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Heriberto Machado Galiana

Al poner sobre el tapete las vidas de Adolf Hitler y Fidel Castro, la primera reacción de algunos es pensar que se trata de dos mundos opuestos y equidistantes. Hitler, el dictador alemán que llevó a Europa a la Segunda Guerra Mundial y al horror del Holocausto, encarna el mal absoluto en el siglo XX. Castro, por su parte, aparece como el líder de la Revolución Cubana que desafió durante décadas a Estados Unidos y levantó un proyecto socialista en medio del Caribe. Sin embargo, cuando miramos con calma, aparecen coincidencias llamativas, más allá de la ideología y de las consecuencias de sus actos. Dichas similitudes tienen que ver con la manera en que ambos usaron la derrota y el castigo judicial para convertirse en símbolos, con la manera en que apelaron a la Historia como juez supremo, y con el modo en que construyeron aparatos de propaganda que dejaron poco espacio para la voz del individuo.

El primer paralelo evidente está en los juicios. Hitler protagonizó en 1923 el llamado Putsch de Múnich[1], un intento de golpe de Estado que terminó en fracaso y que lo llevó a ser detenido y juzgado por alta traición. En lugar de claudicar ante el descrédito, aprovechó el proceso como escenario político. Durante el juicio y luego en la prisión de Landsberg, escribió Mein Kampf, donde entremezcló su autobiografía con un manifiesto político que se convertiría en el eje ideológico del nazismo. Tres décadas más tarde, Fidel Castro protagonizó el ataque al Cuartel Moncada el 26 de julio de 1953, igualmente un fracaso militar rotundo, y también resultó juzgado por dicha acción. Lejos de mostrarse derrotado, utilizó su alegato de defensa para lanzar un programa de transformación nacional. Sus palabras, convertidas en libro en el Presidio Modelo de Isla de Pinos, fueron difundidas luego con el título La historia me absolverá, y se convirtieron en la carta de presentación del Movimiento 26 de Julio. En ambos casos, lo que debía ser el fin político de sus carreras terminó siendo el inicio del mito.

En Mein Kampf, Hitler dejó escrito: “Los jueces de este Estado pueden condenarnos tranquilamente por nuestras acciones; mas, la Historia, que es encarnación de una verdad superior y de un mejor derecho, romperá un día sonriente esta sentencia, para absolvernos de culpa y pecado”[2]. El eco de esa frase es imposible de ignorar cuando se compara con la famosa declaración de Castro en su alegato: “Condenadme, no importa, la Historia me absolverá”. Ambos estaban siendo juzgados por delitos graves, ambos sabían que serían condenados, y ambos respondieron mirando más allá del tribunal humano, hacia un tribunal simbólico: el de la Historia con mayúscula. La semejanza es tan clara que resulta difícil pensar en una casualidad. La diferencia, eso sí, está en la carga política posterior de cada expresión. En Cuba, la frase de Castro se convirtió en consigna, en lema del Movimiento 26 de Julio, que años después conquistaría el poder. En Alemania, la sentencia de Hitler quedó enterrada en las páginas de un libro que hoy es leído como testimonio del fanatismo más oscuro. Ahora, si bien no existen pruebas documentales de que Castro copiara directamente a Hitler, lo que importa aquí es la coincidencia de fondo: ambos convirtieron un juicio condenatorio en una plataforma para proyectarse hacia el futuro.

Si seguimos mirando semejanzas, aparece otra bien significativa: el uso magistral de la propaganda y el control de la palabra. Hitler entendió desde temprano que no bastaba con tener un partido y una ideología; había que controlar las conciencias. Con la ayuda de Joseph Goebbels, creó un Ministerio de Propaganda que se encargó de convertir a la radio, el cine, los periódicos y hasta los espectáculos culturales en herramientas de adoctrinamiento. La propaganda nazi no era sólo información oficial, era un bombardeo emocional constante que exaltaba al Führer y demonizaba a los enemigos. En ese contexto, la voz del individuo quedaba anulada. Sólo existía espacio para el coro unánime que repetía la verdad oficial. El aparato represivo, con las SS y la Gestapo, completaba la tarea con terror.

En Cuba, aunque el contexto era diferente, la lógica fue parecida. Tras el triunfo de la Revolución en 1959, los medios de comunicación quedaron bajo control del Estado. La prensa independiente desapareció, y la narrativa oficial se volvió Dios supremo. Por todas partes se propagaba el discurso de resistencia al imperialismo, justicia social e igualdad de oportunidades. La voz de Castro se escuchaba en todos los rincones de la isla, a través de discursos maratónicos que duraban horas y que reforzaban la idea de que el líder era la encarnación del pueblo. El que disentía, quedaba fuera. Los opositores fueron perseguidos, encarcelados o empujados al exilio.

Ambos regímenes lograron convertir al líder en la voz del Estado. Hitler se transformó en el Führer, el conductor del pueblo alemán, el hombre que encarnaba el destino de la nación. Castro se convirtió en el Comandante, la figura omnipresente que aparecía en los muros, en los periódicos, en los noticieros, en los billetes y en las canciones. En ambos casos, el culto a la personalidad borró los matices y redujo la política a la adhesión o al rechazo al líder. El individuo, en esa ecuación, quedaba silenciado o diluido en la masa. El sueño martiano de construir una república “con todos y para el bien de todos”, el fidelismo la trastocó en la pesadilla de “conmigo y los que están conmigo”.

También toca analizar que ambos líderes, Castro y Hitler, copiaron de un mismo engendro: la Unión Soviética, y que quizás muchas de las razones que hacen que el régimen castrista tenga pespuntes fascistas se deban a ello. El nazismo aprendió mucho del comunismo soviético, especialmente de su aparato represivo y de su capacidad de control social. Ya en los años veinte, Hitler y sus colaboradores observaban con admiración el modo en que Lenin y Stalin habían consolidado un régimen de partido único en Rusia y eliminado a la oposición, a la vez que movilizaban a millones mediante la propaganda y el terror. La Gestapo, por ejemplo, nació inspirándose en la Cheka bolchevique[3], y los campos de concentración nazis, aunque distintos en propósito final, tomaron como referencia inicial el sistema del Gulag soviético: ambos funcionaban como instrumentos de represión masiva, deshumanización y exterminio político. Y de algunos de estos debió surgir la idea de construir las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP), campos de concentración caribeños que perseguían un mismo fin que los soviéticos y los nazistas: segregar.

Tanto Hitler como Stalin comprendieron que el poder total no se ejerce sólo con el miedo, sino también con la palabra, y el camuflaje semántico. De ahí la función decisiva de la consigna, esa fórmula breve que sustituye el pensamiento por el reflejo. “Una sola nación, un solo pueblo, un solo Führer”; “El partido tiene siempre la razón”: frases que anulan la conciencia crítica y disuelven la responsabilidad personal en un coro unánime. La consigna refuerza el entusiasmo, borra las dudas, tranquiliza y ofrece sentido a la masa en medio del vacío que los propios regímenes crean.

En Cuba el culto a la figura de Fidel Castro utilizó el mismo mecanismo que había hecho del Führer o del “padrecito Stalin” el eje del universo político. En la retórica oficial, la historia, la verdad y la moral se medían por la fidelidad al líder. “Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada”, esta frase, tan repetida, expresa la frontera moral que convirtió el disenso en delito. Como en otros totalitarismos, la palabra fue domesticada; la consigna sustituyó al pensamiento. Las universidades se llenaron de actos de reafirmación revolucionaria, el mayor pecado era ser “débil ideológicamente” (lo que se traducía en tener criterio propio), la prensa se redujo a un espejo de la voz oficial, y la sociedad, generación tras generación, aprendió a callar para sobrevivir. Carlos Alberto Montaner, en su libro Viaje al corazón de Cuba, comenta sobre el común adiestramiento familiar de formar a los hijos en “el cinismo y la mentira como modo de protegerse” lo cual terminaba convenciendo al niño “del carácter invencible del sistema y de la futilidad de tratar de oponérsele. No hay que luchar. Hay que sobrevivir fingiendo”[4]. Más sutil que la represión física —que existió y persiste aún— fue la colonización espiritual: la educación del ciudadano en la obediencia sentimental. El cubano fue enseñado a amarse menos a sí mismo y más al ideal. Ese proceso, sostenido durante décadas, moldeó una cultura de la unanimidad que aún pesa sobre la vida nacional.

Las coincidencias no terminan ahí. Tanto Hitler como Castro vivieron convencidos de que su causa trascendía su propia vida. Ambos se proyectaron como figuras históricas, destinadas a ser recordadas más allá de su tiempo. En el caso de Hitler, ese delirio de grandeza desembocó en la catástrofe de la guerra y el genocidio. En el caso de Castro, esa convicción se tradujo en la destrucción de una de las economías más ricas de América y la castración de las libertades públicas de una nación que contaba con una de las constituciones más progresista de Latinoamérica.

Por último, quiero señalar un detalle particular, que por su contenido visual y estético no creo que tenga menos peso que el de las “coincidencias” señaladas. Los colores de las insignias de ambos movimientos, el Nazismo y el Movimiento 26 de julio, son el rojo y el negro. Las banderas izadas de ambas ideologías bien podrían ondear las unas entre las otras y confundirse bajo un mismo haz de persecuciones, crímenes y desesperanza.

  1. El Putsch de Múnich, también conocido como el golpe de la cervecería, fue un intento fallido de golpe de Estado protagonizado por Adolf Hitler y el Partido Nacionalsocialista Alemán (NSDAP) los días 8 y 9 de noviembre de 1923 en la ciudad de Múnich, Baviera. Su objetivo era derrocar al gobierno de la República de Weimar e instaurar un régimen nacionalista inspirado en el fascismo italiano. El golpe fracasó tras un enfrentamiento con la policía que dejó varios muertos; Hitler fue arrestado, juzgado y condenado a prisión.

  2. Adolf Hitler: Mi lucha. Mein Kampf: Discurso desde el delirio, Fapa Ediciones, S.L., 2003, p. 265.

  3. La Cheka fue la primera de las organizaciones de inteligencia política y militar soviética, creada el 20 de diciembre de 1917 por Félix Dzerzhinski. Su cometido era suprimir y liquidar, con amplísimos poderes y casi sin límite legal alguno, todo acto contrarrevolucionario o desviacionista.

  4. He tomado la cita del libro Viaje al corazón de Cuba, de Carlos Alberto Montaner, Plaza & Janés (Barcelona), 1999.

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