Fotografía de Juan Pablo Estrada.

Quien haya leído Rebelión en la granja, de George Orwell, difícilmente olvide el séptimo mandamiento: “Todos los animales son iguales». El ideal de igualdad que unió a los animales en su rebelión, fue traicionado por los cerdos después de acomodarse en el poder, al punto de transformarse en “Todos los animales son iguales, pero unos más iguales que otros».

Quien haya leído el discurso pronunciado por Fidel Castro en Camagüey, el 4 de enero de 1959, difícilmente haya pasado por alto el fragmento: “¿Cómo vamos a decir: ‘esta es nuestra patria’, si de la patria no tenemos nada? […] ¡Eso no es patria! Será patria para unos cuantos, pero no será patria para el pueblo”, en alusión a las desigualdades existentes en la Cuba de entonces.

Castro, los cerdos, la granja animal…

El principio de igualdad se refiere a que todas las personas tienen los mismos derechos y deberes ante la ley, sin distinción por razones de origen, raza, género, religión, opinión política o condición económica. No se limita a declarar que todos deben gozar de las mismas libertades y oportunidades y recibir el mismo trato de las autoridades. Incluye, también, que la ley no ampare excepciones silenciosas, que impliquen exclusiones o prebendas.

En su artículo 42, la Constitución cubana de 2019 reconoce el principio de igualdad como base del supuesto «Estado de Derecho» que proclama en su artículo 1. Su violación se proscribe en la Carta Magna y es sancionada a través del artículo 388 del Código Penal (Ley No. 151/2022). Sin embargo, esta violación, desde el propio aparato del poder y el entramado legislativo, es palpable en múltiples escenarios.

Por ejemplo, la edad, como factor de discriminación, aparece lo mismo disfrazada de prioridad en nombre de la justicia social, que como resultado de estudios psicosociales.

Priorizar es poner delante, sin que ello implique rechazar al resto. Este es el caso de la leche para los niños, quienes al parecer, dejan de serlo a los siete años. Y el problema no es que se garantice a los más pequeños. El problema es que el producto no esté disponible regularmente para el resto de las personas, lo que convierte la justa prioridad en discriminación.

Según el Código Penal cubano, 12 años son suficientes para consentir relaciones sexuales; paradójicamente, emplear a menores de 17 años es un delito. Mientras a los 15 años se puede militar en la única organización política juvenil autorizada, no es hasta los 16 que se puede participar como elector en el ejercicio y control del poder del Estado y hasta los 18 que se es elegible como diputado al Parlamento. 

El recién eliminado requisito de edad máxima para un primer mandato como Presidente, así como el límite mínimo de 35 años para acceder a tal cargo (que se mantiene), son formas institucionalizadas de discriminación por edad. Que la mayor parte de las personas no logre alcanzar la madurez política suficiente hasta esa edad, no significa que nadie pueda lograrlo.

La discriminación por origen territorial en las políticas del Estado son evidentes. La concentración de más del 60% de la inversión total en la capital, donde reside poco menos del 20% de la población total del país y el acceso desigual a servicios básicos como la electricidad son ejemplos claros de ello. Mientras en la capital se programan afectaciones al servicio eléctrico durante un máximo de 6.5 horas diarias como promedio, con apagones que no exceden las 4.5 horas, en el resto de las localidades se dispone de ese servicio de 4 a 12 horas por día, con apagones que pueden exceder las 20 horas consecutivas.

Las ventas primero en MLC y, luego, en USD, violan el principio de igualdad al discriminar a las personas por su condición económica. Esta práctica no sería discriminatoria, si todos tuvieran igual acceso a esas monedas, como resultado de su trabajo o mediante canje del salario devengado en las instituciones bancarias. Pero la realidad es otra.

La prohibición de ejercer ciertas profesiones de forma privada, además de violar los derechos de libre elección del trabajo y de libre desarrollo de la personalidad, crea una categoría ciudadana subordinada: puedes ser panadero privado, pero no arquitecto; puedes montar una cafetería, pero no puedes actuar como abogado o periodista independiente.

Esto significa que el Estado no distribuye el derecho al trabajo según capacidad, mérito o necesidades de la economía y la sociedad, sino en función de su necesidad de controlar a las personas. Como resultado el ciudadano sólo es igual si funciona según las categorías estatales autorizadas. Y eso transforma el principio en instrumento de exclusión.

La prohibición del ejercicio de actividades económicas de forma privada no sólo impide a las personas el ejercicio de sus profesiones, sino que afecta a toda la población. En lugar de permitir que actores privados complementen sectores críticos —como la producción y distribución de energía eléctrica— la política prefiere sacrificar al ciudadano, naturalizando los prolongados apagones. No es lo mismo costear una parte, que asumir los costos totales.

El tratamiento diferenciador de la ley cubana trasciende lo individual. No hay similitud alguna entre el “sí” y el “no”. Aunque el artículo 22 de la Constitución afirma que todas las formas de propiedad interactúan en condiciones similares, el marco legal y administrativo lo contradice.

En el ámbito administrativo, las empresas privadas no pueden exceder el tamaño de una mediana —aun si su actividad no compromete medios fundamentales de producción ni impacta negativamente el entorno—, a pesar de la probada ineficiencia de muchas de las grandes empresas estatales y su incapacidad de satisfacer las necesidades de la economía y la sociedad. Mientras las privadas deben cerrar si registran pérdidas, las estatales reciben presupuestos adicionales aun cuando su déficit sea crónico.

El Código Penal, en su artículo 19 numeral 2 exime de la responsabilidad penal a las personas jurídicas estatales, prebenda que no tienen los privados. En definitiva, no se trata de administrar la actividad económica en beneficio de la sociedad, como establece el artículo 19 de la Constitución, sino de blindar un modelo que excluye cualquier competencia, aun a costa del bienestar colectivo.

La ley penal cubana establece tratamiento diferenciado para ciertos actos, no por su naturaleza, sino en función de la persona que los comete.

Bajo el principio de “respeto a la autoridad», los delitos de injuria, calumnia y difamación se condensan en uno solo, el desacato, cuando el ofendido es una autoridad en el ejercicio de sus funciones. Las sanciones incluyen penas de privación de libertad de hasta tres años, si se trata de los ocupantes de los más altos cargos del Estado. La sanción máxima, cuando los ofendidos no son los grandes jefes, es de dos años de privación de libertad. En franca contradicción con lo estipulado para el resto de las personas, en el delito de desacato no parece importar si el ofendido provocó la ofensa, o respondió al agravio con otra ofensa o con una agresión física.

Otro ejemplo de trato diferenciado es la exención de la obligación de acudir al llamamiento de la autoridad competente para declarar como testigos en procesos penales. Es decir, están obligados a declarar, pero a su aire. Mientras ni los diputados al Parlamento (exceptuando a los miembros del Consejo de Estado) reciben este trato, el artículo 274 de la Ley del Proceso Penal incluye a los miembros del buró político del PCC, como los primeros beneficiarios de dicha exención.

Con la seguridad nacional y la preservación del orden interior como excusas, la obligación de acudir a “entrevistas”, convocadas mediante citaciones muchas veces emitidas sin las formalidades legales establecidas y sin contexto jurídico alguno, funciona como la otra cara de la moneda. Lo que llaman entrevista es una sesión de interrogatorios, amenazas y evaluaciones psicológicas. Mientras unos pueden elegir cuándo, cómo, dónde y ante quién declarar como testigos en proceso penal, para el resto no asistir a un acto violatorio de sus derechos —como estas entrevistas— no es una opción, sino un delito de desobediencia.

Esta práctica, sostenida por ambigüedades y excusas, vulnera el principio de igualdad. La ley otorga privilegios selectivos, por un lado, y consiente el acoso institucional como rutina camuflada de orden, por el otro.

La prohibición de violar el principio de igualdad forma parte de una de las tantas incoherencias del texto constitucional cubano.

En la amplísima lista de motivos de discriminación del artículo 42 no aparece la opinión política, a pesar del derecho de libre pensamiento y expresión, la libertad de prensa y de libre asociación, que se proclaman en los artículos 54, 55 y 56 de la Ley de Leyes, respectivamente, así como la condición de Cuba como signataria de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. El derecho a la opinión política distinta no se prohíbe: simplemente no se menciona. Y en ese silencio, se legitima la exclusión.

Para dejarlo bien claro, la Constitución establece un sistema de partido único, ubicado en el escalón más alto del organigrama de la sociedad por encima, incluso, del Estado. Por su parte, la Ley de Comunicación Social y el Código Penal se encargan de “moldear» el discurso público y de sancionar lo que salga de los límites de ese molde, respectivamente. No se prohíbe el pensamiento político diferente, siempre que sea en silencio.

En abierta contradicción con la dialéctica materialista y el materialismo histórico como bases de la ideología que proclama, el artículo 4 de la norma suprema establece el carácter irrevocable del socialismo. Este artículo completa la “triada de la exclusión política» cuando,  ignorando los derechos de los demás como el más básico de los límites para el ejercicio de los derechos individuales, otorga a los ciudadanos el derecho de combatir por todos los medios, incluyendo la lucha armada, contra cualquiera que intente derribar el orden establecido por la Constitución.

Esta “triada de la exclusión política” no viene sola; trae sus descendientes. Sus efectos toman cuerpo en prácticas que la Constitución no menciona por su nombre, pero legitima por espíritu y estructura. El partido organiza, el Estado tolera y las organizaciones de masas, como extremidades del partido, ejecutan lo que se llama “acto de repudio”, donde la agresión verbal y física, la intimidación, la humillación pública y los daños a propiedades individuales se justifican como “defensa de la patria”. Hijos directos de ese sistema excluyente, los actos de repudio hacen visible lo que la letra oculta: que en Cuba la opinión política distinta se combate en la calle, con megáfonos y turbas.

Así, el principio de igualdad como garantía de derechos se sustituye por herramientas de control social.

Esa misma exclusión política es la madre de la violación de otros derechos. El acceso a la educación, al trabajo, al desarrollo de las capacidades propias (limitación de acceso a competencias deportivas), la libre expresión, prensa y asociación son derechos sistemáticamente violados en nombre de la seguridad colectiva y el respeto al orden interior.

En una interpretación radical de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, las personas tienen el derecho de rebelarse frente a gobiernos tiránicos, entendidos como los que no garantizan el ejercicio de los derechos individuales y, encima, los violan sistemática e impunemente. En el partido único son conscientes de la responsabilidad que Cuba adquirió al firmar la Declaración. Por eso, la prioridad de mantener una fachada de estabilidad política, de apoyo popular, aunque para ello tenga que acudir a trucos de consenso, censura y hasta miedo inducido.

El portador de una opinión política contraria —o simplemente distinta— a la ideología que predica el partido único, deja de ser persona con derechos inalienables, deja de ser parte del pueblo para convertirse en su enemigo y traidor a la patria, según el discurso y las prácticas oficiales.

Las propagandas únicamente por el SÍ previas al referendo constitucional, primero, y luego al del Código de las Familias, son muestras evidentes de la violación del principio de igualdad. En el caso del Código de las Familias, lo que debió garantizarse por el Estado sin condiciones, se legitimó con un mecanismo de validación que dejó fuera el principio más básico: los derechos humanos no se someten a referendo. El derecho se presentó como “regalo” de la mayoría, no como restitución del derecho de una minoría.

La ausencia total de contrapesos legales, institucionales y populares permite que las formas de exclusión política paralicen al Estado en su rol de garante del ejercicio igual y pleno los derechos individuales. El inmovilismo unánime impide adoptar políticas y prácticas sociales efectivas que respondan a sus propios fines esenciales declarados en el artículo 13 de la Constitución. No puede haber unidad nacional si las personas prefieren marcharse; no hay logros posibles, si no se invierte oportunamente lo necesario donde se requiere; no puede haber igualdad en un sistema de exclusión política.

Como en la granja de Orwell, la promesa revolucionaria fundacional de igualdad de derechos, no sólo fue incumplida; fue traicionada.

Dejar el texto constitucional en su forma actual sería perpetuar la exclusión. Lo que Cuba necesita no es una reforma o enmienda constitucional, sino una Constituyente que escriba un nuevo pacto social desde el plural, que abra espacio a una legalidad que respete a las personas, no que las vigile.

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