
Una de las evidencias físicas más pintorescas del crecimiento urbano capitalino, lo constituyen las pequeñas ermitas que nuclearon los barrios surgidos allende sus murallas. Estos asentamientos, independientes unos de otros, nacieron y se desarrollaron por las más variopintas motivaciones con posterioridad a la fundación de la villa en 1519, y hasta mediados del pasado siglo. Entre estas causas eran frecuentes la segregación y la marginalidad, como sucedió a partir de los siglos XVI y XVII con el improvisado caserío que emergió en los manglares del suroeste habanero. Su espontáneo reparto, conformado por precarias bohíos y viviendas de embarrado, guano y yaguas, ha sido conocido con varios nombres desde sus orígenes, a saber: Demajagual, Manglar, San José del Real Astillero y, finalmente, Jesús María. Para más contextualización, fue nicho por excelencia de los populares “curros del manglar”, población de ancestros africanos —“negros curros”— procedentes en su mayoría de Andalucía, España.

El abanico social de aquella sociedad, a la vera de los privilegios de San Cristóbal muros adentro, también estaba coloreado por ibéricos de bajos recursos, esclavos libres conocidos como negros horros, mestizos e indios; todos ellos obreros, artesanos, buscavidas, indigentes —muchos de ellos en condiciones de ilegalidad—, interconectados con las actividades que alimentaron las dinámicas productivas de la villa en crecimiento. Las empresas que dieron sentido a dicha cadena socioeconómica en esa orilla de la ciudad, guardan estrecha relación con la historia colonial y su devenir. En 1713 se crea allí el Real Arsenal, adjunto a los lienzos de la muralla colindante con la Puerta de la Tenaza; y en 1717 se funda y establece la Factoría de Tabacos, para responder al estanco administrativo de este vernáculo producto, cuyo desenlace, en 1723, pasó a la posteridad como la Sublevación de los Vegueros. Durante el transcurso de 1725 a 1734, se instala en aquellas aguas bajas el Real Astillero de San José —el más grande de la América dieciochesca—, que dio nombre cristiano a aquel desmadre por un buen tiempo.

Para que el barrio no continuara a la buena de Dios, gradualmente se establecieron pautas en la organización territorial, con la parcelación y saneado de las manzanas, tomando así un aspecto menos caótico. A favor de estas mejoras, se decidió construir una ermita en 1753, concluyendo sus obras tres años después bajo el patrocinio de la Sagrada Familia: Jesús, María y José. Paradojalmente, los vecinos y habaneros de la época terminaron por llamar a la ermita y parroquia por sus dos primeros nombres, excluyendo oblicuamente —con intención de sintetizar la longaniza que implicaba mencionar a tres figuras sagradas— el apelativo de quien había dado título al enclave por casi un siglo. El santuario fue construido de cal y canto con techo de tejas. Al demolerse las murallas y conectarse vialmente Jesús María con lo que había sido La Habana intramuros, a mediados del siglo XIX el templo perfiló sus actuales coordenadas, quedando orientado entre las calles Alcantarilla (en nuestros días, Vives, o Avenida de España), Revillagigedo, Águila y Puerta Cerrada. Para más gracia, la estancia eclesiástica se hizo flanquear por un recoleto parque hacia el norte, reconocible gracias a las cuatro ceibas que lo adornan.

La continua evolución del vecindario exigió mejoras a su ermita, de modo que en 1773 fue remozada. Pero habría de esperar hasta 1844, tras el paso de un devastador huracán que lo dejó en pésimas condiciones, para ser restaurado y ampliado con fondos otorgados por la Corona, confiriéndole así la jerarquía “de término”, por real cédula de Isabel II. Sin embargo, su presente fisonomía la alcanzó en 1928, con una renovación integral y el añadido de una capilla lateral consagrada a Jesús de Nazareno. La nueva merced contempló el reemplazo de los bancos, piso de baldosa, ventanales, altares, además de —importante en pleno siglo XX— luz eléctrica. Las obras fueron costeadas con donativos de los fieles y de América Arias, viuda de José Miguel Gómez.

La principal fuente de mi investigación ha sido la publicación eclesiástica Palabra Nueva, quien se comide desde sus páginas para expresar las causas de los avatares que ha experimentado el recinto en los últimos 60 años. En 2014-2015 se efectuaron arreglos superficiales que no lograron consolidar las afectaciones estructurales de la torre, lastimada desde la explosión del mercante La Coubre, en 1960. Los desplomes ocurridos en 2018 en las capillas laterales, llevaron a la clausura del templo y el apuntalamiento preventivo de los techos. Los funcionarios católicos hacen hasta lo indecible por preservar sus valores patrimoniales, entre los que se cuentan un cuadro de grandes dimensiones alegórico a la Virgen del Carmen, atribuido a José Nicolás de la Escalera o algún discípulo de su escuela; el gran ícono de San Blas, labrado en caoba; así como el resto de la rica imaginería y mobiliarios que allí se atesoran… pero el contexto es abrumadoramente adverso para lidiar con tal avalancha de deterioros acumulados.

En los más de 250 años de existencia, la parroquia ha celebrado cerca de 73 000 bautismos y 9 500 matrimonios. Su labor comunitaria incluyó la formación de muchas generaciones en los pupitres de su colegio anexo, y su sola existencia, como un vivo remanso en la vorágine de la gran ciudad, merecen todo el esfuerzo posible para recuperarla, como testimonio de cuando la presión demográfica y clasista hicieron a La Habana saltar sus murallas.

