Lateral principal de acceso al polvorín de San Antonio. En un extremo se aprecia su distintiva garita de vigilancia.

Los pobladores autóctonos bajo el liderazgo de Habahuanex no podían sospechar hace medio milenio, ni en el más sonado vuele de inspiración chamánica, lo que terminaría siendo su apacible hogar en la desembocadura de un río en la bahía habanera. La piedra fundacional de tal cambio se cimentó en 1519, luego de dos tentativas anteriores —una en la inhóspita costa del golfo de Batabanó, y después en el desagüe del actual río Almendares—, cuando los colonizadores ibéricos encontraron el lugar idóneo para fundar una de las primeras siete villas cubanas. Llamaron a la bahía como de Carenas, y en su margen oeste erigieron el entonces villorrio de San Cristóbal. A la postre fue imposible soslayar a Habahuanex y su cacicazgo en la nomenclatura, terminando por identificarse como La Habana. El enclave fue rápidamente aquilatado por su ubicación geográfica para la defensa marítima. Las aleccionadoras correrías piratescas a la villa, bastaron para cerrar las pautas de protección mediante un eficiente parapeto de fortificaciones, capaces de repeler cualquier incursión foránea…, o al menos eso creyeron en su momento.

Vista desde el interior del pórtico de entrada al recinto, comprometido por las densas raíces de árboles parásitos.

 

Fue la ocupación británica de 1762-63 la que evidenció los flancos por cubrir. Cuando se retiraron los de casacas rojas, que no por aburrimiento, se completó entonces el sistema defensivo de La Habana, haciéndola virtualmente inquebrantable. Entre castillos, baterías, reductos, murallas y torreones, se encontraban los almacenes de pólvora o polvorines. La volatilidad de tales depósitos de pertrechos exigía suma cautela y distanciamiento, de modo que el fondo de la rada habanera fue el terreno mejor calculado para garantizar un rápido desplazamiento de cabotaje hasta las primeras líneas defensivas en casos de arengas militares. Lo de “terreno mejor calculado” obedecía a una táctica oficinesca, idónea sobre una carta de agrimensura, porque, a pie de obra, se trataba de suelos cenagosos, cubiertos en casi toda su extensión por manglares y bajos fondos. No obstante, en la segunda mitad del siglo XVIII, la pericia de ingenieros y alarifes se las ingenió para erigir allí cuatro polvorines: San Felipe, San José, San Antonio y de la Armada.

Aleros de tejaroces, uno de los pocos detalles funcionales perceptibles en el entorno de las ruinas.

 

Los dos primeros se encontraban en la ensenada de Atarés, en la orilla opuesta del Arsenal; el de la Armada, en la ensenada de Guasabacoa, junto a los sedimentos y desembocadura del río Martín Pérez; y el de San Antonio, en medio de ellos, en la margen este del río Luyanó. Desprovistos de complejidades arquitectónicas y decorativas, la funcionalidad operativa fue quien dictó las pautas constructivas a seguir. San Antonio, único exponente sobreviviente en nuestros días, posee una planta de dos rectángulos concéntricos de mediana envergadura. El interior era propiamente el depósito, que estuvo techado con una armazón de madera y tejas criollas para proteger los pertrechos y la guarnición a su cuidado. El muro exterior, rematado por un caballete labrado en la propia sillería, se encuentra separado unos metros del anterior, y constituía su primera y única línea de salvaguarda. El atributo exclusivo de todo el conjunto, lo constituye la garita de vigilancia en un ángulo de la muralla perimetral.

Cuesta distinguir entre la compacta vegetación que ha colonizado el espacio, uno de los dos hastiales de la nave central.

 

Llamados a cuenta del delicado designio de estos tinglados, el 29 de abril de 1884, los contiguos polvorines de San Felipe y San José volaron en pedazos. La conmoción por el accidente sacudió a La Habana en pleno, generando entre sus habitantes un despavorido clima de desconcierto en tiempo de paz. El informe oficial concluyó que la causa de la catástrofe se debió al inadecuado manejo durante el rutinario soleo de la pólvora, y no a la incidencia de un rayo, como afirmaron varios testigos. En buena medida, la rápida intervención de muchos voluntarios evitó que los efectos de la explosión y el fuego, que se extendió a través de la vegetación circundante, alcanzaran a San Antonio, la Armada y unos almacenes llamados los Hacendados.

Argolla desgarrada en el caballete del muro perimetral de las ruinas, probablemente empleada para sostener cuerdas o cables.

 

Pasado el tiempo y el cese de sus funciones, la Armada sucumbió al abandono y los cambios de marea, dejando a San Antonio como exclusivo decano de aquellos riesgosos bastimentos. La solidez de sus muros le ha permitido llegar hasta la actualidad, aun preterido entre basurales —el mayor vertedero habanero durante la colonia y primeros años del siglo XX fue Cayo Cruz, que tras su remoción de la bahía siguió nombrándose igual en tierra firme— y la expansión portuaria. Pese a ello, la simetría de sus piedras se ha visto vulnerada por la intemperie y la natural proliferación de especies arbóreas en los suelos y muros de sus predios.

Curiosas figuraciones dibujadas por el tiempo y los elementos en el revoque de los viejos muros.

 

Diversas prácticas vandálicas igualmente han hecho mella en sus sillares, y la construcción en los años 80 de la Terminal de Contenedores de La Habana en sus inmediaciones, lo han degradado espacial y paisajísticamente. Desde hace unos años, una vez trasladada al puerto del Mariel la logística mercantil que operaba en la capital, San Antonio está contemplado dentro de un ambicioso proyecto de rehabilitación ambiental e histórica de la bahía y su entorno costero.

Acercamiento a la garita, principal elemento distintivo dentro del conjunto arquitectónico.

 

En un artículo publicado en Cubadebate por Lisette Roura, directora del Gabinete de Arqueología de la Oficina del Historiador de La Habana, la especialista arroja detalles de los trabajos de campo ejecutados recientemente en el polvorín por dicha institución. Los mismos han allanado el terreno para futuras intervenciones y la recuperación del inmueble y su área periférica. Haber soportado 250 años de contingencias, no es garantía de salvación mediata para esta rareza histórica, y como cada cosa tierra adentro de esta isla, su renacer está sujeto a las mismas premisas de inoperancia político-económica que paralizan al país.

 

Fotografías de Juan Pablo Estrada.

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