
Cuba está colonizada. ¿Quién la descolonizará? Así comienza el gran trabalenguas de nuestra existencia insular. Desde que el primer cubano dejó de sentirse español, para esta nación empezó una batalla espiritual mucho más profunda: la de descubrir qué somos.
No basta con independizarse de una metrópoli. La colonia se fue, pero dejó sus moldes en nuestra mente. A falta de un glosario propio, pensamos la libertad con palabras ajenas. Seguimos traduciendo la patria desde discursos prestados, buscando en otros el espejo que nos devuelva la forma de lo que añoramos ser.
Sacudirse un imperio de siglos, parece un juego de niños frente al desafío —más sutil y doloroso— de entender qué es, en verdad, un cubano. Pero como el estado mental de la colonia sigue aquí, nos fugamos al imperio de más arriba, con el desarraigo y la inconsistencia a cuestas.
No somos Inglaterra, ni Francia, pero hemos hablado con impropia suerte el argot de reyes, revoluciones y déspotas, sin encontrarnos en el vertiginoso camino de la libertad.
Para colmo, nos dio por ser rusos, pero muy pronto dejamos de caber en esa apretada y asfixiante arca, que retrata con acierto el filme de Alexander Sokurov.
La historia, y la geografía, nos pusieron en un arca salvacional más extensa, pero igual de inquietante. En la América Latina donde se reza por igual a Dios, a una mata o a un muñeco, Cuba no es excepción: un lugar donde para muchos Cristo y Olofi son lo mismo, y la Virgen María unas veces es Yemayá y otras, Oshún.
Incluso Colón nunca tuvo claro si estaba pisando una isla o un continente. No es de extrañar que, cinco siglos después, aún no sepamos quiénes —o qué— somos.
Los cubanos aprendimos a simular identidad según el amo de turno: primero el español, luego el yanqui, después el soviético…
Sabemos cuándo callar, cuándo asentir, cuándo repetir consignas. Pero la duda esencial sigue sin resolverse. Mientras tanto, morivivimos dentro de un experimento que fracasa una y otra vez bajo los designios de un pseudocientífico de ultratumba que odiaba el progreso.
El alma de un pueblo, sin embargo, se cansa de vivir del préstamo ideológico. Llega un momento en que surge la necesidad de reinventarse sin pedir permiso. Y ahí comienza la verdadera descolonización. Porque Cuba no precisa más libertadores ni profetas. Lo que necesita es un espejo limpio donde podamos vernos —por fin— sin intermediarios.
Tal vez entonces comprendamos que la libertad no se proclama ni se decreta: se conquista en la conciencia.
