
Los científicos de la gestión de gobierno en Cuba, con el aval de académicos —no pude precisar de cuál materia— y especialistas —igualmente políticos designados— de organismos de la administración del Estado, han lanzado, finalmente, su Programa de Gobierno para Corregir Distorsiones y Reimpulsar la Economía. El documento de 92 páginas fue publicado en pleno apogeo de preparación de los cubanos ante el inminente azote de un gran huracán y previo a la votación en la ONU de la resolución que cada año, desde 1992, busca la condena internacional a las sanciones de los gobiernos de EE. UU. contra el Estado cubano.
Llama la atención, además, que la publicación del programa ocurre después de que varios socios comerciales de la isla han criticado al gobierno, por no emprender las transformaciones exigidas como condiciones para continuar el intercambio económico, especialmente en lo relativo a sus inversiones en Cuba. De existir alguna relación entre estos hechos, se iría a bolina uno de los principios constitucionales irrevocables: la negociación bajo coerción con potencias extranjeras, establecido en el inciso a del artículo 16 de la Constitución vigente.
En sentido general, el documento presenta una lista de tareas sin responsables y aspiraciones de planes de ingresos en sectores prioritarios de la economía, únicamente para el año 2025. Su publicación en el mes de octubre y el hábito de modificar metas por el camino —en lugar de analizar y mitigar las causas de los incumplimientos— lo convierten en poco operativo y genera muchas dudas acerca de su posibilidad de éxito. La ausencia de proyecciones a mediano y largo plazo sugieren falta de compromiso con el objetivo primario de reimpulsar la economía, incluso, pudiera pensarse en que no existe una idea clara de cómo lograrlo.
Más allá del ridículo técnico que representa la formulación de objetivos no medibles, la inclusión entre ellos de la defensa y seguridad nacional, su verbo ideológico —mucho más que económico—, y la ausencia de proyecciones claras de crecimiento económico y otros componentes básicos de cualquier programa, su carencia básica es la indefinición de las distorsiones que prevé corregir y las causas a las que se dirigen las supuestas soluciones. Sin un análisis riguroso de causas, cualquier programa corre el riesgo de ser irrelevante, ineficaz o simplemente decorativo. Este documento carece de ese diagnóstico estructurado, lo que limita su credibilidad y operatividad. Sin ese diagnóstico, no hay forma de saber si las medidas propuestas atacan el problema o sólo lo maquillan.
¡Allá los socios, y los cubanos, que se traguen la guayaba!
Mientras economistas de todas las latitudes reconocen que el problema económico cubano es básicamente estructural, nuestros avezados científicos de la gestión insisten en perpetuar el mismo modelo que ha conducido al país a la crisis actual. El reemplazo de la propiedad colectiva, o social, por la propiedad estatal y la planificación centralizada como método de trabajo son, tal vez, las distorsiones más visibles del modelo, incluso, respecto a su propia teoría fundacional, el marxismo.
Según el marxismo clásico, los trabajadores organizados deben ejercer el control directo sobre los medios de producción, siendo una asociación libre de productores, donde la gestión sea democrática y descentralizada, la forma ideal para llevarlo a cabo. La propiedad estatal aparece en interpretaciones —o tergiversaciones— posteriores, como el marxismo-leninismo.
En consecuencia, la gestión productiva pasó de manos y mentes expertas a manos y mentes incapaces de crear valor, excluyendo al trabajador del control sobre los medios de producción. Como resultado, se sustituyó la “explotación del hombre por el hombre” y la burguesía económica que pretendía erradicar el marxismo, por la “explotación del hombre por el Estado” y la burguesía política que instituyó el leninismo.
Mención aparte en este tema merece la definición marxista de “medio fundamental de producción”, como todo aquello que el hombre utiliza para producir bienes y los servicios que aseguren esa producción de bienes. Así, ni el comercio, ni el transporte de pasajeros, ni un medio de prensa, ni las telecomunicaciones no asociadas a la producción, ni los bufetes de abogados, por citar algunos ejemplos, utilizan medios fundamentales de producción. Es decir, son dos distorsiones en un mismo acápite con las implicaciones económicas y sociales, así como las violaciones de derechos individuales que ellas arrastran.
Por su parte, la planificación centralizada es, en sí misma, la negación de la democracia económica que propone el marxismo clásico. Con planes elaborados y aprobados por políticos y que bajan como la gravedad, la aplicación del principio marxista de control obrero se reduce a informar a los trabajadores y que éstos levanten sus manos para “aprobarlo”. Incluso, si no están de acuerdo, ése es el plan que decidió el nivel central desde un buró en una oficina o un salón de reuniones climatizado, ¡y ya!
Completan la debacle la política de cuadros y la pérdida del rol de los sindicatos. La política de cuadros es un pisotón al principio marxista según el cual los obreros eligen a quien los va a dirigir. En su lugar, se designan directivos sin siquiera consultarles, más por su verbo apegado a la ideología del Estado y su disciplina vertical, que por el conocimiento de la actividad que va a dirigir y sus cualidades como líder.
Solicitar la opinión del secretario general de la organización sindical no es equivalente a consultar con los trabajadores, precisamente por la pérdida de la razón de ser de dicha organización. Los sindicatos pasaron de ser contrapartes de administraciones burguesas a extensiones de administraciones impuestas.
Ni la propiedad estatal, ni la planificación centralizada son errores tácticos, sino distorsiones estructurales creadas por diseño de manera intencional. Por tanto, su corrección exige mucho más que simples reformas cosméticas mal dibujadas en un texto de 92 páginas.
La solución del problema económico cubano requiere transformaciones radicales en su modelo estructural, lo que implica una refundación del pacto económico, político y jurídico. Una Constitución que elimine el partido único y su supremacía sobre el Estado, que asegure el ejercicio de la soberanía popular y el control obrero sobre sus medios de producción y su actividad económica, que equipare las reglas de participación de todas las formas de propiedad y elimine la planificación centralizada de la economía como método de trabajo, que prohíba la concentración de propiedad en manos improductivas y asegure, sin ambigüedades, los derechos económicos individuales, debería ser el primer paso para aspirar a tener una economía en Cuba.
