
Para Luis Orlando Bermúdez
Aludo desde luego al conocidísimo pasaje bíblico del Libro del Éxodo, cuyo texto les ahorraré aquí, pues las buenas Biblias en línea son muchas y de fácil acceso. El pueblo de Israel se ha liberado de los egipcios bajo el liderazgo de Moisés, y avanza por el desierto buscando la Tierra Prometida. Son cuarenta años de peregrinar, pero el retraso es precisamente lo útil. En realidad, como vemos en el mapa, la distancia entre Egipto y Palestina era notable para la época, y había que trasladar un pueblo completo, con sus niños, sus ancianos, sus mujeres, sus hombres incapaces o mediocres o delincuentes, a través de un desierto. Los hebreos no tienen claro dónde está esa tierra, porque el líder tampoco. Pero van. Los sostiene la alegría de la libertad, al precio de la pobreza y la incertidumbre; aunque unos cuantos extrañan las ollas llenas de comida de la esclavitud egipcia. Pero lo que ocurre durante esos cuarenta años va más allá de la consolidación de un liderazgo, la unidad del pueblo con su destino y la conquista final de un pequeño sitio en aquel bárbaro mundo, —y todo eso es muchísimo incluso hoy en día: el asunto es que los hebreos se constituyen como un Pueblo de Dios—. Y esto mediante dos vías: la iluminación del líder, que ni siquiera es una persona muy especial, y el asentimiento del pueblo. Que unas veces está a favor del proceso con entusiasmo, y en otras, duda y lo sabotea. El líder resulta educado lenta y dolorosamente por Yavé, el Dios único, a quien pertenece la iniciativa del proceso. Tiene un compinche, Aarón, que le ayuda, porque Moisés es fatal para hacer discursos, y una vez que llega a estar iluminado de verdad, hasta el punto de que su rostro resplandece, tiene que ocultar su cara y dejar que Aaron se dedique al periodismo, la administración y la política, esto es, a tratar de convencer al pueblo de que están en el rumbo correcto y hay que portarse bien. Obsérvese que este liderazgo de que estamos hablando se opone totalmente al estatus de los mequetrefes que actualmente destruyen el mundo. Moisés ha evitado ser líder (su mujer, que no era hebrea, lo obliga a comportarse como líder), le cuesta un trabajo inmenso hablarle a la gente, por incapacidad personal y por lo incomunicable que es la Experiencia Divina, usa a Aarón como portavoz y gobernante práctico, sufre las inmoralidades de su gente y muere antes de llegar a la Tierra. Aparentemente, un fracasado en el orden práctico. El relato nos dice que Moisés le pidió a Dios ver Su Rostro antes de morir, y que Él sólo le permitió ver pasar su espalda. En fin de cuentas, eso es lo que Moisés personalmente deseaba. Pero además le ha dado a su pueblo, y a toda la humanidad, algo sin comparación: la Ley Moral que se opone al Becerro de Oro.
A los agnósticos y ateos les acepto la discrepancia de que estoy comentando una leyenda de autor desconocido, y para nada un relato histórico. Bien, estudiemos la fábula, como si fuera una novela de Joyce. Puede leerse como una novela, y es literatura de rango altísimo. Ocurre, entre otras peripecias, que Moisés se ha ido al monte Sinaí a recibir las Tablas de la Ley, esto es, el orden moral que Yavé envía a su pueblo. Subrayo estas palabras, porque en todo el planeta, hoy día, hay millones que aceptamos esos mandamientos como universales, incluso en China o en Mongolia. Pero en la época de la escritura del Éxodo —olvidemos el acontecimiento histórico—, hace tres mil años o más, la idea de la Humanidad era impensable. Hoy mismo Ucrania no existe y los palestinos son jordanos criminales. El líder hebreo está enfrentado a un pueblo concreto, al que ama pero con el que nunca se identifica demasiado —y ya eso era descomunal entonces, y también ahora—. Y padeciendo su desorden, recibe de Yavé, el insoportable dios único, las Tablas de la Ley. Ahora bien, Moisés tiene que subir al Monte. Porque el acceso a la Presencia de Dios exige deshacerse de la llanura y encontrarse en la soledad y la nulidad del universo. Y mientras, el pueblo judío está pues sin control, sin liderazgo. Vaya usted a saber si han matado a ese tipo. O si todo el tiempo ha estado loco. ¿Por qué esperar tanto por esa tierra que no se sabe dónde está, si podemos hacer una fiestecita aquí? De manera que hay un conato de golpe de estado, y Aarón, que ha quedado como jefe interino, acepta el reclamo popular de que les dé un dios menos metafísico. Único, sí, pero cercano. Aarón, que está lejos de la autoridad que porta Moisés, le pide las joyas de oro a la gente para hacerles una divinidad, pero tangible. Se construye pues un toro de madera cubierto de oro. Y en torno a esa cosa, el pueblo baila el reguetón y juega al dominó, y todos felices. Excepto Aarón, pero qué podía hacer.
Regresa Moisés con las Tablas y se encuentra este festival. De pura indignación rompe las Tablas que acaba de recibir de Yavé, destruye el Becerro, hace polvo el oro y se los hace tragar a todos con agua.
Finalmente los levitas, la tribu más cercana a Moisés, son encargados de asesinar a los promotores del Becerro, incluso a sus parientes.
Esta historia ha sido comentada por siglos y estoy lejos de pretender añadir algo nuevo. Actualmente es usada por los artistas para combatir el consumismo contemporáneo, en parte siguiendo el patrón de Marx, según la cual el torito en cuestión equivale a la idolatría de la mercancía capitalista. La lectura más extendida es la que enfrenta a Yavé Dios con un ídolo. Así es, a mi juicio. Otros contrastan aquello que procede de Dios, las Tablas, con una obra humana, el becerro. Alguno advierte de que se trata de un toro o un buey, y se desata el sicoanálisis o la necesaria lucha contra el machismo. Pero lo de hacer tragar el oro indica la intelección de que esa idolatría ni siquiera es demasiado creyente en un poder sobrenatural y popular, sino las ganas de gozar del oro material, de la riqueza en sí misma, de la gozadera terrenal de cualquier manera y con cualquier precio. Piénsese en que esta historia fue escrita para el nivel de riqueza social y personal de hace tres mil años, en un pueblo pequeño, secundario y pobre. Se trata de lo que pudiéramos llamar la Inteligencia Profética, que atraviesa los milenios y de alguna manera los anula. La fábula, el mito, la leyenda, el acontecimiento histórico, lo que sea, establece pues, para los líderes y los pueblos, una invariante poderosa: la opción por Dios a través de la Ley y la Presencia, o la idolatría de la miseria terrenal. Para el creyente judío o cristiano, esta fábula constituye revelación. Sólo quiero señalar que, siendo palabra revelada por Dios o mero descubrimiento humano, su verdad se ha mantenido y se mantiene hoy. Es comprobable.
Al menos los hebreos del desierto solicitaban una deidad favorable y única. A muchos, ahora mismo, cualquier divinidad les resulta incómoda y hostil, o peor, innecesaria, y hasta ridícula y cómica; y otros se atienen a cualquier panteón de magia o brujería para obtener el oro y la gozadera. Además, el relato describe el proceso liderado por Moisés, y nada más. Cuando el pueblo alcanza Palestina se restauran la inmoralidad, la gozadera y el ateísmo práctico, hasta el punto de que unos siglos después de la escritura del Éxodo, durante el reinado de Jeroboam, Yavé se ha convertido en un dios dentro de un panteón grosero; quizás el más importante, algo así como Júpiter, pero uno más. La derrota del Becerro de Oro no es pues un suceso fundacional exclusivo del pueblo hebreo, sino un patrón para la humanidad. La búsqueda de la riqueza y el goce terrenal en sí mismos, y mediante la idolatría, esto es, la sustitución del Dios vivo, actuante y comunicante, por una porquería imaginaria y muerta, extravía al pueblo y tiene que ser rechazada, porque no satisface, y engendra violencia.
No confundir esta verdad con un rechazo de la riqueza material o la alegría de vivir. El Libro del Éxodo relata de inmediato el minucioso esfuerzo constructivo de Moisés en cuanto a la construcción de un templo. El rey David bailará con su gente ante el Arca de la Alianza. El final de este concepto cae ya fuera del judaísmo, cuando el Hebreo de Nazareth convierte el agua en vino para que disfruten los recién casados y sus amigos. La realidad terrenal ha sido creada por Dios y está bendita, si está vinculada a Dios. Y ese vínculo es doble, como en Moisés: la Ley Moral y la Experiencia de Dios. Hay que respetar la primera, y hay que buscar, o mejor recibir, de alguna forma la segunda. En Cristo culmina el proceso iniciado en el desierto: la Ley es trascendida en el Amor, que sale de los judíos hacia todo el planeta. La Ley se hace más completa, más clara, más evidente y más eficiente en el Amor. La obediencia no es ya obedecer, sino participar del Amor. Pero todo pueblo en sí es ambiguo frente a ese vínculo de la Ley y la Experiencia. El relato nos dice que en ese momento Dios se hace visible como una nube sobre el campamento judío, para apoyar a Moisés y sus seguidores. Y Moisés establece una Casa de Reunión con Dios, un templo. El pueblo avanza pues hacia la Tierra Prometida. y la conquista. Pero Moisés ha muerto antes, y vendrá Jeroboam. La historia de ese pueblo, y la de todos los otros, continúa sin esa doble presencia como realidad práctica, hasta hoy. Y extrañamos la Nube sobre la Casa.
Últimamente la ambigüedad popular va en incremento, en varias direcciones muy peligrosas que vale la pena comentar aquí. La primera es la búsqueda de la plenitud terrenal, entendida como riqueza material y goces, ya no al margen sino en contra de la Ley. Me dirán que siempre fue así, pero después de los horrores de las dos Guerras y la experiencia de las revoluciones comunistas, se suponía que había una cierta legalidad que debían respetar, o por lo menos decir que van a respetar, todas las naciones y los individuos. En este momento semejante restricción no existe. Los individuos y las naciones están tan enamorados de sí mismos, que eso de la Ley, más que un estorbo, resulta un enemigo. Y sólo un reducido grupo de ciudadanos en esas naciones se dan cuenta de semejante horror, pero nada pueden hacer frente al pueblo que quiere bailar y jugar, o subsistir, como si no pasara nada; y dejan a sus jefes bailar y jugar con sus atómicas. Se diría que el pueblo reina como anuncian sus jefes, pero qué va, los que imperan con ese populismo son personajes vacíos de la presencia de Dios, incluso traidores flagrantes.
El segundo peligro es borrar cualquier noción del proceso descrito en el Éxodo. Véase el documentado libro Homo Sapiens, del gurú israelita Yuval Harari, donde la historia humana resulta el cuento despiadado e inacabable de cómo producimos el oro que recubre al becerro. El resto: religión, arte, literatura, conocimiento científico, no es sino pensamiento simbólico. Dicho de otra manera: imaginaciones que acompañan o retrasan o dañan la producción de becerros. Llega a afirmar que una empresa que produce automóviles no pasa de ser una imaginación, pues lo real es la fábrica. Ni siquiera el marxismo fue tan radical en la defensa del supuesto Homo Economicus, que nunca fue universal si es que alguien escribió la fábula del Éxodo. Harari se siente desesperado ante la Inteligencia Artificial, que apunta ciertamente a la desaparición de la humanidad a menos que nos demos cuenta de que el Pensamiento Simbólico es lo propiamente humano. Una máquina puede saber más teología que un concilio de obispos, pero jamás deseará a Dios, ni a la literatura, ni al arte, ni al conocimiento en sí. Nunca podrá desear. La más inteligente de las máquinas estará privada de la inteligencia fundamental humana: el deseo de la trascendencia. Como el ciervo clama por la corriente de las aguas, así mi alma clama por ti, Dios mío —dijo el Salmista—. Pero el Becerro no es un ciervo vivo, no puede clamar. La Inteligencia Artificial contiene el peligro de la más espantosa de las distopías: el suicidio voluntario de todo lo superior humano, y luego de la humanidad misma.
Un tercer y más espantoso derrotero es el del uso del cristianismo a favor del Becerro de Oro. Está de moda el Evangelio de la Prosperidad. Espigando unas frases de Cristo que en efecto defienden la riqueza y el bienestar legítimo, unos teólogos protestantes generalizan ese aspecto de la realidad como un objetivo que reduce el mensaje cristiano a estar bien, jóvenes, sanos, ricos, perfectos, salvados. Si hay enfermos se les manda al hospital, o a la hermosa institución siquiátrica, con sus jardines y fuentes; y el dolor o la angustia se consideran sospechosos: algo malo habrá hecho usted. Se trata de un Becerro de Oro pasado por agua falsamente evangélica, que atrae, por su comodidad, por su facilidad para rechazar cualquier esfuerzo moral, a todos los que quieren beber oro simbólico y hasta real, o verdaderamente comerlo, como en el exclusivo restaurante submarino del hotel Burj al Arab, donde los postres se sirven adornados con pan de oro; y mantener así la inconciencia tranquila. Cristo no se parece a Mohamed el propietario. Ni Él ni sus seguidores tuvieron nada en este mundo. Los apóstoles comenzaron por renunciar a lo que tenían, y a buscarlo de alguna manera legítima. Moisés rompe las Tablas, feo gesto, destruye el ídolo, castiga cruelmente a los suyos, porque es un hombre que busca a Dios pero sigue atado a la realidad del pueblo, a su búsqueda material y fáctica. A Moisés le toca crear un primer templo y una primera liturgia. Pero Cristo es el Templo y su liturgia es su Pasión. Para el cristiano, eso es vinculante y modélico. Su mensaje admite la plenitud terrenal pero promete algo mucho, mucho mayor: la Vida Eterna. Es el Mesías esperado por los hebreos de Moisés, es el Creador que viene a cumplirles la posibilidad con la que han soñado: no un torito repugnante sino Cielo Nuevo y Tierra Nueva en la presencia del Creador. Los ricos indiferentes no están bien mirados en los Evangelios. Despidió vacíos a los ricos, dijo la Virgen. El pretendido evangelio de la prosperidad es una traición al mensaje central de los Evangelios.
Es legítimo tener dinero bien ganado, ser joven, sano y fuerte, crear una bella familia bien comida y educada, poseer un completo dominio de sí mismo y ejercer un carácter nítido y firme, y un deseo y una voluntad de que esas virtudes o condiciones sean imitadas, igualadas y buscadas por sus conciudadanos.
Pero cuidado con la idea becerril.
Mientras haya un antro, no hay derecho al sol —dijo el Maestro cubano, y lo cumplió en sí mismo—.
No es botando el antro como se gana el sol.
Para el pueblo y especialmente para los líderes, es responsabilidad mandataria, y la única grandeza, enfrentar el antro que se tiene delante, y dedicarse a curarlo.
Y si se es incapaz de aceptar esa cruz, cállese. Usted no está apto para un trabajo de gigantes.
Tiene derecho a no ser realmente cristiano, pero no a falsificar a Jesús.
Allí donde no hay ni siquiera empatía por el pobre, el discriminado, el sucio, el extraviado, el ignorante, el que sufre; allí donde no hay un compromiso de dar, y de darse al dar, a todos; ni de atreverse a compartir el destino de los otros desafiando la angustia, el dolor y la muerte, no hay Dios, no hay Cristo.
Y no hay porvenir para nadie.
Retrocede, torito.
No me vas a desvirtuar.