Fotografía de Juan Pablo Estrada.

Para el ex teniente Bermúdez

—¡Soldado! —gritó el oficial. —¡Atención!

Junté los talones y quedé inmóvil.

—¿Usted no saluda, soldado? ¡Retroceda y rinda cortesía!

Estábamos en 1981 en el llamado Concentrado Militar, el período que culminaba el esfuerzo del Estado Socialista por convertir en cadetes a unos estudiantes universitarios de cuarto año. Teníamos que ser muy ejemplares, porque al más mínimo conato de rebeldía te dejaban sin carrera. A mí ya me habían botado de la universidad, pero la Revolución era muy generosa y me había perdonado mi liberalismo, mi autosuficiencia y mi falta de respeto a las autoridades, porque se había invertido mucho dinero en mi preparación como economista con diploma de oro, y también en el desarrollo de métodos de vigilancia y castigo que impedirían luego que mi desajuste ajustara la economía nacional. Y como a mi tía Blanca le interesaba que yo terminase la carrera, retrocedí unos metros, volví a caminar hasta el oficial y saludé llevando la mano a mi sien derecha, como todo un cadete revolucionario.

El oficial contestó al saludo. Y cada cual siguió su opuesto rumbo.

Un tiempo después lo vi en el comedor de la unidad, conversando amablemente. Era tal vez el único de esos oficiales de baja graduación, que nos maltrataban por la envidia y el odio que tenían a unos jóvenes que en un año serían médicos o ingenieros, del que se podía decir que era educado y respetuoso. El oficial creía en la necesidad, la conveniencia y la belleza de rendir cortesía. Creo que era un capitán y seguramente saludaba con alegría y orgullo a sus superiores.

¿Hay una necesidad de jerarquía, y de obediencia a una jerarquía, en el corazón humano?

En la Era de la Democracia se dice que no.

No serviré a lo que he dejado de creer, dijo James Joyce hace un siglo.

Veamos pues otro relato.

Un niño y un animalito se están ahogando en un río. Usted se alarma y grita por ayuda, porque es anciano y no sabe nadar.

¡Salven al niño!

Salvavidas Uno dice: a mí me parece que ese animalito es de una especie en estado de extinción.

Salvavidas Dos dice: por favor, dígame en qué consiste el verbo salvar.

Usted se tira al agua y salva al muchacho.

No es fábula. Hay más de un caso de gente salvada de un incendio por una persona desconocida, que luego muere de las quemaduras. Y sin que se le pueda acusar de vanidad. Ha obedecido a un impulso, a un imperativo.

La Era de la Democracia surge de las Revoluciones.

No toda revolución es violenta. La Teoría de la Relatividad no lo fue. La Revolución Meiji tampoco. Pero sí, aquellas fueron violentas y resultado de una desobediencia a muchas jerarquías.

La Era de la Democracia ha puesto de moda al individuo rebelde.

Se celebra al intelectual rupturista, al que rompe las normas. Joyce, por ejemplo. Pero ni Mozart ni Bach atentaron contra ninguna norma, ni estética ni moral ni religiosa, y seguimos oyéndolos.

Que lo genial del Ulises de Joyce, es el monólogo final que hace trizas la unidad de la novela tradicional.

¿He leído mal?

La novela contiene los monólogos continuos de los protagonistas, Stefen y Bloom. El capítulo final no es sino la aumentación de la técnica del monólogo que atraviesa la novela. No rompe sino culmina. El supuestamente rebelde Joyce es un tipo atenido a mitos griegos, en serio o como parodia, y la estructura de su novela, con ese renovador final, confirma la doctrina estética de Santo Tomás de Aquino: unidad, armonía, iluminación —unitas, consonantia, claritas—, que él había recordado en Retrato del artista adolescente, su novela juvenil. La unidad y la armonía que da a Ulises ese final pasmoso es lo que nos regala su claritas, una iluminación que tal vez hemos fallado en entender cabalmente, por este asunto de la rebeldía como excelencia.

Joyce es anticatólico porque es, en buena medida, un varón de sangre y de pensamiento católicos, y no puede identificarse con el catolicismo corriente, ni con su paisano Bloom, un ambiguo judío.

El arte y la literatura contemporáneos han tratado de romper la norma estética tomista. El resultado es la banalidad, la mediocridad, la carencia de porte, o el fraude, la traición y la porquería. Porque no se trata de una norma medieval que habría que rechazar porque resulta vieja. Euclides es más viejo y sigue siendo válido para nuestras geometrías terrenales.

La verdad no es un producto humano. Y mucho menos ad libitum. No hay forma de deshacerse de los valores de las fuerzas fundamentales del universo. Esas fuerzas son verdaderas: ni fantasías ni trucos.

La verdad tiene una jerarquía para el humano.

Un astro, un mineral, una planta, un animal no humano, no necesitan verdades ni normas ni jerarquías.

Porque… obedecen.

El universo en pleno está sometido a obediencia, con leyes absolutamente rígidas que apenas empezamos a entender.

Y la verdad es que funciona descomunalmente bien.

Entre todo lo admirable del universo quizás lo más asombroso es que, en medio de tantas reglas, existe un ente que puede intentar desobedecer, porque existe para obedecer sin obligación.

Existe para obedecer a la jerarquía de la verdad, conscientemente. Con plena y aventurera libertad.

Un pulsar es algo inconcebiblemente inmenso, frente a la cosita humana.

Pero el pulsar no sabe que es un pulsar y seguirá funcionando con eficiencia según unas leyes implacables. Ni siquiera se puede decir que el pulsar es estúpido.

En cambio, la cosita humana sí sabe que es, de alguna manera sabe quién es, puede investigar su propio ser, incluso el Ser en su evidencia práctica y cotidiana; y soñar o aceptar la posibilidad de un Ser que Hace Ser.

Comparado con una persona que padece de retraso mental profundo, el universo es una baratura.

Los animales tienen algún grado de conciencia. Pero sólo el humano posee autoconciencia y, por lo tanto, libertad para hacer y para hacerse. Está dentro de las leyes del universo, pero también se percibe a sí mismo, con su conciencia, fuera y por encima de ellas. La libertad le permite conocer la existencia de leyes, interpretarlas o no, y obedecerlas o desobedecerlas, a conveniencia, o a inteligencia.

Lo que no puede de ninguna manera es ignorar las leyes. Existen. Y gracias a esas leyes, el humano es.

No sin rebelión de la conciencia. El poeta Omar Khayam clamó en un poema por la posibilidad de reorganizar el universo para gozar en libertad.

Eso sí, ese lucidísimo gran poeta, bebía.

La conciencia humana es un prodigio tan asombroso que puede cuestionar el orden universal, al que debe su ser. Proteste, y emborráchese. Ni siquiera el suicidio está prohibido, y actualmente aspira a constituirse en moda. Pero este tipo de rebelión resulta un fracaso siempre, porque viola el hecho fundamental de que usted está dentro de un conjunto de leyes buenas, aunque difíciles, y puede obedecerlas libremente. Y optar libremente por la obediencia le permite salvarse de los fracasos de la desobediencia.

El animal tiene que obedecer. El humano puede desobedecer.

Y desobedece.

Pero el recién nacido sonríe, ríe. Está de acuerdo con ser.

Usted se lanza al agua y salva al niño.

Hay un respeto por la jerarquía en la naturaleza humana.

El humano es, por su autoconciencia, un jerarca en el universo. Pero no es el Jerarca. No ha creado ni el universo ni sus leyes. Tiene que obedecer a las leyes que existen y que lo han hecho existir.

Hereda un ser determinado, un sitio y unas reglas.

Yo estoy obedeciendo aquí a la sintaxis de la lengua castellana que recibí de mi país y de mis padres. Me conviene que perdure por siglos. Hago cuanto está a mi alcance para defenderla.

Las leyes universales rigen.

Por eso la mayoría de las personas poseen naturalmente la idea de la Jerarquía y de la obediencia.

Entre esas leyes está la del humano como ser social. Y aquí es donde se complica el asunto. El humano no es una abeja o una hormiga. Es individuo autoconsciente. De manera que, si bien es imposible que exista fuera de la sociedad, puede rebelarse, actuando contra ella —el delincuente llamado común—, o intentando colocarse sobre ella —el jefe, cacique, dictador, el hegemón en fin, el que ejerce su hegemonía, o la de su grupo, sobre un grupo o una sociedad.

No confundir al hegemón con el dirigente. La función de dirección es indispensable. Dirigir no es lo mismo que imperar. El imperio es delito, la dirección puede ser servicio. Debe ser una función de la obediencia. Ha sido dicho y escrito: El que manda, como el que sirve.

La Era de la Democracia, en la que vivimos, surgió de la rebelión violenta contra el hegemón feudal.

Eso fue casi inevitable. Hubo mucha violencia en Francia y en América, menos en Gran Bretaña, y poca en Japón. Pero su éxito ha dejado la huella de la rebeldía individual sin causa, y de la negación de toda jerarquía.

En realidad, la hegemonía sigue su tarea, y cada vez es más difícil luchar contra ella, porque las rebeliones sociales sin jerarquía plausible terminan en nulidad o traición.

La Hegemonía Absoluta, el Fascismo, acecha, y avanza día tras día, y país tras país.

Ahora se nos anuncia la Hegemonía de la Máquina Inteligente, que abole cualquier jerarquía anterior y ulterior.

Otra complicación surge de la confusión de la causa y la persona. Pues una acción social positiva no puede ser llevada adelante sino mediante personas, y alguien debe dirigir, esto es, organizar el proceso. El respeto natural del humano por la jerarquía conduce a la adoración del sujeto que supuestamente la encarna. Y la necesidad de pertenecer a un orden superior a uno mismo, a una estructura definida de la obediencia, lleva al sobreaprecio del lugar que personalmente se ocupa en esa estructura.

—Mire, mayor…

—No, no —dice con susto el oficial que me interroga. —Soy capitán.

Yo me había confundido con las estrellas del uniforme. Terror del oficial a que se le considere por encima de su grado en la escala. Alguien superior está viendo la escena, desde luego. En otro tiempo me interrogaban mayores.

Me divierte ese descenso. El capitán continúa humillándome contra su voluntad, se le nota que se siente humillado de estar humillando a una persona mayor. Hace su trabajo. Obedece a una cantidad de varones que están por encima de él en la jerarquía militar, y que tienen también que obedecer a riesgo de la libertad o la vida.

La mayoría de los humanos somos obedientes, no rebeldes.

Por desgracia hay demasiados hegemones y soldaditos de plástico, capaces de subordinar a esa mayoría.

¿De qué fatalidad, de qué daño, de qué estafa salen esos tipejos?

Y hay la obediencia del pasivo, del flojo, del cobarde, del indiferente incluso por su propio destino.

La coalición de los criados con su hegemón es una forma muy perjudicial de desobediencia a la naturaleza social e individual del humano. Y por eso genera rebeldía.

La rebeldía es siempre una desgracia, tantas veces inevitable. Soy rebelde y por eso escribo y publico esta reflexión sobre la obediencia.

Jamás estaré subordinado a ningún hegemón en ninguna variante. Sus soldaditos me dan mucha pena. A veces son peores que el autócrata.

Pero para ejercer la felicidad de obedecer se necesita una jerarquía de verdad, una jerarquía de nuestra verdad humana.

Algunos humanos necesitan obedecer mucho. Incluso con extrema humildad, hasta la entrega de la vida. En ellos se revela un don esencial y sublime de la naturaleza humana.

José Martí sacudió los zapatos del futuro general Loynaz del Castillo, entonces un nene de unos quince años, de visita en Nueva York.

Muchos humanos necesitan sanamente obedecer a una persona que a su vez encarna la obediencia a una verdad, a la verdad.

Fue lo que hizo Gonzalo de Quesada, a quien debemos la protección y edición de las Obras de Martí.

Pero algunos descubren que han estado sirviendo a la persona equivocada, a un error, a un crimen o a una mentira. O que el servicio que se les exigía era injusto e innecesario para la defensa de una verdad.

Entonces el obediente se rebela, y busca una jerarquía a la altura de su obediencia, para obedecer como debe y quiere.

Y aunque ciertamente no es mi caso, porque siempre fui desobediente, recuerdo ahora aquella ocasión en que yo quería o debía hacer no sé qué con el muy sabio sacerdote José Sarduy en la Catedral de Camagüey.

Pero no, hubo un imprevisto.

—Me llama el obispo Adolfo —dijo el sacerdote. —Y donde manda capitán, no manda soldado.

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