
—¡Fidel es el Máximo Líder de la Revolución Cubana!
Grité, en plena calle Rosario en Camagüey, llegando a nuestra casa.
—Cállate, niño —dijo Carmela, mi mamá—, ¡eso no se puede decir!
Carmela Alonso era maestra normalista rural. Corría el 1963 y seguía sin entrar en el CDR. Me leía La Edad de Oro. Hija de un asturiano, técnico de los ferrocarriles, esposa de un honrado panadero, tenía una idea de la decencia y de lo peligrosa que era la política para la gente de abajo. El gobierno era un desastre y podía caer en cualquier momento. Un nene no debía estar gritando en la calle lo que se decía en la calle y en realidad no se debía decir. Nuestra familia no se dedicaba a eso.
A los trece años yo calculaba diariamente la producción de azúcar publicada en Granma, y la posibilidad de hacer diez millones si se seguía moliendo caña hasta noviembre. Entonces el Máximo anunció que no, que por modestia no, y por no hablar de sí mismo dijo por única vez que podría haber alguien que lo hiciera mejor. Inmediatamente sus soldados adultos le susurraron que no volviera a decir eso. Y no lo dijo nunca más ni en broma. Pero me quedó en la memoria este dato, porque los adolescentes piensan mejor que los adultos: el Máximo Líder se equivoca y fracasa. El héroe mítico e invicto desapareció de mi mente hasta hoy. Ahora bien, si había un líder máximo podía ser sustituido por alguien menos máximo pero más capaz. ¿O sería que en realidad el líder máximo era simplemente el Líder Único, porque —y— los restantes no líderes eran más incapaces que él?
Para que haya un Líder Único hay desde luego que limpiar el país de todos los otros. La tarea fue fácil, pues la perspectiva de un pueblo que apoyaba mayoritariamente, aunque sin ningún resultado comprobable en encuestas o urnas, a un Líder fusilador y comunista, provocó una huida inmediata y masiva de cuantas personas estaban dotadas para la dirección del país, en materia de política, economía y vida social y cultural. Prío huyó, Grau quedó como reliquia o momia. Los verdaderos otros líderes del movimiento castrista fueron encarcelados o fusilados, un número de ellos logró huir. Felipe Pazos, martiano y economista, que había trazado un primer plan capitalista para la Revolución, fue sustituido en el Banco Nacional por un argentino sin título ni experiencia. El zar del azúcar Julio Lobo, de quien el historiador Moreno Fraginals, admirador del argentino, dijo que era el hombre más inteligente que hubiera conocido, entregó mansamente sus centrales y se fue a hacer dinero afuera: cuando murió en España su ataúd fue cubierto por la Enseña Nacional, y cierta placa colocada con discreción en La Habana Vieja por Eusebio Leal, recuerda ahora, no sé por qué, su trayectoria. Una cantidad demoledora de gerentes y técnicos de las funcionales empresas de la industria y el comercio fueron literalmente expulsados de sus puestos y tuvieron que emigrar. El argentino sin ningún título ni experiencia que escribía sesudamente sobre economía, aclaró que él no era economista sino revolucionario. La profesión de economista desapareció. Las empresas también, ahora eran Empresas Consolidadas por el argentino. Luego el argentino desapareció. Las empresas y cualquier entidad pública fueron entregadas a la dirección de alguno que fuera, es decir, que dijera apasionada e interesadamente que era revolucionario, aunque la inmensa mayoría de ellos no participaron en la guerra civil contra Batista y se les había conocido en los bares luminosos del son y el bolero, con unas camisas, unas cervezas y unas muchachas. Una generación de oportunistas fervorosos se lanzó a las ventajas del botín de guerra, aunque muchos de ellos encontraron que era mejor escapar hacia el capitalismo antes de que sufrir los rigores del administrador socialista, que además les arruinaba la propia condición de gerentes. En 1968 se declaró el Triunfo de la Revolución al acabar con cualquier forma de propiedad privada incluso insignificante, y los pocos comerciantes o productores que sabían lo que hacían y lo hacían bien, fueron eliminados. El país quedaba en un vacío de dirección social, excepto por la descomunal presencia dirigente de un hombre ciertamente dotado para mandar, pero envenenado por la ambición y la soberbia. En 1970, fracasada la Zafra de los Diez Millones, nada funcionaba en Cuba.
Pero existía la Unión Soviética, que nos postergó la deuda para pagar la cual se habían intentado esos millones.
Y nos regaló la Ciencia de la Dirección.
Los soviéticos eran buenos en todo, y especialmente en eso.
Hasta cierto punto era verdad. Vladimir Uliánov, cuya capacidad de dirección y condición intelectual eran muy superiores a la del Máximo, nunca se creyó electrotécnico. Con el Kremlin en apagón, buscó y sedujo al gusano más capaz en materia de electrotecnia, y el Kremlin y el Moscú destruido por la Gran Guerra fueron iluminándose victoriosamente. El Máximo se encargaba en cambio personalmente de la agricultura, la ganadería, la ciencia azucarera, la cultura y las centrales nucleares. Aun así, era una evidencia abrumadora que la generación de los sustitutos fallaba en hacer funcionar cualquier actividad por mediocre que fuera; más, destruían lo que tocaban. Y véase que el país estaba lleno de dirigentes, que hacían discursos. Fumaban tabaco porque eran hombres, caminaban con las piernas abiertas por la misma razón, se colocaban muchos documentos en los dos bolsillos de la camisa, gritaban sus órdenes, y, antes de que los sustituyeran, abusaban de la gente de abajo. Solicitaban veneración como si fueran guerrilleros. La poesía de los dirigentes o su mal olor puede aspirarse en la novelística de Manuel Cofiño. Buró, papeles, presillas gem, jeeps. Cocinita adosada a la oficina. Y secretarias, las mismas del bolero y del bar. Tuve un encuentro cercano con ese tipo de aliens ya en 1972, cuando siendo estudiante de pre me enviaron a trabajar un mes como económico a una unidad de la Columna Juvenil del Centenario, un campo de concentración para reclutas del servicio militar obligatorio encargados de cortar caña quemada, última iniciativa del Único para salvar la industria azucarera. Qué vida están sangrando por la herida, dijo Pablito Milanés de esos muchachos en el himno que les dedicó. Épica sólo existente en la trova ideológica. Una ridícula anarquía, un despelote histérico de los viriles modelos de Cofiño me hicieron entender que era mejor seguir siendo escritor y no dirigente. Yo acababa de cumplir quince años. Y había conocido personalmente a Manuel Cofiño.
El fracaso del Gran Salto maoísta de la Zafra dejó al Máximo muy minimizado y en manos de los mayorales soviéticos. Se acabaron las veleidades de un socialismo propio y crítico, la influencia china se convirtió en enemistad, y se hacía necesario rectificar, aunque nunca renunciar, al estilo de la dirección social mediante la inspiración sagrada del Máximo y el entusiasmo y la obediencia de los súbditos. Urgía un mínimo de racionalidad. Incluso empresas desconsolidadas que se financiaran con crédito bancario, una ficción contable en el socialismo según escribiera racionalmente el argentino. Se necesitaban nuevos cuadros, para un reordenamiento de la economía, que debía ser soviética. Era la institucionalización. Demasiadas sílabas. Nadie menos institucional que el Único, pues la Institución era él. Pero el caos necesitaba ser reemplazado cuidadosamente con el orden probado por los sabios de Moscú, que triunfaban con la doctrina del cálculo económico. Importábamos de gratis el Sistema de Dirección de la Economía. Habría empresas con autonomía operativa, que debían hacer un uso racional de los recursos en aras de la rentabilidad. Tales empresas exigían gerentes operativamente autónomos. Se suponía que los graduados de economía socialista en las universidades generarían cuadros, tanto técnicos como de dirección, capaces de enderezar la economía del entusiasmo y el robo a manos llenas. Aquí aparecía desde luego una dualidad teórica importante. No es lo mismo un jefe del departamento de finanzas, que un director de empresas. Los líderes no máximos se enfrentaban a la diferencia entre dirigentes políticos por un lado, y dirigentes de empresas y de departamentos de empresas. Empezaban a aprender management.
Una de las características más divertidas del socialismo es que en cuanto triunfa empieza a descubrir el capitalismo. Uliánov se rindió enseguida a la Nueva Política Económica, esto es, mypimes. Mantuvo el término liberal de república, que el Estado de Israel razonablemente evita. Constitución, elecciones, parlamento, jueces, la trompetería de la democracia puesta en sordina dictatorial. El cálculo económico soviético apuntaba pues a la Ciencia de la Dirección de Empresas, o lo que es lo mismo, a una versión del Management capitalista, que para la década del setenta del siglo XX acumulaba un tonelaje de ideas construidas durante décadas, pero no como resultado de una especulación teórica, sino sobre la base de la experiencia triunfadora de las empresas capitalistas. Los soviéticos, y sus copiadores caribeños, necesitaban que las empresas funcionaran. Nunca funcionaron exitosamente, porque eran piezas de un mecanismo social erróneo. Algunos marxistas apuntaron a una Ciencia de la Dirección Social, pero eso a larga te hacía salir del marxismo. Yo mismo publiqué un artículo veinteañero en que intentaba entender la empresa socialista desde el punto de vista de la Cibernética, pero enfrentaba el problema de que había dos subsistemas dirigentes a la vez, Partido y Estado, águila bicéfala prohibida no sólo por Norbert Wiener, sino por la biología. Los políticos socialistas obviaban o combatían esas audacias. Necesitaban Management, a ver si algo funcionaba medianamente. Pero nunca funcionó ni siquiera en la todopoderosa URSS.
Téngase en cuenta que en el capitalismo hace rato que usted puede estudiar Administración de Empresas, si es que aspira a un rango de líder staff (técnico, por ejemplo, jefe del departamento de finanzas), o de línea (gerente, director de la empresa). Pero al menos en Cuba no recuerdo que se intentara esa libertad de aspiraciones. Los dirigentes empresariales, técnicos o gerentes, eran cuadros, gente cuidadosamente cuadriculada por los políticos. Nada que ver con vocación o méritos intelectuales. Ni siquiera bastaba ser militante del Partido. Ahora bien, una vez que usted era seleccionado por su servilismo y sus amistades como un cuadro, debería ser entrenado, aunque nunca ocurriese, según el management socialista. Se crearon pues los Institutos de Dirección de la Economía, donde personas sin talento alguno para nada, excepto para obedecer y gritar, eran sometidos a unos conocimientos elementales, o peor, refinados de Management, difíciles de aplicar en la URSS y completamente fantásticos en Cuba. El argentino había adquirido fama por declarar que estudiaba Programación Lineal, de madrugada. Yo fui monitor de esa asignatura en la universidad en los setenta, y puedo asegurarles que el argentino perdía el tiempo miserablemente, porque esa especialidad matemática tiene poca o ninguna utilidad incluso en los medios empresariales más seguros y exquisitos. El director de un Complejo Agroindustrial Azucarero podía ser instruido en la técnica del Árbol de Objetivos para tomar una decisión importante, pero él no tomaba ninguna decisión de ese tipo ni tenía tiempo más que para escuchar o leer las orientaciones recibidas desde arriba, y gritarle a los de abajo para que las cumplieran. Pero no eran los resultados más finos del Management los que resultaban risibles aquí. Incluso las recomendaciones mínimas para dirigir eran, y son ahora mismo, ignoradas o violadas por estos administradores de la incapacidad y el desastre.
¿Alguna vez participaron ustedes de uno de esos Consejos de Dirección, que duran horas y horas o un día entero? Es posible que el jefe hubiera oído o estudiado aquello de que hay que despachar primero por separado y luego reunir brevemente al equipo para garantizar los objetivos y las interacciones. Un viceprimer ministro asombró y admiró a sus subordinados, hace apenas unos años, con una reunión en Camagüey que duró una semana. ¿Han oído que deben delegar, que no pueden asumir la totalidad de sus obligaciones? ¿Se han enterado de que una comunicación oral que dura más de quince minutos es mensaje fallido? El Máximo hacía lo opuesto. ¿Que la autoridad se delega, pero la responsabilidad no? ¿Quién respondió por el fracaso del Cordón de La Habana, o del riego del plátano por microjet, o por los más de mil millones de dólares malgastados en una central nuclear de tercera clase? Pues sí, el Único asumió personalmente la decisión de liquidar la industria azucarera. Los gerentes de base hasta cierto punto no son del todo culpables de los errores en la administración del desastre. Sin embargo, el Único acabó desesperado por la ausencia de gerentes que gerenciaran el relajo y el imposible, y les envió un libro de management de moda en la segunda mitad de los ochenta, Pasión por la excelencia, siendo él mismo un apasionado de la improvisación, la chapucería y el fracaso.
Por supuesto, ningún disparate humano puede, hasta ahora, traicionar el diseño del Creador. Ser dirigente es una vocación, y toda vocación es sagrada. Durante mis años como investigador encontré dirigentes staff y de línea con verdaderas condiciones para administrar, enamorados de su trabajo, sin ánimo de fraudes y robos, y con respeto para sus colaboradores. También los vi caer uno por uno. ¿Qué te parece el tipo?, me preguntó mi amable jefe staff Eudel Cepero, después de la visita del nuevo director de la Empresa Nacional de Proyectos Agropecuarios. Me había visitado en el departamento donde yo trabajaba como informático, y me había impresionado su competencia, su voluntad de escuchar y de apoyar iniciativas. Durará dos años, le dije a Eudel. Duró seis meses. El director de la unidad de esta empresa en Camagüey en donde Eudel y yo trabajábamos, era un borracho perdido en horario de trabajo. Y no lo destituían. El colectivo de dirigentes socialistas tiene sus normas, y unos individuos con vocación y cualidades rompen la unanimidad imprescindible para que el sistema siga incólume en su ruina para beneficio de ellos. Los bien dotados son combatidos, y se pliegan o emigran. El dirigente técnico enfrenta similar disyuntiva. El técnico que emigra salva su talento, pero ya es inútil para el país. El que se pliega, suicida su talento y su carácter, y daña al país, y al talento y el carácter de sus conciudadanos.
El socialismo ha verificado el asesinato de no sé cuántas vocaciones, y una de las más lamentables es la del dirigente capaz. Cómo asombrarse de que sigan hundiendo al país con sus disparates.
Hay todavía algo peor: y es que el propio pueblo sigue envenenado con la idolatría del jefe. Ese vicio debió morir aquí con el Egregio, el ínclito, perínclito, Doctor Honoris Causa y Mayor General victorioso del Ejército Libertador, constructor de la Carretera Central y de seis sólidos Institutos de Segunda Enseñanza, presidente electo liberal y nacionalista Gerardo Machado y Morales. Pero los vicios inculturados por la mala historia son tenacísimos. Cuando me tocó investigar las estructuras de dirección de los Complejos Agroindustriales del Ministerio del Azúcar en los años ochenta, yo debía interrogar a los miembros de esas estructuras. A la pregunta de cuál era su cargo, respondían que Jefe de Maquinaria, o Jefe de Recursos Humanos, o incluso Jefe de Programación y Estimados de la Caña. ¿Cuántos subordinados tiene usted?, preguntaba yo por si acaso. Ninguno, respondían con tristeza. Eran sólo técnicos, a quienes se les hacía creer, y ellos creían, que eran jefes. Porque ser jefe es todo. Una sublimidad, una categoría sexual. Si no eres jefe, eres nadie. Este magnánimo homenaje les demolía a los técnicos la capacidad y la autoestima. Y aunque la teoría del Management clasifica a los jefes en tres categorías (democrático, paternal y autoritario), para ellos un jefe es, y sigue siendo, un individuo superior, rígido, inapelable, incuestionable, un dictador.
En fin, hubo cuadros jóvenes y graduados. Hubo lectores de Pasión por la Excelencia. Hubo estudiantes que pudieron resolver a mano una matriz de Programación Lineal a mediodía. Hubo miles de cargos políticos, de gerentes, de líderes técnicos que han llevado al país a una pérdida de civilización que ya es hecatombe. Hubo dirección social única y definitiva desde arriba, de acuerdo con la ciencia y la experiencia soviéticas, con un muy elaborado, durante años, Programa del Futuro, que cada ciudadano debía estudiar y aprender, y que ya no recuerda nadie: una sociedad desorientada, de presente incierto, de porvenir inimaginable, donde la plaga de dirigentes omnipotentes y fracasados está siendo desafiada por los pequeños gerentes de las mypimes, a los que persigen sin cesar, pero de los que ya no se pueden deshacer, y que gerencian con ostensible eficacia. Un asomo de libertad ha bastado para que aparezcan gerentes creativos y exitosos, porque la libertad permite que los jefes auténticos se manifiesten, se formen en las dificultades y la competencia, y triunfen. Hubo una Política de Cuadros para que tuviéramos jefes, y sucesión del Jefe. La confesión de que sólo uno, y con qué cualidades, sobrevivió a esa esmerada educación y escogencia estatal al más alto nivel, prueba la nulidad de esta idea de la dirección social y de sus dirigentes, y nos ratifica la evidencia de que ninguna sociedad contemporánea debe atreverse a seguir empantanada en la idolatría de monarcas autoproclamados, repletos de fantasías personales socialmente destructivas, y sostenidos por la demagogia y la violencia, —porque el Creador es quien hace los jefes verdaderos, para que sirvan al prójimo—.
El Creador es el Líder Máximo, pero curiosamente, no se presenta como el Único.
Es un líder democrático.
Delega sus funciones.
Nos deja hacer este mundo con dirigentes reales, imperfectos, cuestionados, y eficientes.
Y que sirvan a todos con el ejercicio de su vocación, y que el Creador los bendiga.
