Fotografía de Juan Pablo Estrada.

En 2014, el dictador Vladímir Putin, esa mezcla de boyardo y mafioso, abandonó su habitual lenguaje soez para pronunciar unos versos del poeta nacional ucraniano Taras Shevchenko. Rusia se anexaba Crimea y el manipulador ex profeso saqueaba al símbolo cultural soslayando la historia iconoclasta del poeta. Para hacernos una idea, baste decir que Shevchenko es a Ucrania lo que José Martí a Cuba. En Kiev, desde un parque, una plaza, una calle, hasta establecimientos, bibliotecas y la universidad llevan su nombre. Ocho años después, y tras meses de la invasión rusa al territorio ucraniano, las tropas de Putin apuntan a la mayor estatua de Shevchenko en Kiev. Fallan. El pueblo de la capital reacciona: “¡mientras más nos bombardeen, más nos unimos!”. La reacción llega hasta Járkov, y en la ciudad liberada de Balakliya, donde un cartel prorruso ponía “¡Somos un pueblo con Rusia!”, un soldado ucraniano levanta los versos de Shevchenko: “¡Lucha y vencerás!”.

El dictador y los amantes del poder en el mundo están perplejos. ¿Cómo es que David ha logrado vencer, por enésima vez, a Goliat? Enceguecido por el ego, Putin es más Polifemo que Goliat. Sin embargo, cuando el pueblo lanza su honda contra el ojo oscurecido, no es el impacto o la ceguera lo que derriba al poderoso, sino su separación de las raíces, su desarraigo convertido en ilusión y pesadilla, que le impide sostenerse en el suelo. La naturaleza es el único poder real perdurable y la humanidad que aspira a usurparlo se traiciona; la humanidad no es el poder, sino la resistencia a las condiciones de la naturaleza. Al fruto de esa resistencia, cosechado con paciencia por los pueblos, le llamamos cultura. David, el pastor que baila, vence al peregrino Goliat. La sabiduría de la tradición, brote fértil de la cultura, decapita a la inflada estulticia.

Discutiendo sobre la guerra con un fanático cubano que se declara prorruso, le pregunté en esa lengua —que comencé a estudiar justamente en febrero, cuando caían las primeras bombas en Ucrania— si había leído a Dostoievski. “Niet”, contestó, y su negación me dejó helado, cavilando en la posibilidad de que algún ruso o, peor, algún ciudadano de un país democrático, se declare procubano sólo porque se identifica, digamos, con la nariz de Díaz-Canel. ¿Cuándo vamos a entender que los dictadores no son representativos de ninguna cultura, sino un resultado amargo de la perversión de la cultura? Ahí tenemos a Putin, el superhombre ruso, para nada genial y totalmente frustrado, envileciendo a su nación; en cambio su archirrival, Volodímir Zelenski, un actor, cantante y humorista convertido en político, conecta las cúpulas doradas de la Rus de Kiev con los castillos de Europa.

En Cuba, donde la cultura de la resistencia apenas empieza, ha habido, aunque no siempre sagrada, una relación entre resistencia y cultura. No voy a abundar en los ejemplos que año tras año recuerdo a mis conciudadanos por esta magna fecha. La cultura es hija y madre de la resistencia, y de su unión fecunda surgen las nacionalidades. La cubana, lejos de ser excepción, es una distinción poderosa. Donde quiera que llega un nacido en esta tierra, carga con un pedazo de cultura que muy pronto echa raíces en la tierra nueva, mientras, en dirección opuesta, una resistencia incontenible sofoca sus conatos de asimilación. Esta doble pulsión es la herencia directa del proceso formador de la patria. Cubanos cultos, incluyendo al negro Aponte, hicieron las primeras rebeliones. La cultura salvó a un padre fundador, Céspedes, del proyecto dictatorial e iluminó a otro, Agramonte, en su trayecto militar. Quintaesenciada en Martí, nos condujo a la rebeldía efectiva y a la libertad.

Este enlace entre los altos valores de la cultura y la resistencia, si es que al cabo no son el mismo valor, fue muy rápidamente pervertido en los albores del siglo XX. Yarini, un chulo de San Isidro, fue el personaje más admirado de la primera etapa republicana. En la segunda, sobre los años treinta, aparecieron los caudillos: Machado, Batista, Castro. Tanto el chulo como el guapo son engendros de esa perversión que da forma y realidad a la figura del dictador. La mayoría de los intelectuales notables del XX no sólo no se resistió a tiempo, sino que se plegó a destiempo al nuevo régimen. Desde entonces nos ha tocado sufrir las consecuencias del divorcio entre cultura y resistencia. El himno de Perucho Figueredo quedó asfixiado entre los himnos al estilo soviético. Los guapos se sucedieron en el poder hasta la enfermedad o la muerte. San Isidro tendría que esperar más de medio siglo para que un artista del temple de Luis Manuel Otero le devolviera su dignidad. La resistencia y la cultura volvieron a unir las manos en la noche del 27 de noviembre de 2020.

Fruto del pueblo, el destino de toda resistencia de la cultura es volverse llana y tenaz resistencia. Los sujetos culturales ya no son más el adjetivo de la rebeldía, se van a un lado, se objetivan, pues ahora lo importante es salvar esa cultura que la hegemonía sabe muy bien pervertir. Es este el instante glorioso en el que un pueblo aparta sus demandas puntuales para exigir a magno parva lo que realmente vale la pena: libertad, democracia, justicia. Sólo aquí se comprende a cabalidad aquello de Martí: “ser cultos para ser libres”. Al resistirse frente al poder, la cultura da a luz a la conciencia nacional. Libertad, democracia y justicia son los nombres de ese alumbramiento. La resistencia de los cubanos difiere mucho de la del valeroso pueblo ucranio bajo las bombas y la amenaza nuclear de Putin, pero en la suma de todas las resistencias que conforman a la humanidad, el simple gong de los calderos ensordece al común denominador de los tiranos. Aquí o allá, ciudadano de esta isla que es el mundo entero, no escuches el discurso fácil y estólido que te hará esclavo. Oye a Shevchenko y a Martí: ¡lucha y vencerás!

(Publicado originalmente en La Hora de Cuba, el 20 de octubre de 2022)

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