
Lo que ocurre en los años de la intervención estadounidense marca toda la historia cubana posterior. En el plano de la jefatura política, ha ocurrido un descarado golpe de estado por parte de McKinley: la Representación Nacional Cubana desaparece, y también su ejército, de manera que treinta años de lucha están en riesgo de quedar nulos. Sin embargo, de la misma manera que la Guerra de los Diez Años había creado el pueblo independentista, la nueva guerra había convertido a ese pueblo en una realidad dominante en el país. Están los españoles recalcitrantes, están los autonomistas que los sufren —y unos cuantos de sus simpatizantes se pasaron al independentismo en cuanto estalló la guerra—, están unos pocos anexionistas de repente premiados, pero ninguno de esos grupos significa algo para la generalidad del pueblo. La jefatura de Martí logró levantar a ese pueblo deprimido y desintegrado, darle un sentido y una forma a la lucha, y ponerlo definitivamente por encima de las demás corrientes políticas del país. El partido mambí se ha impuesto, y no sólo por las armas y la sangre derramada, sino por la fuerza de la realidad, al Partido Unión Constitucional y al Partido Autonomista. Esta realidad victoriosa es lo que impide que Cuba fuera sumada a los territorios anexionados por los Estados Unidos: Puerto Rico y Filipinas, que tuvieron también sus políticos y sus militares. Los yanquis se encuentran una nación real, más fuerte que la Asamblea o el Ejército, negada al golpe de estado, una nación que conviene respetar porque puede generar ejército, bronca y asamblea otra vez. Quizás fue mala suerte que el desenfrenado McKinley se quedara por debajo de su desfachatez habitual y renunciara a intentar la anexión, porque la respuesta hubiese podido ser útil, aunque difícil y costosísima, para generar una república de veras independiente. Pero McKinley enfrentaba al Congreso y a un mundo hostil a tanta audacia suya contra los liberales cubanos. Por otro lado, el país estaba devastado y cansado. Esas circunstancias sin embargo no podían alterar y no alteraron el hecho contundente de que la jefatura de Martí ha resultado fecunda. El pueblo cubano, con su variedad casi antagónica, sus contradicciones, sus vicios y sus esperanzas tremendas, es ahora él mismo, ha sido fundado como sujeto de su propia historia.
Hay una frase de Gómez durante su conflicto con la Asamblea de Representantes reunida primero en Santa Cruz del Sur y luego en el Cerro, que define lo que el general pensaba sobre el proceso independentista: este era el momento de Martí. Oh, ciertamente lo era, y él debió cuidar al líder y no lanzarle en Dos Ríos la ofensa que obligó al líder político a salir a un combate insignificante en donde no era necesario y que le costó la vida. Pero para Gómez, Martí no era sino un agitador que convencía y unificaba, porque carecía de egoísmo y le sobraba sacrificio. Pero no un líder político. Para Gómez no existía la Política. Sólo el fuerte que se impone. Para Gómez un político no era otra cosa, en el mejor de los casos, que un hablador, a veces útil. Conocía a los políticos dominicanos y los tenía por ladrones. Cuando el pueblo decide elevar en el corazón de La Habana la estatua de un patriota, Gómez vota por Luz y Caballero. Y así nos enteramos que este soldado leía a los filósofos. El pueblo, sin embargo, votó por Martí, un genio intelectual muy por encima del maestro Luz. Que al general le faltara mente y corazón para entender el pensamiento de Martí, y se sobrara de ego y ambiciones mediocres, vale: que fuera torpe y ambiguo en su idea de la política, vale menos, pero se le soporta en función de sus méritos en la guerra. Gómez era un militar de carrera dominicano y nunca sirvió para nada que no fuese la guerra: no logró hacer prosperar su finca en Dominicana con la ayuda de sus admiradores. Que acababan abandonándolo. Y él los tildaba de ingratos. Carecía del carisma de Maceo. Lo que sí resulta inaceptable es que, gracias a los yanquis y a la ceguera del pueblo, se convierta él mismo, de por sí y ante sí, en un jefe político desastroso.
Los lamentables sucesos del suicidio de los poderes de la República en Armas hubieran sido imposibles con Martí. Gómez y Maceo se oponían a la presencia de Martí en el territorio cubano, y a que fuera designado Presidente —aunque así le llamaban los guajiros sublevados, unos civiles incómodos, aún no convertidos en soldados—, y deseaban que saliera del país lo antes posible. Que era más útil fuera organizando expediciones de apoyo. Eso era verdad, pero los hechos demuestran que el propósito era debilitar el gobierno de los alzados civiles. Martí parece haber transigido con esa deportación, pero sólo después de deponer su autoridad como Delegado del Partido ante la Asamblea de Representantes. Si tal cosa hubiera ocurrido, la Constitución y el diseño del gobierno hubieran sido mejores, pero siempre esencialmente los mismos. Véase que Martí se cita en Dos Ríos con Masó, y él luego integra el gobierno durante toda la guerra. Su apreciación de la realidad política y de sus protagonistas era poderosa. Pero su presencia en la Asamblea, su renuncia al poder, su capacidad de servicio, y el vínculo fraternal y magisterial con los delegados electos hubiera dado el tono necesario para un ejército libre y un país representado, unido y dirigente. La obra estaba en el espíritu democrático en armas, y no en las formas.
Ni hablar de la intervención yanqui. Martí había entendido la importancia del frente internacional de la batalla y se había preparado con ese objetivo. Había sido un diplomático exitoso para Argentina y Uruguay, y su mejor amigo, Mercado, era un funcionario del gobierno en México. Él mismo se había entrevistado con el presidente Porfirio Díaz. Estuvo siempre muy atento a la política europea, sobre todo a la francesa, y desde luego a la española. Escribía sobre los pueblos colonizados en Asia y África. En la Conferencia Monetaria Internacional de 1891 Martí enfrenta a la agresiva diplomacia norteamericana y propone un sistema democrático para las relaciones internacionales. El abogado del Partido era un yanqui, Horatio Rubens. Martí era respetado y admirado por personajes de la intelectualidad y la política de los Estados Unidos. Téngase en cuenta que la causa cubana era popular en ese país, y que en el momento de la intervención, el Senado, de mayoría demócrata, se oponía a cualquier intento de anexión. La Cámara baja, de mayoría republicana, apoyaba a su presidente y se negaba a reconocer a los mambises. De ahí que McKinley invente, para que haya mayoría de votos a favor suyo, esa Resolución Conjunta de ambas cámaras, que de todas formas contiene la frase fundamental: Cuba es libre e independiente, lo que significaba el reconocimiento implícito de la República en Armas. Martí hubiera sabido manejar esa situación de manera digna e incontestable, y la intervención no se hubiera podido tal vez evitar, pero hubiese sido muy distinta. Martí siempre manejó, fraternalmente, a Gómez, que sólo tuvo dos amigos, el general Boza, jefe de su escolta, y el propio Martí. En cuanto al suicidio de la Asamblea, es inimaginable con Martí al frente, el hombre que había escogido como fecha de fundación del Partido, el 10 de abril de la Asamblea de Guáimaro.
Los líderes son necesarios. En situaciones difíciles, un liderazgo acertado puede evitar desastres que se prolongan por décadas, incluso por siglos.
Y también ocurre lo contrario.
Por la ausencia de Martí, Máximo Gómez, un general sin ejército, que siempre ha despreciado la política, se convierte en un líder político sui generis, por tres vías fundamentales:
El pueblo y el capitán general. El pueblo liberado que no peleó, se inclina ante el Héroe Epónimo. Si toda esta gente hubiese salido a la manigua, España no hubiera durado una semana —dicen que dijo Gómez frente a las multitudes fervorosas que lo acosaban para estrechar su mano. Frase justa. El Ejército Libertador constaba de unos treinta o cincuenta mil hombres, pero el número de cubanos era de algo más de un millón. De esa cantidad unos sesenta o tal vez ochenta mil —todas estas cifras son discutibles—, lucharon del lado español. Por supuesto que las personas capaces de convertirse en soldados son escasas en cualquier sociedad. Pero en efecto, una inmensa mayoría de cubanos permaneció pasiva ante los acontecimientos, y prefirieron finalmente celebrar a un ganador, a un Capitán que ha hecho el milagro del que tanto dudaban, y deslindarse además del invasor extranjero. Un pueblo sin ninguna tradición democrática acepta la leyenda heroica de un Libertador. Tipo Garibaldi, en fin, muy romántico, muy de moda, y muy de acuerdo con lo que tenían en su experiencia de gente tranquila sometida a hegemonía. Y desde luego que era imposible que supieran cuál había sido la conducta real del Libertador —y seguimos sin conocerla—, entre otras razones porque esa leyenda era conveniente al bando victorioso, y lo sigue siendo hoy día para alimentar fantasías nacionalistas baratas. En cuanto a los representantes, son politiqueros, gente que se cree más inteligente que los demás. Y desde luego que los había en la Asamblea. El hecho contundente consiste en que, para ese pueblo recién liberado y fundado, acostumbrado a obedecer a jefes, políticamente pasivo en su mayoría, la política es un adorno ambiguo y Gómez es el Capitán, el Hombre. El Hombre a Caballo. En mármol. Unos cuantos quieren que sea Presidente.
La cooptación yanqui. Gómez era muy admirado entre los generales norteamericanos, desde antes del 95. Fue homenajeado por ellos en su visita a E. U. en 1894. Como nos cuenta el general Boza en su Diario, desatada la intervención Gómez recibe la petición de un comodoro yanqui para que le informe cuántos hombres tiene el Ejército Libertador. Boza escribe, la cita no es textual: Que se cree el comodoro que mi general le va a dar esos datos. Unos días después Boza se sube a una balsa por Sierra de Cubitas para llevarle al comodoro esa más que sensible información. Mientras Calixto García colabora heroicamente con los intervencionistas en Oriente, Gómez sigue al pairo. García protesta contra la prohibición de que los mambises entren en Santiago. El General en Jefe no dice una palabra. Cuando García viaja luego a los Estados Unidos para hacer valer la famosa frase de la Resolución Conjunta, los yanquis lo ignoran. Gómez, que al principio está disgustado con los yanquis —según leemos al final de su Diario de Campaña—, aparece a poco como el hombre del nuevo establishment, porque posee apoyo popular y porque ha facilitado la maniobra de exterminio de los Poderes de la República y su eventual sustitución por un orden distinto, organizado y tutelado por el Interventor.
Para los historiadores comunistas, el Pueblo adorando al Líder es una señal absoluta de cómo hay que hacer la historia en nuestro país. Gómez inaugura ese desastre, aunque con la debida ironía.
La debilidad de la Asamblea. Como los políticos y los historiadores cubanos están infectados del síndrome del Capitán, la llamada Asamblea del Cerro está insuficientemente estudiada. ¡Se atrevieron a destituir al general victorioso, popular, desobediente y sedicioso! De maneras que mis opiniones al respecto se basan en dos elementos conocidos: que ellos se rindieron también ante la ocupación y la usurpación del poder político por parte de los Estados Unidos, y luego se suicidaron tras el conflicto con Gómez. La Enmienda Platt va a coronar este desastre. El gobierno norteamericano decía que la Asamblea de Santa Cruz del Sur —tal vez sería mejor llamarla así, porque el gobierno mambí siempre sobrevivió en Camagüey—, no representaba al pueblo porque no había sido electa por todo el pueblo. Pero véase que la Asamblea Constituyente de 1901 es elegida según las reglas del Interventor, y ese cónclave no sólo construye el orden jurídico de una república independiente, sino que lucha hasta el último instante por negarse a la condición de república bajo protectorado. Léanse, por favor, los debates de esa variada Asamblea y verán a unos políticos informados y respetuosos de las formas parlamentarias, creando un orden democrático por consenso. La política de Martí sigue triunfando: aun cuando él no hubiese estado de acuerdo en muchos asuntos claves, la Constitución de 1901 no deja resquicio a sueños de dictadura. Machado tendrá que cambiarla. Pero a la acción responsable de los legisladores le falta un liderazgo político capaz de unificar a la Asamblea y de enfrentar al Interventor. Lo intenta Salvador Cisneros, ya muy mayor y con escasas simpatías. La Enmienda es aceptada en votación cerrada, y unos cuantos quedan infelices, sometidos a un pragmatismo que les repugna.
En estas circunstancias, el jefe del país no es un anciano sobre un caballo sino el Interventor, con miles de soldados, unos cañones y una armada. Fueron dos, pero hablo de la figura, no de las personas. Este Capitán pudo haberlo hecho peor. Impulsó la salud pública y la educación. Se le ha aceptado para que se vaya, y finalmente es electo presidente de la República Protectorado el señor Tomás Estrada Palma.
El Hacedor de este rey ha sido el general Gómez.
El dato ni se discute, pero de hecho falta investigación para determinar cómo se cocinó esa candidatura. Trataremos de añadir algunos elementos de reflexión.
Veremos cómo este proceso determina la desgracia de la República en esa primera etapa del Protectorado.
Estrada resulta impuesto sobre Bartolomé Masó, un compañero de Céspedes, un general de tres guerras, que ha alzado a Oriente en la guerra de Martí, el último Presidente de la República en Armas. Incluso en el orden simbólico, escoger a Masó, último presidente, por votación popular, equivalía a anular el golpe de estado yanqui. El orden jurídico mambí se restablecería ampliado y confirmado. Quisieron incorporarlo a la candidatura como vice, pero Masó se negó. ¿Cómo es posible que Gómez desprecie a un compañero de ese nivel, y se decida por un maestro de secundaria que fuera presidente de la primera República sin mérito alguno? En su Diario, Gómez menciona poco a Estrada Palma, siempre como amigo, pero refiere como un asunto sin importancia el fin de lo que llama la Administración Estrada, cuando el presidente es apresado por los españoles: el vice ocupa el cargo y la oposición a Estrada se tranquiliza. Masó no era Cisneros, un civil a ultranza, sino un militar que había sido escogido por el país representado en Asamblea, para que los enemigos de la civilidad se estuviesen tranquilos y renunciaran a sus prejuicios. Masó había perdido su tropa por obra del carisma, y también de la persecución tipo seguridad del Estado, con acoso y detención, del general Antonio Maceo. No le quedó más remedio que aceptar los cargos civiles para servir al país que amaba, y por favor, quiero que los historiadores me digan qué hizo mal como vicepresidente y presidente. A mi juicio debía haber despuesto a Gómez por incompetente y ahorcador, pero no lo hizo. Masó, como toda la primera generación mambisa, no eran militares de carrera aspirando a grados, homenajes y beneficios, eran hombres de su casa, civiles, patriotas que se convertían en militares por puro patriotismo, renunciando a sus comodidades y arriesgando la vida cada día. Tenían en mente una sociedad civil futura, ni siquiera el ejército de esa sociedad. La noche antes de su muerte, el Mayor General Ignacio Agramonte lanza un discurso a su tropa, que acaba de verificar una victoria sonada. ¿Sobre la audacia y la gracia de la victoria? ¿Proclamando su probada excelencia como jefe? ¿Exaltando el heroísmo de sus soldados? ¿Prometiéndoles tronos y billetes si seguían matando así? No, sobre la virtud del trabajo en la República. Las expectativas civiles de los mambises estaban perfectamente ausentes de la mente del Generalísimo, por mucho que tuviera que tenerlas en cuenta.
Me parece bien que el viejo general fuera instalado en la mejor casa del país, la Quinta de los Molinos. Alguien con alguna sensibilidad hubiera evitado incluso por un día la villa de lujo del Capitán General español, aunque le había dicho a Martí que él trabajaba para los pobres, y él jamás fue rico; pero para muchos y para él era la confirmación de que él había triunfado, se había impuesto sobre el capitán español. El general había sido útil, y por eso es y seguirá siendo respetable para todos los cubanos. y se merecía el bienestar y el descanso. Pero este capitán ha liquidado a su propio ejército y es ahora el político reverenciado de un protectorado en armas, siendo las armas del Protector. El militar se convierte en político particular populista, relega a su antiguo compañero el general Masó, y escoge a un civil que casi nadie conoce en Cuba, Estrada, como su candidato.
Pero me dirán que Estrada era el sucesor de Martí…
Sí, Gómez sabía lo que hacía. Pudiera decirse que logró más como político del protectorado que como general en jefe.
Empecemos por aclarar que Estrada no fue designado como sucesor del Partido por Martí. Martí no era un hacedor de reyes. Siempre creyó en el consenso de los buenos, en la jerarquía democrática, y en la elección libre y responsable de todos. Era favorable a la candidatura de Masó como Presidente, o eso es lo que pensamos por su entrevista con él en Dos Ríos, cuando Martí y Gómez van hacia Camagüey porque han lanzado la convocatoria a la Asamblea de Representantes que finalmente se reuniría en Jimaguayú. Pero no hay una sola línea de Martí que designe o recomiende a Masó, ni tampoco a Estrada. Los historiadores dudan de si Martí creía conveniente mantener el Partido o si debía convertirse en una agencia de la República en el exterior. Interesante, el Partido se mantuvo, pero sólo como agente de expediciones. Martí amaba a Estrada, pero a quién no. Estrada lo sucedió en la dirección del Partido y en lo que respecta al plano político, es sabido que desplazó a los seguidores del Maestro, que acabaron por publicar un periódico, La doctrina de Martí, para dejar claro que su pensamiento estaba desapareciendo de la política del Partido. Mientras se prepara la intervención, Estrada se queda como espectador. Luego nos enteraríamos que carecía de fe en la capacidad del cubano para gobernarse, y eso era exactamente lo contrario de lo que creía Martí. Eso sí, era un político hábil, y no permitió que los antiguos autonomistas Enrique José Varona y Manuel Sanguily, ahora convertidos en martianos, le quitaran el puesto. Evidentemente, poseía sus aspiraciones.
¿Hay algún texto de Salvador Cisneros o Bartolomé Masó contra José Martí?
¿Alguna declaración verbal contra la jerarquía del Maestro?
No encuentro ninguna, y véase que la política calienta la cabeza de cualquiera, y en algún momento se puede estar ofuscado y decir o escribir una injusticia. Y hay el derecho a discrepar, disentir y combatir decentemente al adversario.
Pero ese no es el caso de la declaración de Gómez contra Martí, en una carta dirigida a su sucesor no designado, el maestro de secundaria Tomás Estrada Palma, Delegado del Partido Revolucionario Cubano.
Estudiaremos esa carta en el próximo artículo.
