Eliseo Giberga (imagen de archivo).

Difícilmente encontrarás una calle, un parque o una escuela con el nombre de este delegado. Como hemos inferido de lo visto hasta ahora y confirmaremos a lo largo del año, la mayoría de los delegados provenían de las filas separatistas. No era el caso de Eliseo Giberga. Este delegado nacido en Matanzas el 5 de octubre de 1854 había sido una de las figuras más importantes del autonomismo cubano. En otras palabras: tres años antes era enemigo declarado de la mayoría de esos hombres con los que ahora se sentaba a fundar una República.

Para Giberga, el separatismo había sido un movimiento funesto que habría sido mejor evitar. Quizá sus criterios al respecto nunca cambiaron. Así lo demostró en varias ocasiones durante la Convención. Incluso en un episodio que involucraba a José Martí, a quien por entonces consideraba una de las peores desgracias acaecidas a Cuba. Esto no quiere decir, sin embargo, que una vez determinado el curso de la independencia, fuera Giberga enemigo de la República.

El paradigma de la libertad

Para comprender este esquema de pensamiento es necesario hacer una pequeña digresión que explique, aunque sea parcialmente, el autonomismo cubano. Es difícil dar una idea del desprecio y el rechazo que la historiografía cubana más apegada al pensamiento único ha manifestado por el autonomismo. Los historiadores nacionalistas, y especialmente los nacional-marxistas no han economizado epítetos despectivos para describir a sus figuras principales y sus ideas. Antipatrióticos, anticubanos y traidores eran Rafael Montoro, Antonio Govín, Rafael Fernández de Castro, José Antolín del Cueto y Eliseo Giberga, entre otros. Se trata también, sin embargo, de algunos de los intelectuales más destacados de su época en la isla.

No quiero decir con esto que la cultura y el prestigio intelectual otorguen una licencia para matar. Quiero decir que el autonomismo merece ser comprendido y explicado porque forma parte de la Cuba plural que siempre queremos construir. Suele haber en buena parte de la historiografía nacional-marxista un entendimiento teleológico de la historia que me gusta llamar fetichismo de la independencia. Se trata de un homenaje irónico a Carlos Marx, por supuesto. Este fetichismo consiste en pensar que existía una suerte de imperativo en el siglo XIX cubano que tenía a la independencia política como fin último. Esto se llama levantar el gato por la cola, no puede salir bien.

Las realizaciones históricas deben considerarse definitivas sólo una vez que han ocurrido. La multiplicidad caótica de variables no permite “pronosticar” el curso de los acontecimientos, sino sólo tendencias más o menos fuertes en una dirección. Los partes meteorológicos cotidianos suelen ser mucho más exactos. Es aún peor para el contemporáneo. Si algo hemos constatado en esta serie sobre la Constituyente es que no había certeza absoluta en 1901 de que habría República en 1902. Por eso decir que la independencia era una finalidad determinista del siglo XIX cubano constituye un exceso de confianza. Lo que puede identificarse es una tendencia muy fuerte a la autodeterminación y la descentralización. No es lo mismo.

Quizás todo el problema consiste en aferrarse a un paradigma equivocado. Suponer que el pensamiento separatista tiene una genealogía distinta e incompatible con la del reformista/autonómico o, inclusive, el anexionista. Es que, si vamos a los orígenes del pensamiento independentista cubano, no encontramos por ninguna parte el fetichismo de la independencia. Este surge muy tardíamente cuando la independencia parece la única opción viable. Pero ¿qué impulsa entonces a buena parte del separatismo, el reformismo y el anexionismo en sus orígenes? La respuesta es demasiado obvia porque suena a lugar común: se trata del fetichismo de la libertad.

En efecto, el pensamiento liberal que va haciéndose dominante en Europa y América en esa misma época, está en la estirpe común de estas tendencias. La independencia, el autonomismo o la anexión eran vías para alcanzar libertades civiles y políticas inexistentes en la colonia. Libertades civiles y políticas que, como siempre, conducen también a libertades económicas, decimos para que los cínicos estén conformes. Por eso, más allá de algunos conatos ocurridos como contagio de las guerras de independencia continentales, el separatismo es la última que toma ímpetu. Es la más traumática y dolorosa. Implica la destrucción masiva de vidas y bienes materiales.

La entrada en la política

Eliseo Giberga fue convencido desde muy temprano por esta llamada “vía evolutiva” hacia la conquista de las libertades. Su padre era un médico catalán establecido en Matanzas que lo envió a estudiar desde muy niño a Barcelona. En la universidad de esa ciudad se graduó de abogado y luego se trasladó a La Habana para doctorarse en Filosofía y Letras. Este currículo académico era común para estudiantes del perfil de humanidades de la época. José Martí, que lo sobrepasaba en edad por menos de dos años, también estudió ambas carreras en ese mismo período en Zaragoza y Madrid.

¿Qué ambiente encuentra Giberga al regresar a Cuba? Prácticamente acaba de terminar la Guerra Grande que tiene su secuela inmediata en la Guerra Chiquita. La parte oriental del país ha sido arrasada, pero occidente, donde se crea la verdadera riqueza, está intacta. De hecho, a lo largo de la guerra la colonia ha roto sostenidamente sus récords de producción de azúcar. España, para lograr la paz, ha prometido reformas y algunas están siendo implementadas. Se ha realizado una nueva división político administrativa y ahora existen seis provincias. Se han garantizado algunos derechos civiles y hasta algunos derechos políticos de los que tanta solicitud hicieron generaciones pasadas y presentes.

Las leyes de España se adaptan para aplicarse en sus colonias de Cuba y Puerto Rico. Así, entre otras leyes, recibió Cuba un grupo de códigos que definieron y consolidaron el sistema jurídico de la isla. Por ejemplo, el Código Penal que rigió hasta 1936, el Código Civil vigente hasta 1987 y el Código Mercantil que aún se encuentra en vigor. También se autorizó la creación de partidos políticos y se implementó la representación en las Cortes a través de la elección de diputados. Las Cortes eran el poder legislativo del Estado, lo que comúnmente conocemos como parlamento. A todas luces, pareciera que los cubanos habían alcanzado más libertades políticas de las que tienen hoy. Al menos podían crear partidos políticos y uno de ellos va a ser el Partido Liberal.

Conocido luego como Partido Liberal Autonomista, esta organización tenía la finalidad de conseguir reformas en la administración de la colonia que garantizaran el autogobierno. Que la colonia adquiriera un estatus de autonomía donde fuera capaz de promulgar sus propias leyes, conformar y administrar sus presupuestos, gobernarse. Hay que recordar que estos nuevos derechos otorgados en España conviven con el ejercicio del poder absoluto del Capitán General, Gobernador Militar de la isla. Esta figura, en representación del Estado, es la fuente de todo poder. Los derechos políticos del cubano son plenos en la metrópoli, no en la colonia.

A este Partido Autonomista se vincula Giberga desde muy temprano. Es fundador del Colegio de Abogados de La Habana, cuya refundación es autorizada en 1879 al calor de las reformas. Comienza una intensa vida política en la prensa y en la tribuna. Se convierte en un notable orador y es elegido diputado a Cortes en varias ocasiones desde la segunda mitad de la década del ‘80. Acompaña a otros autonomistas para representar a Cuba en España y adquiere una importante experiencia parlamentaria. De hecho, de los delegados a la Constituyente de 1901, es el único con este tipo de experiencia.

Los “buenos cubanos” y los insurgentes

Lamentablemente para los autonomistas, las reformas implementadas por España habían sido demasiado tímidas y su aplicación desleal. El partido favorito del régimen era el eterno rival de los autonomistas: el Partido Unión Constitucional. Se decía que Unión Constitucional era el partido de los “buenos españoles” y el Autonomista el de los “buenos cubanos”. Eso dice mucho de las diferencias en el programa de ambos. La representación cubana en las Cortes era demasiado pequeña como para tener una masa crítica suficiente. Las elecciones en la isla tendían a favorecer por medios fraudulentos a sus rivales. La alianza parlamentaria con los liberales españoles acumulaba decepción tras decepción.

Giberga pertenecía al grupo de autonomistas que fustigaba en cuanto tenía ocasión al régimen colonial. En sus discursos, en la prensa y en cuanto medio tenía a su alcance, denunciaba que el estado de cosas era insostenible. Sin las reformas, sin la autonomía, la isla se encaminaba a la ruina. Para la década del ‘90, las sucesivas decepciones habían quitado gran parte del impulso al movimiento autonomista. Varios planes de reforma contemplados en el parlamento, que nunca llegaron a aplicarse, incrementaron el peso del fracaso en un momento crítico para el país. En el exilio del norte había surgido otro partido cubano. No tenía estatus legal en Cuba. Lo habían fundado exiliados. Se afiliaban clandestinamente los cubanos de la isla.

Para los “buenos españoles” se trataría de una maniobra más del imperialismo yanqui intentando, otra vez, apoderarse de la isla. Para los “buenos cubanos” era el signo de la mayor de las desgracias, pero también de su propia decadencia. Durante su fundación, el autonomismo se había nutrido de buena parte del mambisado que decidió permanecer en la isla. Se habían quedado al amparo del “olvido de lo pasado” prometido por Martínez Campos en el Zanjón. Eran separatistas devenidos autonomistas. Ahora, después de tres lustros de decepciones, se daba nuevamente una situación fluida entre ambos movimientos.

La fluidez era tal que llegaba fácilmente a la confusión. Cuando se produjo el alzamiento del 24 de febrero, algunos insurgentes utilizaron consignas autonomistas. Enarbolaron la bandera de la autonomía y proclamaron que luchaban por ella. Fue el caso, por ejemplo, del General Jesús Rabí, que cuenta Marta Bizcarrondo en la bibliografía citada. Tras ese momento de confusión, perfectamente natural, el independentismo se organizó y restableció la coherencia. El hecho, sin embargo, es significativo en relación con lo que decíamos antes. Separatismo y autonomismo tenían muchos más puntos de contacto de los que suele estar dispuesto a reconocer el nacional-marxismo.

Esta suerte de rivalidad concomitante entre ambas tendencias tuvo tintes de extrema ironía. Por un lado, la prédica autonomista contribuyó a fomentar un estado de opinión de disconformidad con el estatus colonial cuyos frutos recogió el separatismo. Por el otro, el gran sueño del autonomismo, la concesión es estatuto autonómico, sólo llegó aupado por la guerra independentista. La guerra, de hecho, trastocó todos los planes al respecto. El propio Giberga, que había sido electo senador en 1896, decidió no ocupar su escaño y marchar al exilio voluntario en Niza. Era una suerte de protesta contra las políticas draconianas de Valeriano Weyler. Sólo regresó a la isla cuando la instauración del gobierno autonómico era algo más que un rumor.

El sino trágico del autonomismo

El sino trágico del autonomismo apareció una vez más. El intento de conciliar la lealtad a España con la lealtad a Cuba se enredaba en un nudo gordiano imposible de deshacer. Por Real Decreto fue proclamada la Constitución Autonómica el 25 de noviembre de 1897. El gobierno autonómico tomaría posesión el 1 de mayo del año siguiente. En enero, estallaron disturbios en La Habana. El elemento español no estaba conforme con la autonomía. Ante estos disturbios, el gobierno de los Estados Unidos envió al acorazado Maine con el propósito declarado de proteger bienes y personas de sus nacionales. El resto de la historia es conocido.

El 15 de febrero, una explosión provocó la muerte de cientos de marinos y el hundimiento del buque. El 11 de abril, el Presidente de los Estados Unidos solicitó al Congreso de su país que considerara autorizarlo a utilizar la fuerza para pacificar a Cuba. El 19 de abril el Congreso lo autorizó mediante la Resolución Conjunta que, además, afirmaba que: “el pueblo de Cuba es, y de derecho debe ser libre e independiente”. El día 20 se firmó la Resolución y al siguiente, comenzó la guerra. España se rendiría el 12 de agosto.

El gobierno autonómico tenía limitaciones constitucionales importantes. No era lo que los autonomistas habían soñado, pero se acercaba a la solución evolutiva del problema a la que siempre había aspirado. Se basaba en el establecimiento de un poder legislativo compuesto por las llamadas Cámaras Insulares. La cámara baja, Cámara de Representantes, debía conformarse con un diputado electo por cada 25000 habitantes. La cámara alta, Consejo de Administración, tendría 18 miembros electos y 17 designados por el Gobernador. El poder del Gobernador, ejercido en nombre del gobierno central de Madrid, limitaba en muchos aspectos los poderes de las Cámaras Insulares.

Por un momento, entre el anuncio de la autonomía y el estallido de la guerra con los Estados Unidos, pareció que la fórmula podía funcionar. El Ejército Libertador sufrió una oleada de deserciones, especialmente en el occidente de la isla, que de algún modo afectaron su moral. El presidente Bartolomé Masó, cuyas cartas cita frecuentemente el historiador Ibrahim Hidalgo en la obra consultada, manifestaba un profundo pesimismo y preocupación. Se ha debatido mucho acerca de esta situación en la historiografía cubana. De ningún modo puede aseverarse que la concesión de la autonomía habría conducido a una negociación de paz. Debe reconocerse, sin embargo, que significó un reto formidable para el separatismo.

La entrada de los Estados Unidos en la guerra lo cambió todo. El entusiasmo independentista renació y se registró el mayor número de incorporaciones a sus filas en toda la guerra. Para los autonomistas como Giberga, que se preparaba para ocupar un puesto en el gobierno autonómico, el futuro parecía desesperanzador. Unos meses después, en enero de 1899, Rafael Montoro, una de las figuras señeras del Partido Autonomista, participaba en la ceremonia de traspaso de poderes. España cedía la soberanía sobre Cuba a los Estados Unidos que la administrarían a través de un gobierno militar. El pueblo en las calles pedía guásima para Montoro, Giberga y sus correligionarios. Esto es, la pena de muerte.

La reconciliación

No se emprendió, sin embargo, ninguna represalia consistente más allá de alguna revancha local que pueda haber ocurrido. El mambisado no estaba interesado en la venganza. Los Estados Unidos no tenían intenciones de permitirlo y tomaban precauciones excesivas. Por ejemplo, la imposibilidad de marchar sobre Santiago que ocasionó el disgusto entre Calixto García y el General Shafter. Curiosamente, se había logrado llevar a cabo esa guerra sin odio que propusiera Martí, ese hombre considerado funesto para Cuba por Giberga. Más allá de la animosidad natural que surge al calor de la refriega, terminadas las hostilidades la reconciliación fue casi inmediata.

Rafael Montoro, y el autonomismo en pleno, decidieron retraerse de la vida pública. Reconocían así su derrota definitiva. La separación de España era un hecho consumado. El separatismo, amparado en el vecino del norte, había logrado, al menos, parte de su cometido. Giberga y sus correligionarios habían apostado a la parte perdedora. Aquí, sin embargo, no terminó su carrera política. En un giro inusitado de los acontecimientos ocurrió un fenómeno que la historiografía nacional-marxista ha dado en denominar “la extraña alianza”. El surgimiento de un partido político que unía al grueso del liderazgo autonomista con un sector de la oficialidad mambisa. El partido Unión Democrática, a través de cuya lista electoral fue elegido Giberga a la Constituyente el 15 de septiembre de 1900.

El proceso de creación de este partido fue protagonizado por un grupo de oficiales cubanos que la historiografía suele considerar de izquierda. Figuras como Eusebio Hernández, Enrique Collazo, Mayía Rodríguez y Carlos García Vélez decidieron invitar a Montoro a salir de su retraimiento. A un banquete celebrado el 6 de enero de 1900 en honor a Bartolomé Masó, fueron invitados los líderes del autonomismo. Ahí compartieron con algunas figuras notables del separatismo. Las muestras de concordia y afecto mutuo fueron deliberadamente públicas y efusivas. El homenaje al último presidente de la República en Armas sirvió para abrir las puertas a una nueva vida política para Giberga.

La alianza que dio origen a Unión Democrática tuvo numerosos motivos. El propio Giberga expresó los más importantes en discursos y artículos aún antes de que terminara la guerra. Para él, lo ideal habría sido evolucionar hacia una creciente autonomía en el seno del imperio español. Excluida España de la ecuación, razonaba que sería necesario entonces garantizar una alianza con el separatismo. El peligro común que cimentaría esa alianza sería la anexión a los Estados Unidos impulsada por ciertos intereses económicos de las élites insulares. El peligro del separatismo estribaba, para Giberga, en que la nacionalidad cubana era demasiado débil. Sin la tutela de España, gravitaría inevitablemente hacia los Estados Unidos.

Giberga repetía los principios y argumentos de José Antonio Saco en su polémica contra el anexionismo que había tenido lugar más de medio siglo atrás. Permanecer junto a España, para los reformistas/autonomistas, era una forma de ser leales a Cuba. Consumada la separación y luego la República, era imperativo mantener ese vínculo espiritual, ya no político, con la madre patria. La alianza con el separatismo era, entonces, inevitable. La reconciliación fue definitiva. De hecho, la división entre autonomistas y separatistas no estuvo en el centro de casi ningún debate o conflicto en la vida de la República. Si acaso, algún que otro resabio provocado por la repartición de empleos públicos cuando se pretería a un independentista en favor de un autonomista.

Es cierto que los correligionarios de Giberga y Montoro tenían tendencias políticas conservadoras. Esto explica que muchos de ellos militaran en las formaciones de esta índole. Se trataba, no obstante, de formaciones también integradas y, sobre todo, dirigidas por antiguos mambises. Rafael Montoro fue vicepresidente de la República, pero del Presidente General Mario García Menocal.

Durante la Constituyente, Giberga se vio aislado en numerosas ocasiones y, siendo uno de los oradores más notables de la época, en encarnizados debates. Sus intervenciones hacen más grata e interesante la lectura del Diario de Sesiones, por mucho que no se pueda estar de acuerdo con algunos postulados. Su participación tuvo ese valor añadido de ser un símbolo de la reconciliación nacional.

De cierto modo, los hechos cuestionaban la tesis española de que la guerra de independencia había sido una guerra civil. Que, como tal, se trataba de un conflicto interno y no asistía a ninguna potencia el derecho de intervención. De ahí esa fórmula del Congreso estadounidense que declarara libre de facto al pueblo de Cuba, refutando así la tesis de la guerra civil. Tesis posiblemente refutada también por la rápida reconciliación entre los miembros del viejo gobierno autonómico y aquellos que los combatían en la manigua.

Epílogo  

Durante la guerra los autonomistas estuvieron en una situación precaria entre dos aguas. Los separatistas los consideraron traidores a Cuba. Los “buenos españoles” los consideraron traidores a España. La rápida reconciliación entre ambos grupos de cubanos significó la inmediata reconciliación con España. Apenas nació la República se restablecieron las relaciones diplomáticas y la cordialidad entre ambas naciones. En cultivar esta relación, también jugó un papel destacado Eliseo Giberga, que había profesado lealtad a esas, sus dos patrias. En el caso cubano, algunos han calificado esta lealtad como patriotismo de oropel. Generaciones posteriores, alimentadas por un nacionalismo reduccionista, han estado menos abiertas a la reconciliación. 

A más de un siglo de distancia, estas valoraciones parecieran superfluas y apresuradas. Una Cuba plural no sería posible si el fanatismo, que reprochara Félix Varela, un reformista devenido independentista, determina nuestros valores y nuestro canon nacional. Es cierto que Giberga no podía comprender a Martí, pero había sido su contemporáneo. El paso del tiempo hace inútil establecer un juicio basado en lo que pudo ser. Giberga podía suponer que una Cuba sin Martí habría sido mejor. Eran su presente y su futuro los que estaban en juego. Para nosotros los hechos están a demasiada distancia como para perder el tiempo pensando una Cuba sin Giberga y sus correligionarios. Ellos son también parte de lo que somos y no podemos suprimirlos de nuestro pasado.

Cuando recordemos la muerte de Eliseo Giberga, que ocurrió el 12 de febrero de 1916, hablaremos de los servicios que prestó a la República. De su carrera como miembro del Congreso y sus misiones diplomáticas. También tendremos ocasión de mencionar obra poética. Vocación compartida, aunque desde un rango mucho menor, con su sobrino nieto, Eliseo Diego. Citemos, para terminar, un soneto suyo dedicado a la República cuyo nacimiento pretendió impedir.        

En el segundo aniversario de la instalación de la república

El breve tallo, que en labor paciente
hoy empieza a romper la tierra dura,
árbol será mañana, cuya altura
hasta los cielos llevará su frente

Al cansado arador sombra clemente
dará en sus hojas y en su fruto hartura;
a su pobre heredad cerca segura;
a su humilde cocina brasa ardiente.

Y una y otra, robusta y vividora,
luenga prole, sin término y sin cuento,
verá en torno del árbol cada aurora...

¡Tal, de un pueblo feliz gloria y sustento,
la República dure vencedora
de los tiempos, cien siglos y otros ciento!

Fuentes Consultadas:

Avheroff Purón, Mario. Los primeros partidos políticos. Instituto Cubano del Libro, La Habana, 1971.

Bizcarrondo, Marta. “El autonomismo cubano 1878-1898: las ideas y los hechos”. En: https://ojs.ehu.eus/index.php/HC/article/download/16040/14088/58402

“Entre Cuba y España: el dilema del autonomismo”. En: https://bibliotecadigital.aecid.es/bibliodig/es/catalogo_imagenes/imagen.do?path=1005665&posicion=46&registrardownload=1

Cordoví Núñez, Joel. “Liberalismo, crisis e independencia en Cuba, 1880-1904. Editorial Ciencias Sociales, La Habana, 2003.

Franco Pérez, Antonio-Filiu. “Vae Victis! O la biografía política del autonomismo cubano (1878-1898)”. En: https://www.cervantesvirtual.com/obra/vae-victis-o-la-biografia-politica-del-autonomismo-cubano-1878-1898/

Fernández de Castro, Rafael y otros. “Discursos pronunciados en la velada fúnebre que en honor de Eliseo Giberga se celebró en el salón anfiteatro de la Academia de Ciencias, la noche del 26 de junio de 1916”.  Imprenta y Papelería de Rambla, Bouza y Ca., La Habana, 1916.

Giberga, Eliseo. “El Centenario de Cádiz y La Intimidad Ibero-Americana. Discursos”. Imprenta y Papelería de Rambla, Bouza y Ca., Habana, 1913.

Hidalgo Paz, Ibrahim. Cuba 1895-1898. Contradicciones y disoluciones. Centro de Estudios Martianos y Centro de Investigación y Desarrollo de la Cultura Cubana Juan Marinello, La Habana, 1999.

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