
No hay que adelantarse en llamar iluso a quien esto escribe, por el hecho de ponerse a escribir bajo el calor de Cuba, el apagón y la desesperanza actual sobre un tema tan absurdo, en lugar de dedicar el tiempo, todo el tiempo —¡oh, Eliseo!— a la búsqueda del satori en una beca de estudios, o en una visa mexicana, o sabe Dios qué o cómo o cuál vía para salir del laberinto cretense de la isla. Lo admito, enfrentar al minotauro tiene valor, únicamente, para el joven novelista que acaricia la idea de construir un mito con su vida y su persona, para después sobrevolar la realidad como un dédalo del trópico, no con las alas achicharradas —ya se sabe, el sol de Cuba no quema—, sino heladas por la temperatura de un exilio que es capaz de congelar la más adánica caída. Antes de eso, permítanme tirarle piedrecitas al dragón, porque me aburro, me aburro insoslayablemente en este país de largas sombras represivas, donde para escribir otro Libro de los muertos bastaría con taquigrafiar una reunión parlamentaria.
Ustedes saben de qué hablo, aunque no muchos de ustedes han tenido el privilegio de sentarse a oír ladrar los perros, o tan sólo a uno de los ¿cuántos? miles de seres que militan en las tropas de la gendarmería política. Cómo una persona llega a ser agente de la Seguridad del Estado, represor nato, perseguidor, apapipio y por ahí para allá… es algo que nos seguiremos preguntando cuando nuestras naves atraviesen el agujero negro en el centro de la Vía Láctea. Allí, donde no tiene sentido la tercera ley de la termodinámica y quizás la cuestión más importante sea si hayamos sido lo suficientemente buenos para acercarnos al Bien, si no resultamos espaguetizados por esa fuerza superdomoledora, me seguiré machacando las sienes para entender a los franks, christians, johnathans y etcéteras del aparato, que por escribir estas cosas que a ustedes les parecen tan absurdas, me han citado varias veces para mostrarme sus colmillos manchados de rabia. Por otro lado, probablemente estoy exagerando y al cabo de un par de ecuaciones integrales en una maestría de Matemática Superior, en Dublín, los termine olvidando.
A quien nunca olvidaré, y trataré de recordar como experiencias vitales y conocimiento profundo del ser humano, será a ti, represor cotidiano, agente sin agencia, que disfrazado de profesor me hacías preguntas capciosas para analizar mis ideas y reportar a otras instancias que mejor no saber…; que bajo el título de pariente te acercabas a la familia para persuadirme de no publicar esas cosas que publico, que están bien en la casa, pero que pueden traer problemas…; que como dirigente preferías subordinados con “preparación ideológica”, aunque el humo de la caldera siguiera saliendo negro y la termoeléctrica se averiara… A ti, chofer de mipyme metamorfoseado en interrogador, vecino que expía a mis visitas, burócrata que traba mis trámites por ser quien soy, a todos ustedes el poeta Dante, que murió en la inocencia de la Edad Media, debió reservarles el círculo más revolucionario de los infiernos.
Pero como, llegado al medio del camino de la vida no tengo ninguna esperanza —mucho menos habitando la llanura de Camagüey— de horadar una montaña para terminar escribiendo la Divina Comedia, tengo que decirles que al represor de nuestras vidas se le puede educar. Sí, sí, no mires para el lado mientras lees estas líneas, porque ya que has ejercido tu derecho soberano a reprimirme, bajo la égida de ser otro peón sacrificable en el ajedrez de la dictadura, ya que te interesa tanto saber quién me paga —y según tu lógica quién me ordena—, qué me motiva a hacer lo que hago, decir lo que digo o vivir con la cabeza orientada al cielo, debes saber que tú también puedes ser un ciudadano libre, investido de derechos, con una conciencia plena que no excluye ninguna forma de pensar, actuar o asumir nuestra historia, nuestra realidad y nuestro destino. Debes saber que lo que vales, lo que eres, lo que puedes hacer en sociedad depende de ti, siempre ha sido tu responsabilidad y tu mérito, y no el logro de una revolución ni mucho menos de un individuo mesiánico, en el que achacar todos los complejos de inferioridad de un pueblo que vive avergonzado de su presente, porque prefirió olvidar el pasado.
Para educarte, comienza por allí, a ver si te extirpas de una vez el virus ideológico y logras pronunciar la palabra República, sin el prefijo pseudo. Abandona la retórica de la acechanza imperial, ese cuento con el que la Revolución quiso cerrarnos los ojos a su sueño engendrador de monstruos. Entiende que la democracia no se cultiva aquí desde hace varias glaciaciones socialistas, y que eso que llamamos presos políticos no son delincuentes, sino cubanos dignos que han sido lo suficientemente humanos como para enfrentar al régimen inhumano que insistes en defender. Recuerda: ley injusta, no es ley, y debes saber, o al menos intuir, a quien te estoy citando. Por ese mismo y su prédica que ha calado en mí despojada de tergiversaciones, estoy movido a decirte que creo en el mejoramiento de tu persona, que cuento contigo para construir una Cuba donde la permanencia sea más constante que la supervivencia y donde al fin, como pedía el poeta persa, podamos juntos, gozar en libertad.
Ahora sí, pueden llamarme iluso.