Fotografía de Juan Pablo Estrada.

Contemplen la derrota de la civilización en Cuba, el retorno a la barbarie que el socialismo propuso.
Palacetes como Finca La Luisa, otros que coronaron las elevaciones de Santo Suárez o El Vedado, las calles iluminadas por el progreso del libre mercado en Marianao y La Habana central. Todo es ruina. La Habana es una ciudad desfigurada por los hunos rojos del marxismo.

Estos muros que hoy esperan a caer, carcomidos, abrazados por la maleza, o las cúpulas abandonadas a la suerte de las aves, los grandes espacios vacíos donde apenas vaga el eco sordo del ayer, son el reflejo de una nación fundida sobre el resentimiento hacia el que triunfó y la envidia al fruto del trabajo ajeno.

Los kilómetros de avenidas, neón, techos y paredes que la libertad y el trabajo posibilitaron, transfiriendo riqueza (mucha o poca, la posible o la por venir) de generación a generación, como si de capas coralinas se tratase, son hoy habitadas —mayormente— por los nietos, los hijos o los beneficiarios del robo. “Expropiaciones”, para la institucionalidad y la corrección política; “redistribución”, para los buenistas y los oportunistas.

¿Por qué importan los valores, respetar lo ajeno, la presunción de inocencia, la ley natural, la tradición que hizo de esta parte del planeta la más próspera en la historia? Porque sobre esos pilares se construyen las ciudades en que andamos, amamos y dejamos a nuestros hijos cuando el tiempo nos vence.

Sin ley ni cohesión de principios (los básicos al menos), en un mar tan vasto de seres humanos, sólo hay caos y alienación. ¿Quién pudo creer que beneficiándose en masa del robo, venerando la delación, vivificando una cultura de muerte, sacrificando la familia o deificando a un hombre, podría florecer una sociedad?

Nadie que invirtió, nadie que edificó, nadie que puso allí los sueños de su esfuerzo, habita la ciudad de la República. Esa, venerable, que dejó de nacer hace seis décadas atrás, que entroncaba con París y Nueva York en las pegatinas de perfumes, en el pujante empresariado, en las tiendas de moda, como un puente entre el viejo Occidente y el nuevo, se ha ido.

Quedan las mansiones del antiguo Biltmore, al estilo Coral Gables, la 5ta Avenida como una cuerda de oro en la oscura noche marxista, las urbanizaciones de Altahabana, el Casino Deportivo o Alturas de Belén, más o menos en pie. Allí se van relegando los hijos, los nietos y los bárbaros mismos que sobreviven al tiempo.

Pero el resto de la urbe, es una sombra en la que queda piedra sobre piedra por una estática milagrosa.

Queda el cadáver, nacionalizado, redistribuido, racionado, a modo de tristísima justicia poética.

Por suerte las ciudades pueden levantarse de la tumba y renacer.

(Una versión de este texto fue publicada originalmente en Diario de Cuba, en 2023)

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