Tener una casa es tener un estilo para combatir el tiempo.
Yo leía esta frase de Lezama en sus Tratados en la Habana, en la Biblioteca Nacional, siendo un adolescente. En algún momento de mi infancia mi tía Blanca me había dicho, en el que era su cuarto y ahora es el mío: algún día todo esto será tuyo. Parecía un premio para un muchacho pobre, esta casa decimonónica sin mérito de nueve metros de ancho por unos treinta de largo, donde en realidad vivíamos muy apretados diez personas de tres familias, excepto por el jardín y el patio. Y a los nueve mi papá había gritado mi nombre con alegría en la galería del jardín, y yo me había sentido primogénito de la familia, de la casa, de mi país y del mundo. Las fantasías infantiles pueden determinar una vida, más que los traumas del señor Freud.

Por eso en la adolescencia quise ser arquitecto, pues de niño jugaba a construir rascacielos. Pero no soñaba con esta casa, sino con elevarme una más allá de Guanabo, en la costa habanera entre la capital y Matanzas: quise siempre vivir frente al mar. Lamentablemente, aun cuando hubiera estado poseído del don del dibujo y hubiese estudiado arquitectura, la miseria de mi país me hubiera obligado a renunciar a semejantes ambiciones. A medida que entraba en la juventud me convencía de que debía tratar de salvar y mejorar la casa de Blanca —era su cumpleaños número doce cuando mi familia había entrado aquí, en 1937—, si es que tal audacia era posible en medio de la pobreza y el socialismo. Ya en los años noventa mi único propósito era impedir que los techos se derrumbaran sobre nosotros. Con todo, hemos tenido unos cinco derrumbes. Uno de ellos casi mata al más desvalido de mis siete ancianos.

La terquedad de los que nunca fuimos adultos es asombrosa. Mientras más años venían sobre mi vida, más impulsado me he sentido a salvar mi casa, incluso a convertirla en la metáfora lezamiana de la resistencia al tiempo. ¿Cómo no resistirse a un tiempo de dictadura? ¿Cómo dejarse desposeer de cuanto has recibido en herencia, por culpa de unos gobernantes ladrones y unos millones de conciudadanos fugitivos, que han vendido la primogenitura por un plato de lentejas? ¿Cómo no aferrarse a un insignificante pedazo del planeta donde te has experimentado como Rey del Mundo, Sacerdote de Cristo y Profeta de Dios?

Aquí estoy, no sé cómo ni por cuánto tiempo, pero sí para qué.
Es muy poco probable que pueda salvar Ítaca, la casa de todos, la nave de poesía visual de la Orden de Homagno, metáfora de la resistencia de la Patria contra la barbarie de la historia.
La historia quiere resultados. Yo me exijo la acción del sueño.
Que quede el sueño de esta acción.
Camagüey, 2023.