reconocerse como jóveno o jóvena, con todas las potencias de la divinidad humana listas para vencer la infamia del mundo y del tiempo. Y para hacer una patria como un estado de divinidad compartida. Aquí, como en todas partes, esta elección es difícil. Nunca imposible. Yo la hice y sigue costándome lo que cuesta. Pero me regala hoy la alegría de haber obedecido al jóveno Henry Constantín[3], y haberles escrito, con temor y no sin lágrimas, estas palabras.
Mayo, 2013.
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Nota del Editor: en el momento que se escribió este texto aún no se discutía la nueva constitución cubana redactada por una comisión presidida por Raúl Castro, que daba paso al matrimonio homosexual a través del Artículo 68. Durante la consulta popular ese artículo fue el más debatido popularmente de acuerdo con cifras oficiales, con 192 mil 408 referencias, en su mayoría solicitando se mantuviera con la formulación vigente o su eliminación. (Este texto pertenece al libro Palabra pública, publicado en 2019 por la editorial Boca de Lobo) ↑
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Nota del Editor: Tema interpretado por el cantante Osmani García y que generó amplia polémica por su contenido soez. ↑
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Director de la revista independiente camagüeyana La Hora de Cuba, donde se publicó originalmente este texto. ↑