
Es impensable historiar la educación en Cuba sin mencionar los Colegios de La Salle. Aun cuando existe una larga práctica de formación e instrucción en nuestro archipiélago, establecida de manera irregular casi desde los albores mismos de la colonización, y luego con obligatoriedad, la llegada de esta academia marcó en nuestro contexto una pauta ineludible para el despunte sociocultural del siglo XX. Fue así que la naciente república vio con buenos ojos el asiento de una de las escuelas más prestigiosas de la geografía occidental. Ello sucedió en 1905, en el floreciente barrio de El Vedado, a instancias del hermano Adolfo Alfredo en su condición de visitador y director. Su primer asiento radicó en las proximidades de la Capilla del Carmelo, para luego mudarse, en 1921, a los terrenos aledaños de la Parroquia de El Vedado, en C esquina a 11.

Desde entonces, hasta 1925, las obras para completar la estructura básica de la institución, se desarrollaron en la manzana que comprendían las calles B, C, 11 y 13. Aun en nuestros días, en un estado tan deplorable como el de las circunstancias que la asedian, se trata de una de las edificaciones más espectaculares y prominentes de este residencial capitalino. Entre los elementos externos más atractivos que exhibe a los transeúntes, cabe señalar el abrupto desnivel que debe salvar estructural y arquitectónicamente entre las calles 13 y 11, que no es otra cosa que el vestigio geológico de las terrazas marinas del Monte Vedado, actualmente disimuladas bajo la urbanización de la zona. Ello permitió que el ala original de dos niveles, que afronta a calle 13, se duplicara por su cara norte con vista a calle 11. A partir de entonces experimentó añadidos en altura, ante el reclamo de nuevas exigencias docentes.

Desde su arraigo en suelo caribeño, fue de las tres instituciones con un carácter laico-religioso que dejaron una huella indeleble en la docencia y la sociedad cubana. Sus otras dos acompañantes en ese viaje, entre el siglo XIX y mediados del XX, fueron el Colegio de Belén, radicado en La Habana Vieja de 1854 a 1925, luego en su nuevo emplazamiento de Buena Vista, en las alturas de Marianao; y el colegio de las Escuelas Pías de Guanabacoa, más conocido como los Escolapios. Desde luego, tratándose de una sociedad marcadamente clasista, había que tener suficiente plata para ser matrícula de sus aulas. No obstante, dato reiterado en estas instituciones, las mismas brindaban espacios colaterales para la instrucción gratuita, con cupos de hasta 200 estudiantes.

De igual manera, el Colegio de La Salle debió adscribirse pedagógicamente al programa rector vigente en Cuba, hecho que sucedió en marzo de 1912 —como Instituto de Segunda Enseñanza—, facilitando los vasos comunicantes con el sistema nacional de enseñanza, al cual aportó novedosas metodologías que enriquecieron sustancialmente la educación pública. Llegado el momento, sus instalaciones dieron cabida a todos los niveles docentes preuniversitarios, a partir de la Enseñanza Primaria Elemental y Superior, hasta el Bachillerato y Clases Comerciales.

Su carácter de excelencia contó con sofisticados laboratorios de ciencias, talleres, bibliotecas; y la preparación, edición e impresión de su propio material docente. Pero el elemento que la hizo pionera en nuestro ámbito, fue la inclusión obligatoria de la Educación Física entre sus disciplinas. Se trató del primer centro de su tipo en celebrar un concurso de gimnástica escolar, en el que participaron de conjunto todos sus estudiantes. El alcance de su empresa formativa llegó a establecer cátedra en otras sedes habaneras y provinciales, en mayor o menor medida equivalentes entre sí. Como habrán de suponer, semejante portento no logró saltar muy lejos la barrera de los años 60. Según el sitio digital Cuba Cute, en una publicación de 2021, el 25 de mayo de 1961 la denominación de los Hermanos de La Salle fue expulsada del país. De los 110 funcionarios que nutrían la congregación, 84 eran cubanos, y no fue hasta 1989 que el gobierno accedió a su regreso, en función de actividades apostólicas dentro de la Iglesia.

Lo que tiempo después fue malbaratado en el Instituto Politécnico de Transporte José Ramón Rodríguez, hace más de 30 años comenzó a clausurar sus dependencias, como las esclusas de un barco que hace aguas, ante el evidente deterioro de su infraestructura. En la actualidad, algunos reductos de la planta baja por calle 11, no exentos de peligro, cubren otras funciones distintas de las originales. El resto de sus áreas, tan abarcadoras como vulnerables por la sostenida carencia de mantenimiento, se han convertido en ruinas virtualmente irreversibles. Tardíamente se han efectuado reparaciones menores, que parecen un chiste demagógico de cara a una mole constructiva que debió ser sometida, en su momento, a una intervención capital, algo que a estas alturas resulta improbable. Resulta difícil cuantificar las escalonadas pérdidas que han esquilmado el esplendor de este inmueble. Como en todo saqueo que se respete, sus mármoles, barandas y accesorios arquitectónicos, han sido vandalizados. Colegiando esta entrega con mi colega Juan Pablo Estrada, me comentaba que, debido al apabullante déficit de fondo habitacional, numerosas familias han invadido sus diversos locales, ocupando espacios amenazados de derrumbe.

Semejante Armagedón no debió figurar ni en las peores pesadillas del sacerdote, teólogo y pedagogo francés Juan Bautista de La Salle, cuando el 24 de junio de 1680, bajo el reinado de Luis XIV, fundó el Instituto de los Hermanos de las Escuelas Cristianas, cimiento de la moderna academia nombrada en su honor, que en la actualidad cuenta con un millón de estudiantes en 77 países.
