No iba a comentar sobre el tema, pero luego creí que sería una infidelidad a esta columna no hablar sobre algo que, al menos en la burbuja que me tocó en mis redes sociales, es tendencia. Una infidelidad porque esta columna ha tratado de ser lo que pedía Gastón Baquero para el periodismo: el jarrito de agua fría que corta el hervor del café con leche. El periodista como el pesado aguafiestas que llega para “reducir el entusiasmo prematuro, el regocijo enloquecedor y enloquecido” de sus compatriotas. Y precisamente leyendo a Baquero me encuentro con una de sus reflexiones cortantes, en la que intentó bromurizar el efecto Gorbachov que un día provocó la desesperada esperanza de los cubanos en el exilio, que vieron en el comienzo de los ’90 el inminente fin de la dictadura en Cuba, por el peso de la fragmentación soviética. Hoy, quizás muchos de aquellos mismos cubanos y otros tantos millones que se han sumado en las últimas décadas, cifran con idéntico desasosiego las ilusiones del cambio para la isla en la elección de Donald Trump como presidente de Estados Unidos.
De la realidad del efecto Trump, baste mirar las estadísticas de los votantes en las pasadas elecciones, donde los oriundos de Cuba sobresalieron entre los latinos; algo que Trump y su equipo han decidido premiar con la promesa de Marco Rubio —un político de ascendencia cubana que ha llegado a senador por el Partido Republicano— como próximo secretario de Estado. Pero no es este del efecto que quiero advertir; este, el de la votación, le atañe a los miles de cubanoamericanos que votaron lo que en definitiva fue la elección de la mayoría en EE. UU. y que no tiene necesariamente que estar relacionado con los derroteros de la isla. El otro, el efecto Trump del que se habla en el café Versailles, de Miami, o en cualquier esquina de La Habana, es un capítulo más del desarraigo angustioso del cubano, que desde cualquiera de esas innumerables orillas que conforman la nación, vive añorando un exabrupto que arranque el árbol putrefacto de la dictadura, olvidando que el mal en nuestra patria es un tubérculo que se alimenta de la desesperación, la incultura y el fanatismo.
No digo que Trump no pueda o no quiera hacer algo por la libertad de Cuba, pero apostar por eso o lo contrario, sostener una lucha agonizante de posteos y posturas en las redes, debates de esquina o de café, es cuando menos inútil. Sumar al efecto Trump el efecto Rubio, sólo porque Rubio proviene de aquí, es olvidar que se trata de dos políticos con una responsabilidad colosal al frente de la nación más poderosa e influente del mundo, en cuya agenda Cuba debe figurar en letras pequeñísimas, si acaso. Creer que somos el ombligo del mundo es negar que existe el mundo y que existe la realidad, es continuar entumecidos, como el caracol, en la casa que nos acompaña a todos lados y que nos impide acoplarnos a otros entornos para crecer más allá de los moldes y límites en los que nos malformó la dictadura. Trump no es “nuestro hombre” en Washington, como tampoco lo es Rubio, y sería óptimo ir pensando que seguimos, en la práctica, solitos, como David, frente al Goliat que un día creamos.
Para que la pedrada sea definitiva, es oportuno recordar a aquel que entre nosotros empuñó mejor la honda: “Sólo lo genuino es fructífero. Sólo lo directo es poderoso. Lo que otro nos lega es como manjar recalentado”. Antes de sublevar a la isla, Martí supo sosegar las falsas esperanzas y nos enseñó a ser responsables en la hora de la rebelión. Faltando, creo yo, todavía algunos años para esto, es momento de que pensemos en Cuba, la que añoramos y la que estamos dispuestos a erigir, objetivamente, como un proyecto difícil, sí, hasta tortuoso, pero real.