
Es difícil decir o escribir algo sobre la situación actual de Cuba. Hoy, quizás más que nunca, se tiene la sensación de estar en un punto muerto. Ya ni siquiera acuden a nuestra burbuja de realidad los hiperoptimismos que anunciaban cada primero de enero, como una letra ecuménica del año, la caída del régimen. O los hiperoptimistas están muy atareados en sobrevivir en un exilio que se ha vuelto, de pronto, inhóspito, o el tema pasó de moda, o no se puede pronosticar más allá de cierta profundidad en la caída sin fondo del gobierno. Uno quisiera encerrarse en el famoso palacio de la mente, tan ocupado de estrategias de supervivencia cotidiana, para que el cónclave de las ideas arrojara una fumata blanca redentora, una idea, sólo una, capaz de salvarnos del vacío al que nos hemos empujado.
Sin embargo, me sale humo. Sí, vea usted, un humo negro como el de una termoeléctrica averiada, un humo de inclemencia, de borrasca, de nube sobrecargada que quiere echar su aguacero de Dios sobre la isla, pero no puede. Un humo de impotencia, de calor y humedad y un humo seco por la lluvia que no cae y la cosa que no cambia…
El otro día, en una de esas existenciales colas, un sujeto inflamaba la habitual discusión entre una ensarta de lugares comunes y salidas de tono. Eso sí, el individuo —cuarentón, camisa a cuadros, moto Suzuki parqueada en el sentido del tráfico— aprovechó que todo el mundo se sumía en el debate sobre el lastimoso presente de Cuba, para dar lo que él consideraba eran los únicos caminos del cubano. Así habló Zaratustra: “en este país, o te vas, opción que se ha complicado, o te adaptas”. “Y para adaptarte”, continuó, “lo mejor es empezar a hacer más confortable tu vida aquí”. Mi vida aquí, pensé, como quien dice El mundo en que vivimos, una asignatura de Primaria en la que siempre sacaba cien y que, además, me gustaba. Simple. Pero, ¿confortable?
No sé por qué designio de la mente caí, desde la cola para recibir el paquete que me envía la familia, hasta esta escuelita destartalada, donde pasé las horas más largas de mi infancia. Aquí, en esta sucia aula donde aprendí a sumar y a dar trompones, una mala profesora intentó enseñarnos que el humo era un sustantivo abstracto, porque, según ella, no se le podía asir. Imagine cuantas cosas son incapaces de asir los niños en Cuba, cosas comunes y necesarias que cualquier niño tiene en otra parte, y que aquí tendría que catalogar de abstractas. No voy a enumerarlas porque usted ya las sabe, y sabe, como yo, que el hacerlo da grima. Pero, ¿confortable?
Escribir sobre Cuba puede llegar a ser como ese exquisito ejercicio del aburrimiento, que consiste en lanzar una piedra sobre el agua para verla dar brinquitos hasta hundirse. Yo he elegido escribir para ver cómo mi mano comunica a la hoja esa fricción temblorosa, ese pensamiento ígneo que descree de la lluvia, los hiperoptimismos y los adaptados. No puedo hacer confortable mi vida, porque, como un niño, no me pertenezco. Puedo, en cambio, incinerar la página, hacer que vuele en miles de virutas la idea y se propague el incendio. ¿Qué puede hacer usted?