Lo que ha querido ocultar el gobierno de La Habana no ha sido tanto el fracaso del socialismo, ni siquiera diciendo que era el socialismo de ellos (porque el de aquí era una copia dependiente y desastrosa de aquel), ni el fracaso de ellos, que no vamos a imitar. Los tales ellos son ahora los millonarios guerreros antinorteamericanos, aunque imperialistas, que nos gustan tanto. Lo que tiene que estar bajo ley de la omertà es la evidencia de que sería posible ponerse en dos patas, que el mayimbato podría convertirse en burguesía con muy poco esfuerzo. En realidad, el esfuerzo en este caso tendría unas características y un precio imprevisibles. El mayimbato no es una nomenclatura política y administrativa, como era la de ellos, sino militar. Incluso la cúpula administrativa está en manos de los militares de mayor rango. Son personas de subordinación y obediencia, para quienes un futuro de libertad y bienestar es poca cosa, porque lo que los mueve es una cuota mayor o menor de soberbia y poder personal. Ningún interés en el progreso del país y ningún pensamiento más allá de la tarea que reciben. Desde luego, el fin de los guerrilleros puede alterar esta ecuación en forma radical. Pero lo que me interesa significar aquí es que una variante criolla de la perestroika es improbable y además indeseable. Otros disgustados con el socialismo consideran que pudiera ser mejor que lo que hay, o abrir una puerta para la democracia. Permítanseme algunos elementos para la reflexión.
La perestroika, como el nuevo capitalismo chino o vietnamita, es evidentemente una revolución desde arriba. A pesar de la ideología revolucionaria, ninguna revolución comienza desde abajo, con el pueblo asaltando la Bastilla. El pueblo puede vivir muy mal y expresar de alguna forma su descontento, pero si no hay cambios en la cúpula del poder, o una presión militar externa, el pueblo puede poco o nada contra el despotismo. Si Luis XVI no hubiera convocado los Estados Generales, la Bastilla hubiera seguido tranquila y vacía de prisioneros políticos durante mucho tiempo. Ya los ingleses habían hecho su Revolución más de cien años antes, con menos sangre y más capacidad para el compromiso de y con los déspotas, a fin de que los negocios de los Estados Generales siguieran bien. Pero en efecto, el movimiento popular es clave en la Revolución Francesa y a la larga engendró la respetable democracia francesa actual.
Veamos sin embargo la Revolución Meiji en Japón, modélica como revolución desde arriba. En 1868 los señores feudales, hartos de hacerse la guerra y con la ilusión del bienestar occidental que ya conocen y desean, renuncian al régimen del shogunato y solicitan al Emperador que cambie el país en dirección al capitalismo de Occidente. Botan los kimonos y los chanclos y los sables y los samuráis, y se ponen a producir como se debe y en grande. Este violentísimo cambio se efectúa con una velocidad y eficiencia increíbles, porque el rumbo es prometedor para la mayoría y porque el pueblo, acostumbrado al más oprobioso servilismo, se suma al entusiasmo. A nadie le importa si los samuráis, que han perdido a sus jefes, se suicidan para salvar lo que llaman su honor. Esta exitosa revolución desde arriba convierte al Japón en potencia mundial a principios del siglo XX, y, habiendo llegado tarde al reparto del mundo, en agresor fascista en la década del cuarenta. La perestroika y el putinismo se me antojan una especie de remake de las dos etapas de la Revolución Meiji. La tercera estuvo marcada por la rendición incondicional ante los yanquis y la construcción de una democracia política bipartidista, donde en realidad casi siempre gobierna el mismo partido, y toda la sociedad parece estar de acuerdo en todo. En el esquema putiniano hay tres partidos, pero en realidad solo uno tiene poder y el propio señor Putin no lo integra, sino que se presenta como independiente, como alguien que está por encima de ellos porque encarna la Nación, esto es, como un Emperador.
Las revoluciones desde arriba —y la China actual es todavía un caso más contundente—, no generan democracia real, porque el pueblo ni las ha engendrado ni ha participado en ellas, puesto que el propio pueblo carece de tradiciones de libertad y rebeldía. Si la revolución desde arriba resulta exitosa, el pueblo resulta beneficiado con un progreso que los fascina por el contraste con la miseria anterior, atribuyen ese milagro a los que están en el poder, y se vuelven sordos a cualquier ambición de dignidad y libertad. Por el contrario, el pueblo se esclaviza a ese poder, que alardea de servir al pueblo. Aunque he citado países del Oriente, una situación similar se vivió en la Alemania de finales del XIX y principios del veinte: la revolución burguesa impulsada por Bismarck le dio al pueblo importantes elementos de justicia social, que de paso acababa con la ilusión marxista, y la nueva riqueza generada por la llegada de la electricidad fue compartida con los obreros, lo que generó la adhesión del pueblo al Emperador durante la estupidez de la Gran Guerra. Qué casualidad, el fracaso militar dio paso a una república que no prosperó y generó el fascismo. Las revoluciones desde arriba no solo no generan democracia sino que poseen un riesgo bien conocido de degenerar en gobiernos autoritarios permanentes, o claramente fascistas.
Ese es el caso de la perestroika. La nomenclatura rusa se deshizo de todos aquellos políticos y gerentes que eran incapaces de pasar al capitalismo o por lo menos de reciclarse en las nuevas condiciones. Pero el pueblo no tuvo nada que ver en ese cambio. Su malestar ayudó, pero permaneció al margen, obediente a cualquier maniobra de los poderosos. Votó por mantener la Unión Soviética y enseguida admitió que la destruyeran. El símbolo de esta indiferencia fue el cosmonauta que ascendió como soviético y descendió como ruso. Las clases populares fueron sometidas a degradación y humillación durante el gobierno de Yeltsin, y aunque sus niveles de vida, fuera de las dos rutilantes capitales, siguen siendo bajos, el capitalismo arraigó en una década de alguna torpe manera, al precio de la corrupción generalizada, y sus beneficios fueron atribuidos al señor Putin y sus métodos autoritarios y criminales. Y la degradación popular y la humillación nacional fueron atribuidos a… Occidente. Una cúpula que gozaba en el socialismo sólo de unos privilegios de clase media alta, ahora ostenta el rango de multimillonarios. Ya no andan en cuatro patas y este milagro los ha llenado de un inmenso orgullo nacional. Rusia retrocede a los sueños imperialistas de 1914 y se lanza a la conquista de territorios en Georgia y Ucrania. Propone un nuevo orden mundial llamado multipolar —cuando lo que se necesitaría es un mundo apolar—, pero que le permite disfrazar su |vocación imperialista con la invitación a que otras potencias se atrevan a tenerla, a fin de que enfrenten a su potencia imperialista enemiga, los Estados Unidos y sus aliados. Ni siquiera China está, al menos por ahora, demasiado interesada en este nuevo Eje: calcula que, por el momento, no tiene con qué enfrentar exitosamente a Occidente; tienen dos colonias internas, el Tibet y los uigures; le interesa avanzar en el necolonialismo económico y la recuperación de Taiwán. Por otro lado, en Occidente la deriva hacia el autoritarismo avanza. La democracia está en una crisis que pudiera ser de crecimiento, pero que está asediada por los señuelos del individualismo, el nacionalismo ridículo, el desprecio por los pobres y los débiles, y el peligro de guerra mundial. Un Nuevo Orden planetario de ultramillonarios y sus déspotas funcionales, nutridos de Inteligencia Artificial, conforman una amenaza real de Fascismo. Incluso sin guerras, y por eso inconmovible, definitivo.
La principal lección que podemos extraer de la perestroika es que las nomenclaturas están por encima del pueblo de una manera tan absoluta que pueden desatenderlo sin mayores problemas en sus propósitos de reciclarse para mejorar, para adquirir la riqueza y el poder y la libertad personal que acompañan al capitalismo. Aunque algunos de los políticos e intelectuales que lucharon por la perestroika eran verdaderos demócratas, todos fueron eliminados de inmediato en aras de un despotismo renovado y eficiente. A los pragmáticos les bastaron unas instituciones representativas del despotismo, no del pueblo: Putin y un apapipio estuvieron pasándose los poderes magnos como si fuera una pelota de tenis; y finalmente al primero le dio un arrebato y de hecho se consagró como presidente vitalicio, listo para lanzarse a la guerra. Es de hecho imposible que un grupo social que ha estado en el poder por décadas sin ninguna sanción popular, y sin rebelión tampoco, tenga un mínimo de voluntad para compartir honesta y responsablemente ese poder con todos los ciudadanos. Al que se rebela, aunque sea de palabra, se le asesina cobardemente tirándolo por el balcón, disparándole en el ascensor, derribándole el avión, o ejecutándolo bajo custodia, como a Alexei Navalny. Estas joyas de gansterismo son la necesaria y lamentable culminación del poder de la nomenclatura rusa. Putin está lejos de estar solo en su fortaleza medieval. El mayimbe que se vincule con semejante tralla estará llevando a lo que queda de Cuba a un abismo insondable.
El pueblo cubano no tiene nada que ganar con una interrupción de la continuidad socialista para pasar a una imitación de esos procesos. Ciertos opositores consideran que el capitalismo sin democracia mejora el nivel de vida, y que ese progreso, bueno en sí mismo, sería la plataforma para ambiciones mejores. Habría que pagar, eso sí, el precio de un nuevo despotismo temporal. No recomiendo estas ilusiones: Cuba no es Rusia ni mucho menos China, es un país pequeño, de escasos recursos y empobrecido hasta lo irreconocible, y cuya gente está acostumbrada al poco trabajo y al igualitarismo durante más de medio siglo: el mejoramiento sería, en el mejor de los casos, muy desigual, como ya lo estamos viendo con los pocos elementos de capitalismo de las mipymes, y quedaría abierta la posibilidad de la violencia generalizada y el regreso triunfal, y electoral, de los comunistas. Por otro lado, la desesperación por la pobreza es tal en Cuba, y tan inculturada la admiración por los tipos duros que se imponen humillando y matando, que el tal capitalismo estomacal pudiera arraigar más aquí que en la mismísima China, dañando lo conciencia social cubana, ya degenerada, con una desconexión definitiva de las tradiciones libertarias que heredamos del siglo fundador de la nación. Esta es una perspectiva horrorosa, entre otras razones porque la idea cubana de la democracia, resumida genialmente en la maltratada frase con todos y para el bien de todos, es patrimonio no solo de los cubanos, sino de cualquier pueblo y cualquier pensador que se tome en serio la naturaleza y la perspectiva de la democracia, sobre todo en este momento de extravío universal. El verdadero demócrata cubano debe atenerse a esta tradición, aunque parezca poco viable para los impacientes y los desesperados, que suelen ser los que dañan la lucha renunciando sin más al sudor, el dolor y la agonía.
Ahora bien, lo que es fatal para la nación y el pueblo puede ser atractivo para los mayimbes herederos del desastre y sus intelectuales orgánicos, y también para muchas zonas del exilio y aun del gobierno norteamericano. El lambo en Varadero es más que una tentación. Un skyline habanero de rascacielos, que ya se esboza en la horrorosa y descarada torre K, se erigiría en la prueba de que vamos adelante, aunque la gente muera de hambre en Cacocún. Al gobierno norteamericano lo que le interesa es que se detenga la inmigración incesante de cubanos; y la posibilidad de vender productos aquí, porque la inversión en gran escala sería una aventura para pensar tres veces. Y desde luego, cómo construir una democracia real, desde abajo, con un pueblo pasivo, miserable, desesperanzado, fugitivo. La rebelión nacional del 11 de julio de 2021 demostró que posiblemente hay líderes para ese cambio desde abajo. Por el momento, están presos. Cualquier pronóstico sobre esos prisioneros es muy arriesgado, pero son más de mil. Y van a seguir aumentando. Existe además una sociedad civil, periodistas, líderes religiosos, activistas sociales y políticos, que permanecen en el territorio nacional en condiciones de desamparo y fragilidad extremos, pero que constituyen la prueba de que las tradiciones libertarias cubanas siguen siendo defendidas en la conciencia nacional. Dicho de otra manera: Cuba está haciendo un esfuerzo extraordinario en el pensamiento y en la acción para fundar una democracia desde abajo. Entre los países que fueron socialistas, sólo Polonia fue por este camino, pero la nomenclatura polaca nunca tuvo el control total de la mente de los ciudadanos y finalmente prefirió entregar el poder mediante la negociación y las elecciones libres. Los polacos tenían tradiciones libertarias y, a diferencia de nosotros, carecían del culto del dictador. El socialismo polaco era una imposición de los soviéticos, manu militari. Pero los comunistas polacos no se rindieron porque supieran que la Unión Soviética no los invadiría como habían hecho con Hungría o Checoslovaquia años antes: tuvieron la audacia de pensar y actuar con una rara calma y humildad, quizás por ser parte de una nación católica; y sus opositores también. Obsérvese cómo en este caso una tradición opera como una fuerza política positiva, más allá de los bandos. En Cuba hay una mala tradición de despotismo —Machado, Batista, Castro—, pero también una tradición libertaria constante y magnífica, la de Varela, Agramonte y Martí. Habiendo terminado el despotismo de un hombre supuestamente genial en el desastre y el ridículo, la tradición libertaria se yergue resurrecta. Pero la pasividad y el empobrecimiento moral del pueblo, la miseria galopante, la dificultad para imaginar un país mejor, son peligros de la mutación del despotismo castrista en otra variante mucho más peligrosa, porque iría acompañada de las ventajas que un capitalismo de abusadores y ladrones pueda ofrecer a muchos, o a la mayoría, o a casi todos.
Conmigo que no cuenten.
1 de noviembre de 2024.