El título parece un misticismo, y estuve a punto de escribir strada, así, a lo italiano, porque de tan poco socorrida no recordaba que existiera la palabra en español. Uno va por el camino, por la carretera, por la vía o por la senda, pero casi nunca se percibe la estrada, el atanor por el que la vida se decanta en busca de sentido, como en aquella película de Fellini.
En Camagüey, por ejemplo, hay una plaza de San Juan, una calle de San Pablo y todo el santoral en las arterias inundadas de perros, gatos, mendigos, gente pobre y cansada de la vida, esperando el deux ex machina que los libere de este ciclo terrestre.
También hay gente muy devota, que bautiza a sus hijos con el nombre de un papa, como le ocurrió al fotógrafo Juan Pablo Estrada Rodríguez.
Pero sería mejor definir a las personas en dos grupos: unos, los que conscientemente posan cuando el fotógrafo Juan Pablo Estrada Rodríguez les apunta con su cámara en plena calle; otros, los que fingen indiferencia o enojo y se niegan a participar del instante decisivo del que probablemente nunca verán el resultado. Estos últimos son los mejores —o al cabo son un solo grupo— porque vienen a demostrar que todo, absolutamente todo, es pasto y carne de fotografía.
Para el que no lo sabe: los fotógrafos son criaturas polifémicas, que resumen en un único ojo insaciable la coincidencia de los opuestos: luz y sombra, realidad y misterio, hasta que la mirada —algunos dicen la visión— se les hincha de tal manera que tienen que confiar a un aparato embalsamador lo que han visto en formas, colores y significados.
El pez de la idea no los atormenta tanto con sus coletazos de asociaciones, sino por la escama que se desprende y comienza a chispear como un flash interno.
A Juan Pablo Estrada Rodríguez lo hemos hallado pescando en la materialidad cubana como otro testimoniante del naufragio, incluso con el doble atrevimiento del artista y el hombre cívico, en una lucha con la geometría de la realidad que se convierte, a un mismo tiempo, en denuncia y manifiesto.
Sin embargo, lo que a mi juicio distingue a sus fotografías es esa puesta en abismo —quizás reflejo involuntario del ojo adiestrado— que nos regala una ironía inusual, suave, humilde, se diría que propia de las gentes y las cosas que retrata. Sí, porque a Juan Pablo le interesa la pobreza —no es noticia tratándose de un fotógrafo cubano—, pero una pobreza que puede ser elevada a la dignidad y la opulencia de sus fotos por esa intervención del creador, con minúsculas, como una analogía del Creador de todas las imágenes.
En el álbum Strada (Grupo Ánima Editores, 2021) se reúnen varias de sus mejores fotos, como también en la prensa independiente cubana, en sus redes sociales y aquí mismo, donde su visualidad se ha vuelto costumbre y sello. Nótese que Juan Pablo es consciente del designio en su apellido, y titula las fotos con nombres de calles: Jovellar, Calzada, Línea, Carretera Central, República, San Martín, Cuba… No acude a ese recurso hipertrillado del arte contemporáneo de calzar con el título la cojera de la obra. No le hace falta.
Hablan por él esos sujetos descubiertos en pleno tránsito, los objetos dispuestos en una arquitectura apetecible para el ojo, las ruinas que de pronto se levantan cuando las vemos en las fotos, para de nuevo caer en el momento en que apartamos la vista. Todo el espíritu de la pobreza y la pobreza del espíritu que un día heredarán el Reino y que por ahora nos encontramos en la estrada.

















