Mario Ramírez
A mediados del siglo XVI y con 18 años, Étienne de la Boétie escribió un opúsculo contra el absolutismo, en el que se preguntaba si la sumisión de los pueblos era el resultado de la acción despótica de un soberano, o si más bien se debía a la servidumbre voluntaria de las masas pusilánimes.
Voluntad, servidumbre.
¡Todas las armas al poder despótico!
De la Boétie murió joven, no llegó a ser un pensador popular y aunque su obra fue leída por una minoría ilustrada, el mundo continuó siendo trágicamente servil, hasta la sumisión absoluta.
La mayoría tardó en entender que los monarcas no eran seres astrales.
A otro francés, Rousseau, se le ocurrió que el pueblo era el verdadero soberano, pero esa soberanía debía pasar por el filtro de la voluntad general, previo acuerdo de las esferas sociales.
Voluntad, soberanía.
¡Todas las armas al poder del pueblo!
Todas las armas, hasta la confusión marxista que trocó el poder real de la mayoría por el llamado “poder popular”. Esto es, el mandato de un grupo investido con los poderes del Estado, descaradamente ensamblados para borrar cualquier síntoma de soberanía.
No hay pueblo allí, pero hay una Asamblea Nacional que goza de unos privilegios.
No hay libertad económica, sino control sobre el comercio y las finanzas.
No hay división de poderes y sí exclusión política y represión.
La lista es interminable.
La servidumbre y la soberanía de los pueblos siguen siendo cuestiones a resolver en el siglo XXI.
Todo el mundo cuestiona al poder, pero nadie se pregunta por la voluntad de los pueblos para pasar de la servidumbre a la soberanía.
En 1960, el dramaturgo cubano Virgilio Piñera engavetó Los siervos, una pieza teatral con la que podía ganarse el odio del nuevo régimen prosoviético. En ella, un líder estalinista decide convertirse en siervo, contra el criterio de sus colegas totalitarios. La ironía es perfecta, demoledora.
El gobierno de Cuba se declaraba comunista, o lo que es lo mismo, el pueblo renunciaba a ser el soberano que había sido en medio siglo de República.
La voluntad de algunos fue marcharse, pero la voluntad popular fue bajar la cabeza y gritar unas extrañas consignas en la Plaza de la Revolución.
Desde entonces la Revolución comprendió que lo suyo era lo popular, a pesar de la minoría que había apoyado el proceso.
Lo popular era la voz de los resentidos contra los vencedores de siempre. Había que ser popular como un solar habanero o el aguardiente o el son.
Mejor Guillén que Lezama
Mejor el guaguancó que The Beatles.
Y las casas diseñadas por Max Borges y Mario Romañach para los compañeros de la Asamblea, que al fin y al cabo son el poder de lo popular.
Samuel Feijóo, etnólogo y escritor popularísimo entre el pueblo, agradeció haber tenido sólo seis lectores, entre los que incluía al linotipista.
Cuidado, lo popular no es siempre lo mejor ni reverencia a los mejores.
Lo popular puede ser falso, como la idea de que todo cubano juega a la pelota, fuma tabaco y odia a los yankees.
La tiranía de los popular puede ir desde el cliché hasta la propaganda política.
Pero lo peor es que lo popular, separado de una crítica de sus valores, nos someta a una especie de servidumbre voluntaria que termina por entregarnos en bandeja al totalitarismo de la Asamblea.
Soy cubano, soy popular.
Desde luego, pero en la justa dimensión de esos epítetos, en la responsabilidad que implica ser auténticos, ante el peligro de ser para siempre sometidos.
Yo, que no soy popular ni puedo contar con el linotipista, prefiero el ajedrez al dominó y sólo veo la pelota cuando juegan los yankees… de New York.
A la guapería de barrio, opongo estas líneas cada viernes, que pueden ganarme una cárcel tan popular como un olvidable reguetón.
De los tigres me gusta el poema de Blake y el animal de la Creación, que como dijo otro poeta, no muestra su tigritud, ¡salta!