
Para los que conocemos el desenlace del veleidoso intento gubernamental por concluir las Escuelas de Arte de Cubanacán, a finales de la primera década del siglo, resulta frustrante y angustioso escuchar en aquel entonces a uno de sus tres artífices pedir un poco de prisa para reanudar tal propósito. En la segunda mitad del documental Unfinished spaces, el testimonio de Vittorio Garatti, próximo a sus 80 años al momento de figurar en el filme, declara, no sin cierta sorna, que, si existía la voluntad de completar los edificios inconclusos 40 años atrás, debían apurarse, pues, obviamente, no tendría mucho más tiempo de vida para contemplar consumada su obra. De no ser por el deprimente escenario donde germinó su ambicioso proyecto, el artista lo hubiese alcanzado a ver sobradamente finalizado. Garatti falleció a los 95 años en Milán, su ciudad natal, el 12 de enero de 2023.

El malintencionado celo profesional, la vertiginosa radicalización del proceso revolucionario y la asimilación de la estandarizada arquitectura socialista para beneficio popular, sumados a los costes reales de las obras, minaron gradualmente la continuidad y finalización de las escuelas de arte. Sus autores, simplemente, no hacían otra cosa que apegarse al mandato faraónico de un líder populista tercermundista cuando quedaron en suspenso. El centralismo comenzaba a hacer metástasis a todas las esferas de la vida político-económica de la isla, y la arquitectura no escapó a semejante control, reduciendo esta preciada profesión a metas constructivas. Los “tres reyes magos” de las escuelas de Cubanacán fueron entonces reubicados en oscuros departamentos del Ministerio de la Construcción. Visionario del cerco que sobre su devenir creativo se cernía, Ricardo Porro logra escapar a Francia en 1966, donde dio continuidad a su ingeniosa faena, alcanzando a la postre la distinción de Caballero de la Orden Nacional de la Legión de Honor. Como es conocido, Gottardi y Garatti asumieron el calvario revolucionario, hasta que este último es arbitrariamente acusado de espionaje en 1974 y posteriormente expulsado del país. La cacería de talentos sobresalientes lograba así alcanzarlo durante el ominoso “quinquenio gris”.

La crítica que hacía sombra sobre la Escuela de Ballet, arguyendo la innecesaria existencia de dos inmuebles, destinados uno a la danza contemporánea y otro a su versión clásica, fue una de las tesis esgrimidas con el propósito de boicotear su progreso. Para terminar de condenarlo, la oficialista directora del Ballet Nacional de Cuba, Alicia Alonso, le puso bemba al encomio de Garatti. De todo el complejo monumental iniciado en 1961, fue este el que mayor nivel de evolución alcanzó —luego de finalizados los de Porro—, con un 90% de labores vencidas para darlo por concluido. Aun así, no hubo misericordia. Basta un breve recorrido por los predios del Country Club, y constatar que las dos instituciones en ciernes de la autoría de Garatti son las que más grado de complejidad topográfica presentan, ubicadas ambas en sendos declives del terreno, y separadas entre sí por el curso bajo del río Quibú.

Las fastuosas cúpulas de la Escuela de Ballet, enlazadas por umbrías galerías cargadas de sugestivo futurismo, son de un atractivo apabullante. Para sorpresa de quienes ya conocimos sus ruinas en un estado de abandono y depredación tan avanzado, descubrir que hay imágenes que la muestran con todos sus vanos cubiertos por ventanas y parasoles es sencillamente demoledor. En ninguna cabeza cabría la inquietante idea, no ya de impedir su finalización, sino de permitir el posterior deterioro de una inversión tan lujosa como costosa. Ya que la máxima autoridad danzaría de la isla le había hecho el feo a tal exquisitez, en algún momento a alguien se le ocurrió la aberrante idea de transfigurar aquel entorno en una academia de circo a la usanza soviética, objetivo que por diversas razones no llegó a sistematizarse; aunque, a las diez de últimas, hubiese sido preferible antes que al olvido. Como las desgracias no viajan solas, la naturaleza cerró filas con la estupidez humana, cuando las aguas crecidas del Quibú comenzaron a frecuentar los abandonados salones sobre los que nunca se flexionó un relevé o un demi plié, desmadre que pudo haberse corregido con una simple domesticación del curso fluvial.

En el ocaso de su vida, preñado de esperanzas renovadas, Garatti regresa a Cuba en la primera década del siglo para poner en marcha el presunto acabado de sus obras maestras. En el documental se le ve recorriendo las ruinas en compañía de K’cho, lazarillo que parecía estar predestinado más al infortunio que a la feliz consecución de sus aspiraciones. Desde el Mediterráneo traía en mente comunicarle a Castro, en buena onda, que los sistemas cerrados mueren, por lo que era mejor estar abiertos al cambio. Sabrá Dios si se lo dijo o no, asunto que a su interlocutor le iba a entrar por una oreja y le iba a salir, para no hacer el recorrido corporal más largo, por el ombligo.


Fotos: Juan Pablo Estrada.
