
¿Cómo llegamos al Jefe Máximo, y luego Único, y finalmente al sucedáneo de un Jefe y a la sociedad sin dirección, sin orientación y sin futuro?
¿Quién era el jefe en Cuba el 9 de octubre de 1868?
Pues el Capitán General.
Eso sí, no era cubano.
Ya a principios del siglo XVII se creó la figura del Capitán General español en Cuba. En los territorios continentales, España designaba un virrey. La familia del escritor peruano Brice Echenique guardaba la carroza del tatarabuelo noble. Cuba era un territorio despoblado y sin nobleza del Imperio donde nunca se ponía el sol, apenas un puerto en La Habana, con unas muchachas oportunas, y cómo iba a merecer tanto rango jurídico ni espiritual. La persona que ocupaba el cargo de Capitán General asumía todos los poderes militares y civiles. ¿Les suena? Pues claro, esta es la primera fuente del Jefazo en nuestro país. Todo el poder en un individuo. Había audiencias y abogados, y negreros con heráldica comprada, pero en realidad el poder era completo, incontestable, en él. Estaba dotado incluso de la autoridad para suspender una orden proveniente del Monarca, si la creía inadecuada. Algunos capitanes generales fueron menos despóticos, pero el despotismo era su marca y su razón de ser. Una vez que se independizaron las colonias del continente, las facultades del Capitán General se definieron, de puro miedo, como omnímodas, es decir, que el Capitán quedaba encargado de hacer lo que le diera la gana con el fin de garantizar la continuidad de la colonia. Incluso torturar y matar al poeta Plácido, al poeta Zenea, y a cualquier persona que disintiera del despotismo. No en balde el Padre de la Patria dijo que España gobernaba a Cuba con un brazo de hierro. Algo que debemos recordar ahora que nos están vendiendo la idea de que el Imperio Español era una joya, y que los negros cubanos teníamos una plenitud de derechos.
Ahora bien, cuando el Padre de la Patria se subleva en Yara, asume el título de Capitán General. Los historiadores han discutido el asunto: unos creen que se presentaba ante el pueblo con un nombre que todos pudieran reconocer, y otros que declaraba la tendencia autoritaria de Carlos Manuel de Céspedes. También hay discrepancias acerca de si Yara fue un acontecimiento precipitado, que impidió un levantamiento mejor preparado al final de la zafra, con más dinero y más armas, unos meses después, como habían acordado los líderes independentistas, que de hecho no se conocían lo suficiente y no habían tenido suficiente oportunidad de conversar, acordar y organizarse. Y esa precipitación resulta a la larga fatal para los insurgentes. Hay otro acontecimiento que demuestra la urgencia de los cubanos por sublevarse: el Levantamiento de La Habana, que se recuerda mal con el nombre de los Sucesos del Teatro Villanueva. La represión en la capital priva al país de unos cuantos líderes, muertos enseguida o en prisión. Pero los camagüeyanos, villareños y habaneros que secundan a Carlos Manuel, quieren un mando de rango democrático, no un capitán particular. En la Asamblea de Guáimaro se le otorgan a Céspedes y su grupo todos los cargos importantes, y se les equilibra con una Constitución y una Cámara de Representantes. Hay otros dos líderes: Salvador Cisneros, un marqués que representa el patrimonio y la civilidad —se dice que jamás empuñó un arma—, y el joven Ignacio Agramonte, un abogado liberal. Hay desinterés, responsabilidad y equilibrio en la Asamblea.
La historiografía insiste en las discrepancias y rivalidades entre nuestros líderes como una de las causas del fracaso de la primera guerra independentista. Sería interesante que se contrastaran esos problemas de los mambises con los que hubo en el Congreso de las Trece Colonias norteamericanas. Costó mucho trabajo que hubiera una mayoría en el Congreso para declarar la independencia (y unos años antes de Yara, para abolir la esclavitud). Algunos diputados ni siquiera votaron. Téngase en cuenta que los independentistas norteamericanos llevaban más de cien años de gobierno autónomo y eran expertos en el lenguaje y prácticas parlamentarias, que heredaban de la metrópoli. Washington padeció y enfrentó a un general traidor. Aquí faltó lo primero y hubo mala conducta de algunos militares, pero nunca espionaje ni traición, y eran unánimes en cuanto a la independencia. Ocurre que las cosas más indispensables de este mundo se hacen con gente imperfecta, como somos todos¸ y cuando la tarea es recia, la imperfección se acentúa y multiplica. Céspedes era autoritario de sangre pero no un déspota. Por ser autoritario no comprendía la necesidad de libertad y respeto de su propia gente, y acabó ofendiendo no ya a Cisneros el civil, sino a casi todos los jefes militares, de Agramonte a Máximo Gómez. Céspedes arruinó su propio capital político porque no tenía una autoridad civil real ni tampoco un mando militar real. Para colmo, la propia Constitución le daba ambos mandos pero sin facilitarle los medios. Su fracaso y destitución eran inevitables. Fue destituido legalmente por la Cámara, pero con la anuencia o la satisfacción de los militares. Eso sí, su marginamiento fue un error autoritario francamente demencial de parte de sus adversarios. No se abandona a un líder importante, reducido a maestro de guajiros en un rincón cualquiera. Pero si su destitución no fue una maniobra de ambiciosos como algunos proponen, en cambio la muerte de Agramonte fue una desgracia inmerecida y desastrosa. Porque en Agramonte coincidían la autoridad civil y la militar. Mejor: teniendo la autoridad civil, adquirió una autoridad militar pasmosa en muy poco tiempo, porque descubrió la estrategia correcta, la guerra de guerrillas, y creó un ejército con todas sus estructuras, entrenado y disciplinado. Su pérdida dejó a la causa cubana sin un liderazgo que no volvió a manifestarse jamás. Peor: la dirigencia se empantana en el caudillismo y la anarquía. Sí, el espíritu del capitán general que Céspedes no fue, el caudillo medieval español instalado en las mentes cubanas, destroza la causa cubana. Y la anarquía de los feudos y grupitos típicos de la medievalidad española, que acompañan al mediocre caudillo o intrigan contra él. El cubano carecía de la herencia negociadora de los anglosajones. Y también de un país sólido cuyos intereses les sostuvieran, y a los que debían rendir cuenta y no escándalo. Aldama era criticado por ir en carruaje a la ópera en Nueva York mientras se luchaba en la manigua. ¡Pero ese hombre, el más rico de Cuba, lo había perdido todo por Cuba!
El Zanjón es el primer fracaso de los jefes cubanos, civiles y militares. Todos renuncian a seguir peleando, y la mayoría, incluyendo a Maceo quince días después de su famosa protesta, salen del país, bajo protección de los españoles. La Cámara se disuelve, excepto que Cisneros se niega a firmar una renuncia, y con eso salva formalmente a la República, de la que volverá a ser el líder civil en la próxima contienda. En 1881 fracasa la Guerra Chiquita organizada por el general Calixto García desde Nueva York. En 1884 vuelven a fracasar los jefes militares, Gómez y Maceo, sin haber podido ni siquiera poner un combatiente en Cuba, y después de haber expulsado a Martí, que ha disentido del proyecto de dictadura militar preconizado por ellos.
Parece como que sobran jefes, porque son militares, y lo que falta es un jefe político. Porque la guerra se ha perdido en el plano militar, pero ha obtenido unas cuantas victorias políticas, la mayor de las cuales es que hay ya un pueblo independentista. La nación ha sido fundada en Guáimaro de Oriente a Occidente, y el cubano sabe ya que constituye un país. Aún no hay nación independiente, pero el alma nacional se reconoce a sí misma, y persiste, a pesar de la tristeza de la sangre derramada y de la derrota humillante. Los militares son admirados pero resultan incapaces de movilizar a ese pueblo disgregado y desconfiado, que además no puede confiar del todo en las habilidades y los propósitos de unos militares que acaban de abandonar la lucha.
Martí lo entiende y organiza un partido político para hacer una guerra de fines y métodos democráticos, en la que ese pueblo establezca sus aspiraciones y las dirija exitosamente. Martí no sólo no aspira a ser un jefe militar, porque ya los hay y muy buenos, sino que jamás se impone como jefe civil. Mientras que Céspedes, Cisneros y Agramonte iniciaron su liderazgo con la virtud del alzarse en armas, la jefatura civil de Martí sale de la actividad política en el exilio y en el interior de la Isla, y finalmente del voto libre y secreto de los exiliados reunidos en clubes políticos sobre los que el Delegado carece de control fáctico o ideológico. Martí es pues un líder civil y democrático, por el origen de su autoridad, sus intenciones y sus formas. Reúne a los militares, se pone a su servicio, les deja autonomía para elegir sus rangos, y manifiesta un sentido magistral de equipo, inédito en nuestra historia, al convencer y sumar a los dos generales que le habían vilipendiado en público. El Delegado electo en el exilio, y obedecido por una conspiración de una esquina a otra del país, insistió además en deponer su autoridad ante la Asamblea de los sublevados. La Asamblea debía decir qué iba a hacer él y si el Partido se disolvía o no. Murió antes, y esa es la segunda gran desgracia de la jefatura política en Cuba. Pero cuidado: para los que creen que Martí carecía de sentido de la realidad y vivía de fantasías políticas personales, el hecho es que las Asambleas electas de Jimaguayú y de La Yaya se orientaron por las ideas del ausente Martí, simplemente porque Martí había interpretado a cabalidad la intención de su época y de su gente. Otra cosa es que tuvieran su espíritu y su lucidez. Pero el proyecto dictatorial preconizado por Maceo en La Mejorana, una junta de generales con mando —con mando, aclara Maceo, porque el Mayor General Martí, designado por Gómez, carecía de tropa—, es desechado por la idea martiana: el ejército, libre; y el país civil, representado.
Martí muere, sus ideas básicas construyen imperfectamente la República en Armas, y al cabo de pocos años la independencia, aunque muy imperfecta, se logra.
En un día no se hacen repúblicas, había dicho.
Martí sigue siendo el único jefe exitoso en Cuba. La nación por la que luchó se hizo, y el pueblo por el que murió, todos nosotros, seguimos y seguiremos adelante en los siglos. Podemos estar muy seguros de eso.
Sin él, si eso es lo que el pueblo decide. Pero exitosamente, con él.
De qué manera, me dirán.
Pues muy bien, porque ese un día, en la historia, puede durar siglos. La democracia francesa, iniciada en 1789, se enredó en un siglo de crímenes, retrocesos, fraude y agonía, y no fue real sino hasta principios del siglo XX. La democracia española, inaugurada en 1812, triunfa en 1981, cuando el rey Juan Carlos desautoriza el golpe fascista.
La democracia es por demás un proceso milenario, que sigue en pañales.
Yo quisiera que ese un día acabara aquí hoy. Y por mi esfuerzo.
Este exceso de expectativas sería idiotez y soberbia, así que me limito a presentar algunas ideas para entender en qué hora de ese día estamos, y si habrá amanecer.
Veamos cómo se desenvuelve la jefatura política en Cuba desde Martí y luego. Evitaré las citas puntuales, pero el lector interesado puede buscar las referencias. Lo que anoto aquí tiene respaldo en los documentos. Falta investigación, pero sobre todo interpretación de lo que ya tenemos, y a eso me atengo. No habrá investigación si nadie se atreve a la interpretación, aunque falle, o duela.
Como señalo, el proyecto democrático martiano, compartido por la mayoría de los sublevados, no era respaldado por los dos mayores jefes militares. Gómez nombró a Martí como Mayor General con el objetivo de que pudiera ser incorporado al proyecto de la junta de generales, pero Maceo no aceptaba ni eso. Para Maceo una figura civil era admisible sólo como testaferro suyo. Manuel Sanguily le simpatizaba, pero él huyó y se convirtió en martiano en el exilio. Envió al Rafael Portuondo a Jimaguayú para que defendiera la dictadura, pero el joven se condujo como un demócrata martiano ahí. Cuando Masó fue electo vicepresidente de la República por la Asamblea de Jimaguayú, Maceo mandó a detenerlo tres veces como agente de la CIA, perdón, como traidor y agente del gobierno español. Imposible contar aquí la historia completa, que cualquier historiador conoce y oculta, y que es posible seguir en la correspondencia de Maceo que está publicada hace años. Gómez transigía, porque no le quedaba más remedio, con los civiles en funciones, porque notemos que luego Masó, general de las tres guerras, fue electo Presidente. El líder civil Cisneros se hace a un lado para que gobierne un militar que había sublevado, a la orden de Martí, y sin Maceo, a medio Oriente. Maceo nunca se lo perdonó, ni a él ni a Martí. El asunto no era si usted era civil o no, sino si usted tenía autoridad sobre ellos y si ellos debían obedecer a esa autoridad, en la guerra y después en la paz. No querían esa autoridad ni ninguna otra. Las cartas entre Gómez y Maceo revelan cómo Maceo se niega a obedecer a Gómez y rechaza sus órdenes. Cuando Gómez designa como jefe del Departamento Oriental a Calixto García, otro general de tres guerras, Maceo le dice a Gómez que ha desconocido la autoridad de otro jefe con más méritos, su hermano José Maceo, y que todo el mundo sabe que Calixto García es un agente del gobierno español. Maceo no respetaba la estrategia fundamental mambisa, dura y exitosa: la tea incendiaria. Porque la guerra no se podía ganar en el plano militar, sino por la ruina de España. Las guerras se acaban casi siempre sólo cuando se acaban los recursos. Hombre rico él mismo, Maceo perdonaba a los ricos que le pagaban por no quemar sus propiedades. ¿Qué hacía con ese dinero? Maceo se dedicaba a la diplomacia internacional sin contar con el Consejo de Gobierno. Su muerte impidió que llegara a mayores. Gómez ahorcaba sin juicio, desoyendo las protestas del Gobierno y la lección que le había dado al respecto el propio Martí en el caso del bandido Masabó. En el momento de la intervención norteamericana, Gómez era un general en jefe mantenido por el Consejo que sí lo respetaba a él, pero los militares habían perdido la fe en la autoridad del Generalísimo y no le obedecían. Lo dice el propio Gómez en su Diario. Gómez ganó muchas brillantes batallas pero no ganó ninguna de las dos guerras. Carecía de visión, facultades intelectuales y medios para ese resultado, pero tengamos en cuenta que este tipo de guerra se diferencia de la toma del bunker en Berlín. Maceo soñó atacar La Habana, despropósito risible. No fue Washington quien ganó la guerra en Saratoga, sino que el dinero de los franceses conseguido por Franklin hizo que el parlamento inglés, razonables negociantes, concedieran una independencia que iba a ser más lucrativa que una guerra sin fin. Ni Gómez ni Maceo tenían simpatía alguna por el proyecto democrático de la mayoría de los sublevados. A lo sumo lo acataban. Si al menos hubieran ganado la guerra, se les pudiera excusar. Pero no la ganaron. En el momento de la intervención norteamericana Maceo ha muerto en una escaramuza estúpida y Gómez es un general sin subordinados efectivos. Destaca en cambio Calixto García con la toma de las Tunas. Pero la intervención es aceptada entre otras razones porque la jefatura militar mambisa está en un momento pésimo. Gómez ejecutó con Maceo la Invasión de Occidente que era una estrategia de la guerra anterior, y ahí quedó sin ninguna propuesta propia y ganadora, mientras irritaba a los jefes con su despotismo, y el Gobierno temía acentuar la crisis sustituyéndolo por Calixto García, que demostraba haber entendido mejor la circunstancia de la guerra contemporánea. Y la autonosuya de última hora decretada por el gobierno español estaba provocando demasiadas deserciones en el Ejército Libertador. Las ciudades eran campos de reconcentración.
Y es en esa crisis, con el país ocupado por otra potencia, cuando se manifiesta con rabia el espíritu del Capitán General.
El Interventor exige eliminar al Ejército Libertador. Ya esto era una infamia. Con esa exigencia el gobierno de McKinley violaba la Resolución Conjunta del Congreso: Cuba es, y de derecho debe ser, libre e independiente. Si quitamos el inciso, un dechado de empatía porque está tomado de la Declaración de Independencia de las Trece Colonias, el Congreso afirma que Cuba es libre e independiente. Pero no por la intervención, que no había ocurrido todavía. Sino por la República en Armas y su Ejército. Que poseía su Constitución, sus leyes, sus estructuras civiles y sus mandos electos, y no necesitaba otro derecho que la salida del ejército español y el reconocimiento internacional.
Pero no fueron los civiles los que eliminaron al Ejército Libertador unilateralmente. Es el general en jefe Gómez quien negocia con los yanquis, oponiéndose a los poderes legales de la República en Armas, la liquidación de su propio ejército, con el cuento de que los campesinos mambises querían volver a su conuco. Si querían volver, había que ordenarles que había para ellos algo mejor que un conuco, y que el sacrificio no se había terminado.
Los yanquis y Gómez querían eliminar los poderes de la República, y el primer paso era quitarles el ejército.
De esta manera, los civiles que se habían reunido mediante el voto, de acuerdo con la Constitución vigente, en Asamblea de Representantes, quedaban como unos individuos privados reunidos en una sala —y se la sigue conociendo como Asamblea del Cerro, unos señores reunidos en un barrio entonces aristocrático— y no como lo que eran, el equivalente del Congreso Continental yanqui, la República triunfante legalmente constituida.
La Asamblea se disuelve, porque el pueblo apoya al capitán particular Gómez.
Grave error. Ya es la segunda vez que la Representación Nacional se suicida. Aunque no será la última.
La República en Armas se queda sin armas, y de hecho ya no existe la República.
La República Cubana se convierte en una teoría que depende de la aprobación de los yanquis. Puerto Rico y Filipinas, con sus políticos y sus militares, fueron convertidas en colonias a la fuerza.
Gómez recibe, en agradecimiento por este servicio, el homenaje de los yanquis.
Gracias a los yanquis, el supuesto Jefe Máximo pasa ante el pueblo por Único y por Invicto, mediante esta maldad descarada, que sigue oculta y sin estudio porque seguimos rindiendo tributo al Capitán General.
Los propios historiadores, por no mencionar a los políticos de cualquier época o ideología, callan.
O defienden a ultranza a ese pragmático general. Que se instala en la Quinta de los Molinos, residencia de los capitanes generales. Al fin ha obtenido lo que confesaba en su Diario, una posición para él y para su familia.
Cada historiador cubano quisiera ser un capitán general. Hablan en la televisión como generales.
En el ejercicio de su profesión, se les nota cobardes.
En tono de ciudadano de a pie, avejentado, acosado y temeroso, vamos a seguir este asunto de la jefatura hasta el día de hoy, en sucesivos artículos.
