Frente a las oficinas del cementerio Espada, el joven Alonso, de 16 años, como movido por una convocatoria de protesta pacífica y martiana, ha arrancado una flor del jardín y la pasea por entre los muertos. Ignoramos si busca la tumba de algún prócer al que rendirle pleitesía, así como la oscura razón de la historia que lo sacó de la clase de Medicina para guiarlo hasta la calle San Lázaro, muy cerca de la cantera donde guardó prisión, hace apenas unos años, otro joven ilustre. Junto a Alonso, surca el aire el carro de las disecciones, que conducen riendo sus colegas Anacleto, Ángel, Marcos y Pascual.
Son cinco, a los que pronto el azar sumará otros tres: Carlos, Carlos Augusto y Eladio; pero todo el mundo sabe que son muchos más, y que escogieron estos ocho para dar escarmiento. El país, revuelto de una punta a la otra, tiene los nervios diseccionados, y el poder omnímodo ordenó a sus secuaces el castigo de todo acto luminoso que le despeje las tinieblas. La masa de los Voluntarios, como regurgitada de la boca del amo, ejecuta sus actos de repudio. Se atacan las casas de los jóvenes que se han atrevido a alzar, ante el odio, una insignia de paz; se ataca a la Iglesia y a los hombres y mujeres de fe que han vislumbrado ya, por fe, el valor de defender la justicia; se persigue a todo el que con su ser, siendo, ofende al régimen que pretendía instaurar el no ser por los siglos de los siglos.
Los estudiantes de Medicina serán fusilados, y se decretó para la hora de la ignominia la tarde del 27 de noviembre. El actual gobernador, un “puesto a dedo”, como dice el pueblo, quiere lucir galas de asesino y ganar el respeto, perdido para el pueblo, con el jefe que lo puso en el cargo. Alonso, Anacleto, Ángel, Marcos, Pascual, Carlos, Carlos Augusto y Eladio, caminan por las calles de La Habana que se contraen bajo sus pies, en dirección al cadalso, cuando un estrépito se escucha a los lejos.
—¿Las tropas de Céspedes aquí?
—No, se oirían los caballos, los disparos, las cargas al machete…
—Oigan, oigan, son aplausos.
—¿Aplausos?
—Sí, y cantan.
—¿Nuestros compañeros?
—Puede ser, pero ¿tantos? No llegamos a trescientos en la Facultad de Medicina.
—Acerquémonos.
Frente a las oficinas del Ministerio de Cultura, centenares de artistas y otras personas esperan la respuesta de las autoridades a sus reclamos. Se ha agredido a un grupo de los suyos en el barrio de San Isidro, y ahora el espíritu del barrio se ha trasladado hasta el lujoso edificio cuya valla comienzan a saltar enardecidos. Anochece. Algunos logran entrar y empieza un diálogo —el primero que se ve obligada a admitir la dictadura— que durará varias horas. Afuera el resto inamovible aplaude, para que el escurridizo ministro, que no se atreve a dar la cara, sepa que son muchos y que siguen allí. El acceso al lugar se cierra, pues la convocatoria prende como una chispa en el ánimo rebelde de la capital.
El solo desafío es todo un éxito. La protesta alegre afuera y la discusión impetuosa adentro, rehacen con nuevos bríos el enorme poder social de la fecha. ¿Qué importa que al tirano se le ocurra después escoger en correctivo algunas de nuestras cabezas, y peor aún, nuestros cuerpos, como hizo con los cuerpos de los acuartelados en San Isidro? ¿Y qué si pisotea nuestras obras y las rompe en un acto de impotencia o nos arrastra por Obispo hasta unas celdas inhumanas? Hay acontecimientos en la historia imposibles de sopesar si no a la vuelta de los meses y los años, y lo que fue velada en noviembre, se convirtió en el ardiente mediodía de julio, como en otro tiempo el horror del crimen quitó la venda en los ojos del cubano que defendía el crimen.
Los estudiantes de Medicina serán fusilados. La protesta de los artistas culminará en la medianoche. Los árboles alrededor del ministerio serán talados para evitar otra aglomeración hostil a las autoridades. Y en medio de todo, la fuerza evocadora de este día seguirá creciendo, como en aquella visión que quiso compararnos con unos pinos nuevos. ¡Eso somos!
(Publicado originalmente en La Hora de Cuba, el 27 de noviembre de 2021 y antologado en el libro La condición cívica, del propio autor).