
Le ha tocado el turno al martiano Jorge Mañach. En la lenta pero inevitable adecuación a las realidades del mundo que la Nomenclatura de La Habana intenta con sus empleados, a fin de que un alud súbito de verdades no conduzca a esas multitudes a un arrebato que la elimine en un agosto cualquiera, se ha producido al fin otro descongelamiento con Mañach, como con Gastón Baquero, las Grandes Ligas (desprovista de desertores), los obispos, las procesiones y las misas, los homosexuales y travestis, una exposición de poemas de Almanza en espacio estatal, la bandera norteamericana en el Malecón. Realidades feas, incompatibles con nuestra condición de revolucionarios, pero que hay que tolerar en aras de la sobrevivencia, al menos mientras Putin no vuelva a organizar con la superioridad de sus tanques la Desunión Soviética. Cierto, la biografía de Martí escrita por Mañach se había publicado en 1990. Pero es que no hay ninguna mejor hasta ahora, y no deja entrever nada del pensamiento filosófico y político del biógrafo. Se trataba de un robo, no de un homenaje. En 1999 Letras Cubanas publicó unos Ensayos de Mañach, que incluía El espíritu de Martí, uno de sus trabajos más importantes sobre el Apóstol. Tengo entendido que el compilador, Jorge Luis Arcos, se fue al exilio. Antes, y antes de irse al exilio, Iván González Cruz había publicado ese texto en Albur, por entonces la contestataria revista de los estudiantes del Instituto Superior de Arte. El caso de Mañach resulta especialmente agudo para los intelectuales orgánicos de la Nomenclatura, que desean que esta no desaparezca de golpe y los deje sin empleo, y que le recomienda humildemente que haya internet para casi todos, que se supriman las palizas a menos que sean imprescindibles, que la Nomenclatura se abra a las opiniones demoledoras de los cederistas, nunca al enemigo interno; y que se les permita posicionarse en forma inteligente antes del fin, de manera que luego puedan decir que ellos, los intelectuales orgánicos, los de los apartamentos y los dólares y los viajes, los carritos y las cervezas, las ediciones y las medallitas, sí hicieron por la verdad, sí se enfrentaron al oscurantismo, sí publicaron a Mañach —hasta donde les dejaron y con las inevitables concesiones de principio, desde luego—. Es lo que el pueblo conoce como marcar en las dos colas. En su introducción a Martí en Jorge Mañach (Letras Cubanas, 2014), la edición que comentamos, su compilador Salvador Arias, quien en su condición de estudioso de Martí espero que no merezca los juicios anteriores, nos informa que el libro estaba pensado para salir en 1998, durante el Centenario martiano. Y que está alegre de que salga con más de quince años de atraso. Hay que tener fe, que todo llega, como decía la carismática presentadora de la televisión Consuelito Vidal en 1958.
Mañach ha sido el nombre impronunciable de la cultura y la política habaneras durante más de medio siglo. Todavía no se han muerto todos los que lo odiaban, pero van quedando mucho menos, de manera que la acusación de aristócrata, de tipo frío de derecha, de político que ha vendido la fe por la posición, ya no se escucha como antes en cualquier esquina de la intelectualidad cubana. Hubo y hay un mitin de repudio variado, pintoresco y permanente contra Mañach, y no sólo de los comunistas. Se me conoce como un lezamista vitalicio, así que espero que no se me atribuya irreverencia contra José Lezama Lima si disiento ahora de la interpretación corriente de su conocida polémica con Mañach del año 1949, según la cual Lezama es santo, y Mañach, un energúmeno. Lezama le había enviado a Mañach su poemario La Fijeza con esta comprometedora dedicatoria: a quien Orígenes quisiera ver más cerca de su trabajo poético. Mañach se siente civilmente obligado a contestar con una carta fraternal y sincera en la que confiesa no entender la poesía de los poetas de la revista Orígenes, sin dejar de reconocerles su enorme probidad intelectual, y se queja de que estos poetas le tratan con un altivo menosprecio. Lezama responde, ahora con un estilo de ironías afectadas y sarcasmos violentos, como para probar ese desprecio en cada palabra. Y lo explica: Muchos entre nosotros, no han querido comprender que habían adquirido la sede, a trueque de la fede y que están dañados para perseguirse a través del espejo del intelecto o de lo sensible. Traduciendo, porque este poeta ciertamente es arduo de entender: Lezama insinúa que Mañach milita entre la gente que ha traicionado la fe de su juventud en aras de una posición social, y que esta decadencia lo ha convertido en un imbécil incapaz de apreciar su poesía y hasta de entenderse a sí mismo. Lo peor no es que lo afirme de Mañach, lo que fuera valentía, sino que lo sugiere, declinando la epístola en brazos de la puya: incivil, y tan injusta como falsa.
Si fuera necesario demostrar la gratuidad de estos odios, aquí está precisamente este libro en el que un investigador al que no le gusta para nada Mañach, como sostiene en el prólogo, ha logrado reunir por primera vez casi trescientas páginas de este autor, dedicadas a estudiar y defender el pensamiento y la acción de José Martí, en cualquier palestra, a lo largo de la existencia del autor. No están todos los textos ni mucho menos. Qué casualidad, no está el último, publicado cuando Mañach había sido ya expulsado de Cuba por la Revolución que había ayudado a triunfar y a consolidarse. No se recogen, ni había por qué, las continuas referencias a Martí en Teoría de la Frontera, su libro póstumo, un conjunto de conferencias escritas en el exilio en Puerto Rico. Pero aquí están los datos, mi maestro Lezama, que finalmente siempre resucitan: por ninguna sede, por posición social alguna, Jorge Mañach abandonó su fe martiana, que es como decir la confianza en lo mejor de la patria. Téngase en cuenta que no estamos considerando el habitual comentario elogioso sobre la literatura de Martí. Mañach no era filólogo. Si comparamos a Mañach con Juan Marinello lo entenderemos mejor. Ambos fueron compañeros en la lucha por el despertar de la conciencia nacional en los años veinte; ambos crearon la Revista de Avance, la antecesora de Orígenes; ambos pelearon contra la dictadura de Machado; ambos fueron senadores de la república; ambos dijeron ser martianos. Pero, curioso: ¿dónde están los textos de Marinello sobre el pensamiento político y social de Martí? Lo mejor que escribió Marinello fueron sus textos sobre Martí, pero se limitan a la literatura martiana. Cosa rara, porque él tampoco era un filólogo, sino un político. La causa es evidente: un político comunista honesto tiene poco que ver con el pensamiento de Martí. Para Marinello el pensamiento político de Martí era de tipo liberal, lo que estaba superado por el marxismo leninismo estalinista, como escribió y publicó en la época en que el Partido Auténtico y luego el Ortodoxo intentaban orientar al país con Martí. En la palabra de Marinello, a Martí se le debía la independencia, una ejemplaridad moral, una gran literatura, y algunas ideas sociales útiles —lo que de veras es muchísimo—, pero no una proyección global del futuro del país. El mal no era que el Partido Revolucionario Cubano Auténtico, que tomaba su nombre del partido martiano, estuviese dirigido por auténticos ladrones. Es que estaban equivocados de rumbo, pues la república, si es que hay que usar ese concepto, no puede ser con todos, sino con los obreros y los campesinos, eliminando violentamente a los burgueses; y jamás para el bien de todos, sino para el de los sapientísimos dirigentes comunistas inspirados por Marx, Lenin, Stalin y Marinello, tal como ellos entendieran el bien de ellos y el de los demás. Por ejemplo: mi mamá fue alumna de Juan Marinello en la Escuela Normal de Maestros de Camagüey, pero jamás hubiera podido vestirse con la suprema elegancia burguesa de Pepilla, la esposa de Juan, en el exclusivo restorán 1830, en los más crudos años de la Revolución.
Mañach representa la posición contraria. Alguna vez habló de la poesía de Martí, y no siempre con buen tino: la poesía no era su fuerte. A Mañach le interesaba Martí como Líder de la Construcción de la República. He puesto mayúsculas para contestar a los comunistas y a muchos de nuestros liberales de siempre, a quienes debe causarles por lo menos risa: para los comunistas, no se trataba de construir la república burguesa, sino de destruirla, incluso desde dentro, para implantar la monarquía inconstitucional, de un líder o de una oligarquía, con un respetable título de república (pues lo más divertido de estos cambiadores totales del mundo, fue que nunca encontraron unas estructuras políticas, distintas a las llamadas burguesas, de manera que usaron el nombre, y algunas de las funciones, de la república, el ejecutivo, el parlamento, el tribunal supremo, los tribunales, el mercado, la moneda, la Constitución, y el Código Penal, y hasta el Civil, en un extraño y disfuncional homenaje al enemigo, que calificaba la carencia completa de una idea social distinta y viable). En cuanto a los liberales, la república ya estaba hecha, y era así como ya era, de acuerdo con la naturaleza incambiable del pueblo cubano, que Martí había obviado por ser un poeta y un iluso: el relajo. Muchos liberales de hoy están seguros de que Martí no bailaba salsa, y que eso lo incapacita para liderar al pueblo que está harto de su cabezón de yeso y le mete con gusto al reguetón. Pero Mañach era un hombre que no cantaba el reguetón, y creía que se podía construir una verdadera República Cubana, una república de acuerdo con lo mejor de nuestras tradiciones del siglo XIX. Cierto, no todos los liberales de entonces eran tan bajos. El liberal Gastón Baquero, miembro de Orígenes, veía a Mañach precisamente como un eficaz continuador de esas tradiciones. Y la inspiración suprema para esa labor arquitectónica, en Mañach como en Baquero, estaba en Martí. Es por eso que el texto más completo de Mañach sobre estos asuntos es el discurso Pensamiento político y social de Martí, pronunciado nada menos que en la sesión solemne del Senado de la República el 28 de enero de 1941. Véase además la fecha: acaba de estrenarse la Constitución de 1940, de la que Mañach había sido artífice. Están en vigor todos los recursos de la democracia representativa. El país está en paz y prosperando. Habiendo, aparentemente, obtenido la sede, puesto que Mañach —como Marinello y otros comunistas— era en ese único momento senador, Mañach explica su fe martiana en términos nada complacientes, unas veces con palabras de Martí y otras con las propias. De Martí: Los pícaros han puesto de moda el burlarse de los que se resisten a ser pícaros. La política virtuosa es la única útil y durable. Sobre la dependencia de Cuba a los Estados Unidos, dice Mañach confrontando al presidente Batista, elegido en alianza con los comunistas: en lo económico, Martí nos exhortó a hacer precisamente todo lo contrario de lo que la República ha venido haciendo —o dejando de hacer. Mañach le predica sin autocensura el pensamiento político y social de Martí al plenario de la clase política cubana, a la mayoría liberal y a la minoría comunista. No agrede, pero denuncia; y sobre todo explica. Mañach cree que el principal problema de la construcción de la República, ha sido desatender su problema inicial de crear ciudadanos. Precisamente, esta labor periodística y pública de Mañach recogida en el volumen que comentamos, y las conferencias El Espíritu de Martí, dictadas en la Universidad de La Habana en 1949, son el testimonio de un empeño vitalicio por crear ciudadanos, invocando a Martí.
Nada aterra tanto al cubano como el fracaso, y por eso anda fracasado casi siempre. El fracaso de Mañach en crear ciudadanos es un fracaso de los ciudadanos y un éxito de Mañach. Su fracaso hubiera sido renunciar a educarlos. He aquí cómo lo define Arias en el prólogo de este libro: Para algunos, el gran drama de Jorge Mañach fue el tratar de ser el ideólogo culto y consciente de una burguesía que nunca lo reconoció como tal, porque no estaba a su altura. Hay que felicitar a Arias por no incluirse en los algunos. Suponen que cuando Mañach condena a esas clases que miran sólo a su propio interés de utilidades y jornales, la burguesía tiene que reconocerlo como su profeta. Para el marxista, desde luego, existe el marxismo, que es la verdad, y el resto es ideología. Cada cual tiene que ser el ideólogo de alguna clase, incluso cuando estornuda al escuchar una mentira, excepto los marxistas que monopolizan la universalidad de la verdad. Marinello procedía de la clase alta; tal vez por eso detestaba la República. Carpentier, al servicio de la clase alta venezolana, nos describe en su Diario a Mañach frustrado y angustiado; y a Marinello, triunfante. Eran tres actitudes normales ante el fracaso republicano. Pero qué extraño representante de la burguesía, este que después de pelear en su juventud contra Machado, que era un burgués de pies a cabeza, se inscribe en su madurez en el Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxos). Los Ortodoxos eran un partido de base amplia, pero mayormente popular. He aquí cómo el supuesto ideólogo burgués define su filiación: Estoy en la Ortodoxia, en fin, porque, como hombre que procede de las filas de la Revolución, no puedo quedarme cruzado de brazos ante el empeño que ella representa de hacer lo que aún no se ha hecho por la rectificación profunda de la vida cubana. Aunque los marxistas sólo reconocen la moral de clase, la ética existe. Esta cita procede de su Discurso de la Víspera Martiana, pronunciado en las cercanías de la Casa Natal del Apóstol, durante un mitin del PPC, el 27 de enero de 1952, meses antes del golpe de Estado que destruyó la República. El orador está consciente de qué política y qué proyección social está apoyando: Lo que este Partido quiere es crearle mejores condiciones de vida a todo el pueblo de Cuba: no a una parte de él, sino a todo él. Mañach nunca se interesó en apoyar políticas de clase alta, o de la clase media, aunque tuviera amistad con algunos de sus medios y personajes, porque era un hombre del todos, no de algunos. Había hablado con parsimonia en el Capitolio, pero se expresa ahora con ira, al aire libre, en una manifestación popular, ante el fracaso de los otros: Mentira y simulación es casi toda nuestra política, donde la ausencia de ideales, el cinismo y la rapacidad son lo que más triunfa, haciéndoles pensar a muchos cubanos que aquí es una idiotez ser honrado. No es la inexistente política de la clase alta cubana la que le preocupa a Mañach, sino la incapacidad política del pueblo, que torna disfuncionales los recursos de la democracia: vivimos en un ambiente de insinceridad, de falta de integridad, que a todos nos está haciendo esclavos de nuestras insuficiencias y de nuestros vicios, prisioneros de un círculo vicioso en que las cosas buenas y necesarias no se hacen porque no elegimos buenos gobernantes, y no elegimos buenos gobernantes porque las condiciones sociales mismas que padecemos nos deforman la conciencia y nos desvían de la voluntad en el orden cívico. Si se quiere evaluar la causa del fracaso de la ilustración del pueblo por Mañach, y por lo tanto de la República por él defendida, consideremos, hermanos, la terrible vigencia de estas palabras. Hoy nadie puede decir ese párrafo en ninguna tribuna sin ser reprimido. Ni siquiera podemos elegir a nuestros gobernantes. Los nacidos en donde crece la palma no son hombres sinceros. Tienen sus razones para no decir lo que piensan. Mañach luchaba contra el abismo de inmoralidad de un pueblo, que está triunfante hoy, para el orgullo y la prosperidad durable de la nueva clase alta cubana, la Nomenclatura Mayimbe, y para la humillación y la miseria del propio pueblo.
En este ambiente de insurgencia de los mejores contra la pasividad y la corrupción del pueblo, se produce el golpe de estado que destruye la República. No culpemos sólo al generalote. Pensemos en el gobierno norteamericano, que aceptó somnoliento el fin de la democracia en nuestro país. Consideremos al fino cardenal Arteaga, visitando en Palacio al grosero usurpador, muy poco católico, una semana después. Tengamos en cuenta que el golpe fue casi incruento, más allá de las protestas de una minoría de políticos, incluyendo a Mañach, puesto que ese mismo pueblo de gente disfrazada y corrupta aceptó el fin de la democracia con indiferencia y tranquilidad. Mañach sigue haciendo su extraordinario programa radial La Universidad del Aire, otro de sus esfuerzos ilustradores, del que nos quedan unos folletos con las opiniones de los ponentes y el debate, de altísima calidad intelectual, que todavía están por ser leídos, por no decir investigados. Los oradores se expresan con sinceridad, y los batistianos entran en la cabina y los repudian y reparten golpes. Uno de los golpeados es el joven Armando Hart. Mañach mantiene el programa. Mañach intenta crear un grupo de oposición no violenta a la dictadura, el Movimiento de la Nación, pero la gente se burla de él. Ha aparecido otra opción: un hombre de clase alta lidera una oposición violentísima. Haydée Santamaría le entrega a Mañach ciertos textos escritos en la cárcel por ese líder, y le convierte en editor clandestino de La historia me absolverá, la plataforma de esos opositores. Con tales riesgos y créditos, y enfermo ya del cáncer que le causaría la muerte, se exilia en España, desde donde no deja de apoyar la nueva revolución, que se proclama de origen martiano. Cuando triunfa, la apoya. Regresa y dirige el programa Ante la prensa, en donde comparece junto al líder, que ya le había agradecido, en una carta gélida, su labor de editor. El líder ataca en el programa al Diario de la Marina, y Mañach se desmarca de ese ataque. Bien: la reacción de los revolucionarios es histérica. Ese tipo que ha cambiado la fede por la sede, o que anda buscando otra sede, se ha atrevido a confrontar al líder. Le agreden en la prensa unos nombres sorprendentes, los futuros descartados Heberto Padilla, Virgilio Piñera y Antón Arrufat. Por el lado opuesto, la derecha le grita a Mañach que está equivocado y que el líder no es martiano, sino comunista. Mañach sigue defendiendo en público al líder durante el año 1959, y proponiéndoles a los revolucionarios, siguiendo a Martí, la norma de la justicia en la libertad. Enseguida el líder le quita la cátedra universitaria, la única sede con la que este intelectual contaba para vivir, puesto que la libertad de prensa había sido suprimida, y tiene que irse a Puerto Rico en 1960, a escribir unas conferencias que no llegará a dictar. Rectifica su error: el intento de justicia sin libertad le resulta inadmisible, y, en Teoría de la Frontera, procura ampliar el caso cubano en un marco reflexivo más amplio: las relaciones entre zonas de civilización distintas, la del Norte y el Sur de América. Si algo aprecio yo en ese libro extraordinario es la serenidad desprovista de la más mínima sombra de cólera, por no decir de odio, con la que este hombre despreciado por su propia gente y moribundo de cáncer del hígado aborda un tema terriblemente complejo y polémico. En el momento en que sus enemigos lo creen liquidado, arrojado al basurero de la historia, Mañach da su resultado más alto. Ahora que están restablecidas las relaciones diplomáticas con los Estados Unidos, Teoría de la Frontera es el libro a leer y a discutir.
El hecho de que Mañach procediera de las filas de la revolución antimachadista y de que apoyara la inspiración martiana de la nueva revolución, ha lanzado a algunos a la perspectiva de que el caso Mañach fue un error que los revolucionarios deben rectificar. Que fue tratado mal por la turbulencia revolucionaria, desgracia inevitable; y hasta por oportunistas que luego obtendrían su lugar en ese lodo. Ajustes de cuentas, dice Arias. Y que si Mañach no hubiese muerto de cáncer, hubiera llamado por teléfono a Marinello para regresar. Que Teoría de la frontera fue redactado por un enfermo que no sabía lo que escribía, y que si lo escribió no hay indicios de que lo fuera a publicar así. Y que si hubiéramos sido dulces con Celia Cruz, hubiésemos tenido son. No me pronuncio contra lo que pudiera haber de buena intención en esos juicios, pero un pensador no es un salsero. Que a Mañach le importaban un bledo los buenos o los malos tratos, incluso en los peores momentos, lo deja claro la serenidad superior de Teoría de la frontera. Desde joven padeció la incomprensión y la injuria de sus conciudadanos, y se enfrentó a los tiranos con coraje. Para un hombre debidamente centrado, lo de afuera es accidente. Al pensador hay que leerlo y entenderlo, y entender a Mañach es facilísimo porque su expresión no es para nada lezamiana. Como Martí, Mañach pone un mundo de significado en tres o cuatro vocablos. La violación por parte de los revolucionarios de la norma de la justicia en la libertad no podía ser aceptada por él. Basta indagar en el índice de su Para una filosofía de la vida, uno de los pocos textos filosóficos de nuestro país, publicado en 1951, para comprender la importancia que le concedía Mañach a la libertad como centro de la existencia humana y de la vida de los pueblos. Allí escribió: De un pueblo se dice que es libre, no cuando todo el mundo tiene lo que quiere, sino cuando todos tienen la oportunidad de pretender lo que quieren. Mañach no podía aceptar la propuesta revolucionaria de suprimir las libertades para obtener la justicia social, puesto que para él la libertad era la primera forma de la justicia.
Lo mejor de este asunto es que la perspectiva contraria es errónea también. El Mañach de derecha, que, según Arias, en Teoría de la frontera se pasa al elogio de la ocupación norteamericana de Puerto Rico, no coindice con lo escrito por el maestro. Una y otra vez, en esas conferencias, Mañach rechaza las proyecciones imperialistas de los Estados Unidos (pero no las confunde con el destino o la vocación de ese país). Y habla desde los intereses del latinoamericano, incluso desde el orgullo por los valores de nuestra cultura. Pero su propio fracaso en la tarea de crear ciudadanos en Cuba, le hizo entender que se trataba de un problema mayor, compartido por los iberoamericanos; y que el ejemplo de los valores democráticos estadounidenses tenía que ser asumido por nosotros si de veras queríamos salir del atraso y de la dictadura. Véase que digo asumido y no imitado. Lo que Mañach, inspirado en Martí, propone, no es la copia de la democracia norteamericana ni la incorporación a su sistema, sino el desarrollo creativo de nuestra democracia sobre la base de nuestros valores, pero teniendo en cuenta la experiencia estadounidense, la positiva y también la negativa. Esto lo había aprendido de Martí. Hay gente que identifica a Mañach con el Capitolio construido por su enemigo Machado, pero allí es donde él le había aclarado a los senadores: Advierte sobre todo el Maestro, que no es libertad ni democracia todo lo que como tal ha venido reluciendo. Y de inmediato lo cita: En el último medio siglo, se han dado por definitivas las formas de la libertad que aún no lo son, y confundido los derechos invencibles con los ensayos infelices de su administración… En el caso cubano, la arquitectura capitolina albergaba lo que el senador consideraría en 1952 como un Congreso vendido. Más: en Teoría de la frontera, se distancia de la democracia corriente, norteamericana o europea: la democracia no ha encontrado todavía, por desgracia, la forma del único totalitarismo que le sería permisible: el de la impregnación total de la sociedad con sus propias ventajas. Hay demasiados contrastes de fortuna no determinados por la aptitud o por el esfuerzo, demasiadas formas de despilfarro y desorden, demasiadas falsificaciones que claman al cielo. No es que Mañach rechace la democracia, sino que sabe que es un proceso histórico que apenas comienza: La gran tarea humana del futuro es aprender a regir, a través de la cultura, la historia… Su fracaso como educador del pueblo cubano no le hizo apartarse de la idea ilustradora, sino comprenderla en un marco cada vez más generoso e inteligente, y de perfecta vigencia hoy en el llamado Primer Mundo. Por eso no queda ciego con la sucia fricción de la frontera entre las dos Américas. Quiere que aprendamos de los Estados Unidos, y espera que la América anglosajona, puesto que incluye al Canadá, se impregne de los valores de la cultura iberoamericana. Es precisamente ese proceso, a mi juicio, lo que define el rumbo mejor del siglo que vivimos en el Hemisferio Occidental. ¿Tenemos derecho, pues, a seguir ignorando e injuriando este poderoso despliegue de pensamiento y acción, uno de los más nobles de nuestra historia? ¿Seremos tan escasos, y tan traidores, como para dejar en el olvido y la calumnia a este legado de oro, del que apenas hemos podido apuntar aquí algunos de sus rasgos sobresalientes?
Jorge Mañach fue el martiano arquetípico del siglo XX cubano. Creyó desde el principio y hasta el final en la excelencia moral, intelectual y política de Martí; lo estudió como nadie y lo defendió apasionadamente en cuanto foro estuvo a su alcance; y orientó su propio accionar honesto e incansable en el sentido martiano, entendiendo, como el mártir de Dos Ríos, que en un día no se hacen repúblicas, y que esta tan joven que Martí había fundado con su sangre tenía que ser hecha sin más sangre, por métodos de civilidad e inteligencia para los que él creía capacitados, e incluso destinados, a los hijos de Varela y de Martí; y lo creía porque muchos de sus amigos y amigas le inspiraban ese optimismo, entre ellos las más de diez grandes personalidades que le apoyaron en la Sociedad de Amigos de la República, fundada por él en 1948. Ese optimismo no alcanzó futuro. Inciviles de muñeca gruesa, brutos hasta con obra sublime, faltos de fe en cualquier cosa, hedonistas de cuatro quilos, deprimidos en el bar por el bolero, partidarios de la violencia como expresión sexual, la mayoría de sus contemporáneos, y no sólo los empresarios o políticos cubanos, tenían que repudiar a este hombre fuerte y por eso muy equilibrado y armónico, ilustrado y activo, lleno de fe hasta la ingenuidad, tan ansioso de verdadero servicio al país y tan despojado de cualquier egoísmo que fue capaz de creer a última hora en la violencia como un posible recurso redentor. ¿Será nuestro siglo XXI otro período de traición a Martí y a Mañach? ¿La República no se hará nunca? ¿La Nomenclatura Mayimbe saldrá de su fase de pupa, y se convertirá en mariposa burguesa, estatalista o liberal depredadora, para las maravillas rusas y chinas del capitalismo sin democracia? ¿Estamos condenados a ser un protectorado yanqui o asiático, a amar al despotismo o a gozar del relajo? ¿Nunca contaremos con todos, sino sólo con los dueños de la violencia y el dinero? ¿Nunca podremos vivir para el bien de todos, sino sólo para los intereses de una oligarquía? ¿Seguiremos siendo impermeables a la sabiduría de nuestros mejores ciudadanos? Lo que puedo decirles, conciudadanos, es que yo, como martiano y como cubano, estoy con Jorge Mañach; y quiero que esto se sepa de una vez y para siempre, delante de ustedes que van a morir como yo, y en la presencia de los ángeles: yo protesto contra la porquería que hemos hecho con Jorge Mañach: yo soy discípulo de Jorge Mañach; yo soy ciudadano de Guáimaro y de Dos Ríos, como Jorge Mañach.
(Publicado originalmente en La Hora de Cuba, revista impresa, No. I, 2016)
