
Traer de las tinieblas a quien ya comienza su descomposición física, implica una proverbial reserva de fe y amor. Sabemos que los elegidos para obrar tal resurrección no abundan —ni siquiera los intensivistas de cuidados terminales se encuentran adiestrados en tan sagrada disciplina—. También hace falta un mínimo de voluntad inicial en el empeño, y hasta el minuto presente nadie parece remotamente interesado en salvar del desplome eterno, no un edificio, o diez, sino todos los que articulan el tramo antiguo de una de las arterias más importantes de la capital cubana.

A doscientos años de fundada la villa de San Cristóbal, un sendero conocido como Arcabuco, que conducía desde las inmediaciones de la Loma del Ángel hasta una pequeña caleta ubicada a kilómetro y medio hacia el oeste, facilitó bajo licencia al soldado Juan Guillén la instalación en aquella entrada de mar de una carpintería especializada en confeccionar embarcaciones ligeras. El discreto accidente costero fue llamado entonces como el marcial armador, hasta que en 1746 la construcción del hospital y leprosario de San Lázaro en aquellos lares cambió definitivamente su topónimo. Guardando la distancia reglamentaria desde los límites de la muralla, la ciudad había comenzado a crecer hacia el poniente más allá de su recinto inicial. Por el norte, su límite natural era el océano, que rompía contra la costa rocosa y baja, haciéndola vulnerable a las frecuentes penetraciones del mar durante los temporales.

Hasta unos prudenciales cincuenta metros del borde costero, la calle Ancha del Norte —más tarde conocida como del Basurero—, finalmente fue identificada como San Lázaro. Se extendía desde la explanada de la Punta hasta el hospital de marras, reproduciendo en toda su extensión el contorno del litoral. Sus 14 manzanas fueron rápidamente construidas en ambas aceras, colindando el fondo de los edificios de la vera marítima directamente a la ribera, y drenando superficialmente allí sus desperdicios. Esta salitrosa vecindad ha sido el principal talón de Aquiles de dicha urbanización, máxime cuando el océano arremete tierra adentro. Para los actuales moradores de la ciudad no es noticia este pelágico sopapeo, que de tan rutinario se ha normalizado. Con el trazado del Malecón desde comienzos del siglo XX y la elevación del nivel del pavimento por encima de los dos metros y medio, semejante percance parecía resuelto; pero las fuerzas de la naturaleza no cejan en su retozón empeño. Existen registros memorables de estos corrosivos lametones a las llagas de San Lázaro, como los huracanes de 1844, 1846, o el ras de mar que arremetió hasta la calle Genios, en 1856.

Con tal contratiempo medioambiental, la puja de los obstinados residentes de las proximidades marinas llevó la extensión de la calle hasta más allá de la caleta, rebasando el límite oeste de la ciudad en la calle Belascoaín. En el solar donde hoy se encuentra el hospital Hermanos Ameijeiras, en 1794 se erigió la Casa de Beneficencia y Maternidad, a un costado de la iglesia La Inmaculada. Lo que en la actualidad es una explanada donde se erige el monumento a Antonio Maceo, para ese entonces ya existía —de frente al mar— una pequeña fortificación: la Batería de la Reina, reforzada al otro lado de la caleta con el torreón que en nuestros días apenas sobresale tragado por el tráfico, y los excrementos y orines depuestos por los apurados transeúntes. La avenida ganó en mayor concurrencia con posterioridad a 1806, gracias a la ejecución del primer camposanto general de La Habana, el cementerio de Espada. El añadido de la Casa de Dementes de San Dionisio, y la progresiva parcelación y poblamiento del área más allá de Belascoaín, impulsaron el surgimiento de un nuevo vecindario: a tenor de las Ordenanzas Municipales de 1855, el residencial de San Lázaro constituyó el Tercer Distrito y el Barrio No. 8 de La Habana.

La apertura de El Vedado al reparto inmobiliario, en la segunda mitad del siglo XIX, fue la vía expedita para que la calzada se aventurara cuesta arriba hasta la falda noreste de la Loma de Aróstegui, donde en nuestros días se yergue la Colina Universitaria. Este último trecho se alejó longitudinal y altitudinalmente del mar, ofreciéndole una anchura y modernidad de la que no goza en su tramo fundacional. Desde la Universidad, en Ronda y calle L, hasta La Punta, esta arteria contempla 21 cuadras, enlazando tres municipios del litoral habanero, y convirtiéndola en una de las más extensas y transitadas de la ciudad. Hasta los años 50 de la pasada centuria, los reajustes edilicios garantizaron la vitalidad de su sección más antigua, remozando o reemplazando aquellos inmuebles que perdieron la batalla contra la furia de las olas, la corrosión y la intemperie; de ahí que en sus carcomidas fachadas coexistan exponentes arquitectónicos de los siglos XVIII, XIX y XX. Las últimas seis décadas han servido de escenario al abandono constructivo, ideal circunstancia para tender el manto mortuorio que hoy acompaña la definitiva putrefacción de San Lázaro, con lo que la capital se despide de uno de sus rostros urbanos más genuinos y exóticos.




Fotografías de Juan Pablo Estrada.
