Ilustración de José Luis de Cárdenas.

Tengo la terrible sospecha de que una revolución vale menos que un árbol.

Y no lo digo mientras camino por el Campo de Marte, en París, febrero de 1848, bajo el fuego cruzado de las barricadas, por bulevares llenos de muñones de árboles, que antes de ser cortados pintaban con deliciosas manchas verdes la ciudad de luz.

Lo pienso mientras leo en Emerson aquello de “si la Revolución fue digna de los árboles”. El yanqui veía con espanto la deforestación urbana de París en pos de la construcción de unas trincheras que no entendía muy bien.

Ignoro que habrá escrito, unas décadas más tarde, sobre la Guerra de Secesión en su país, o si le pareció igual de sospechoso que en los informes nunca aparezcan la cantidad de árboles caídos, troncos mutilados, ramas incineradas o raíces arrancadas de tajo por cañones de hierro.

La secesión cesó y los pensadores como Emerson se marchaban al retiro de la naturaleza, lugar predilecto donde pensar las cosas del mundo bajo la sombra de un hemlock, viendo caer las hojas penticulares de los maples o la lluvia de oro de la nieve en los chestnuts.

Más abajo, en el paraíso tropical del Caribe, Cuba dormía su sueño de azúcar mientras casi toda América se quitaba de encima a la colonia española. No, la planta de azúcar no es un árbol, sino una gramínea gigante, algo así como un estado intermedio entre el pasto y el bambú. Pero lo dicho: ninguna revolución vale lo que un guarapo.

Probablemente el hacendado Carlos Manuel de Céspedes había mojado muchas veces sus bigotes en el elixir dulce de la isla, escuchando al Mozart de Las bodas de Fígaro.

Probablemente eso, y que el lugar perteneció en sus orígenes al ilustre José Joaquín Palma, conmovió al aspirante a poeta para comprar en 1866 la finca La Demajagua (llamada así por la presencia abundante de la majagua azul, árbol de rica madera), que en menos de dos años el patricio convirtió en ingenio azucarero, con moderna máquina de vapor y casa de moliendas, además de un centenar de trabajadores, entre esclavos y obreros asalariados.

Sí, ya sabemos que los esclavos, los mismos que luego liberaría en el histórico arrebato, estaban tan hipotecados como las cementeras y los alambiques y casi todo en esa finca.

No obstante, el éxito de la empresa era pasmoso y de haberse reeditado El libro de los ingenios de Cantero y Laplante, ahora tendríamos una magnífica litografía de La Demajagua, con sus cifras de ensueño en tintas ferrogálicas.

Lo que tenemos, en cambio, es una imagen que se ha vuelto icónica en el tiempo: un jagüey, árbol lechoso y de raíces trepadoras de la familia de las moráceas, crece entrelazado a una rueda dentada, último vestigio de aquella máquina de vapor que fue el orgullo de la finca.

Tengo que confesar que, como la historia no me desvela mucho y la botánica es de esas grandes frustraciones que alivio con literatura, lo primero que me viene a la mente cada 10 de octubre es esa imagen, pero en un plano simbólico muy distante del que la ha convertido en “templo de la patria”, “altar de la insurrección”, etc.

Como un poeta lakista, me hubiera gustado recostar la cabeza en ese páramo del tiempo, a despecho de hormigas y otros bichos agrestes, despreocupado de la agobiante realidad del día a día, de la violenta costumbre de las horas, para responderle a Emerson que no, ninguna revolución es digna del más simple tocón, del que un discípulo suyo vio crecer los brotes renovados.

La revolución, como una rueda dentada, se repite y se oxida. Nunca es totalmente cambio, sino rotación mecánica. Su lógica es la del engranaje que terminará por romperse; su ser, el del instrumento que se volverá inútil.

El árbol, por su parte, vive. Y sabe morir, como el jagüey icónico, al que el gobierno socialista no pudo salvar de un hongo en 1998, y con su muerte dio paso a un nuevo jagüey que perpetúa la imagen.

No, ninguna revolución es digna de un jagüey, un algarrobo, un júcaro…

Sin embargo, querido Ralph, algunas veces, para tumbar los frutos podridos de la copa, es necesario sacudir el árbol.

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